Sebastian_Terry
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No puede ser casual que dos de los monarcas de Hollywood, Steven Spielberg y Sam Mendes, representantes supremos del éxito, ambos con capacidad par hacer el cine que les dé la gana a pesar de las limitaciones que impuso la pandemia, retornen con películas intimistas, en las que hablan sin atildados pudores de su infancia y adolescencia, de recordar su visión del mundo y de lo que supuso el cine para ellos en esas épocas de la vida que la marcan a perpetuidad. Y tanto Los Fabelman, retrato del niño Spielberg descubriendo el universo en su anverso y su reverso, los sentimientos, las personas y las cosas, a través de lo que filma su cámara, como El imperio de la luz, en la que Mendes reconstruye en una ciudad de la costa de Inglaterra un cine al comienzo de los ochenta, con varias salas y un precioso mar enfrente, parecen un ineludible y poético ajuste de cuentas con su memoria sentimental.
Por si no resultara cristalino, ambos directores han declarado que las protagonistas están inspiradas en sus madres. Todo posee aroma íntimo, implicación por parte de los autores en lo que te hacen ver y escuchar, sensación de verdad. Y voluntad de darle la despedida, que no el entierro, a la forma tradicional de ver el cine, algo que las nuevas tecnologías están machacando. Lo cual no implica que estas dos películas contengan excesivo arte. Hay revelaciones y momentos hermosos en Los Fabelman, aunque esté lejos de la perfección. Y me resulta curiosa, e intrigante a ratos El imperio de la luz, pero en ningún momento apasionante. Imagino que su autor duerme mejor después de haberla realizado, aunque en mi caso no me regala verdaderas emociones. Es preferible, eso sí, al 90% de los títulos que inundan la deprimente cartelera.
Mendes debía de tener 16 o 17 años en la época en la que ambienta El imperio de la luz. Y está claro que le ocurrieron cosas mágicas cuando iba al cine, actividad lúdica y casi perdida que otorgó placer, o sueños, o refugio, o felicidad a la gente de cualquier lugar durante cien años. Aquí nos habla del heterogéneo público que la visitaba, aunque sobre todo de la gente que trabajaba en ese cine: proyeccionistas, gerentes, taquilleros, acomodadores, encargados de la limpieza. Y se centra principalmente en la encargada de que todo funcione, cincuentona que pasa de la alegría desbocada a la melancolía, ciclotímica, dominada por una enfermedad temible llamada esquizofrenia. Ejerce con escaso entusiasmo de amante del gerente, pero va a tener una historia de amor demasiado problemática, con infiernos acechándola, con un acomodador joven y negro. Ocurre en la Inglaterra inminente a la llegada de la señora Thatcher al poder, con el protagonismo cada vez más alarmante de los skinheads, esos racistas rapados que apalean a todos los que no tengan pinta de ingleses de toda la vida.
Se supone que Mendes utiliza la sutileza para hablar de relaciones complejas, que crea una atmósfera creíble. Se supone que ocurren muchas cosas donde parece que nunca pasa nada. Pero algo falla en medio de tantas y tan legítimas pretensiones. No consigo entrar en trance ante la tenue vida de estos personajes. Mendes sabe que es fundamental que estén encarnados por intérpretes potentes que admiten humildemente papeles de reparto. Actores tan buenos como Toby Jones y Colin Firth. Y, como siempre, está eminente Olivia Colman, esa señora que no precisa ser guapa, ni histriónica, ni sobreactuar para hacer veraces a los personajes que le encargan. Es lo mejor de una película que a veces me ofrece la sensación del quiero y no puedo.
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Por si no resultara cristalino, ambos directores han declarado que las protagonistas están inspiradas en sus madres. Todo posee aroma íntimo, implicación por parte de los autores en lo que te hacen ver y escuchar, sensación de verdad. Y voluntad de darle la despedida, que no el entierro, a la forma tradicional de ver el cine, algo que las nuevas tecnologías están machacando. Lo cual no implica que estas dos películas contengan excesivo arte. Hay revelaciones y momentos hermosos en Los Fabelman, aunque esté lejos de la perfección. Y me resulta curiosa, e intrigante a ratos El imperio de la luz, pero en ningún momento apasionante. Imagino que su autor duerme mejor después de haberla realizado, aunque en mi caso no me regala verdaderas emociones. Es preferible, eso sí, al 90% de los títulos que inundan la deprimente cartelera.
Mendes debía de tener 16 o 17 años en la época en la que ambienta El imperio de la luz. Y está claro que le ocurrieron cosas mágicas cuando iba al cine, actividad lúdica y casi perdida que otorgó placer, o sueños, o refugio, o felicidad a la gente de cualquier lugar durante cien años. Aquí nos habla del heterogéneo público que la visitaba, aunque sobre todo de la gente que trabajaba en ese cine: proyeccionistas, gerentes, taquilleros, acomodadores, encargados de la limpieza. Y se centra principalmente en la encargada de que todo funcione, cincuentona que pasa de la alegría desbocada a la melancolía, ciclotímica, dominada por una enfermedad temible llamada esquizofrenia. Ejerce con escaso entusiasmo de amante del gerente, pero va a tener una historia de amor demasiado problemática, con infiernos acechándola, con un acomodador joven y negro. Ocurre en la Inglaterra inminente a la llegada de la señora Thatcher al poder, con el protagonismo cada vez más alarmante de los skinheads, esos racistas rapados que apalean a todos los que no tengan pinta de ingleses de toda la vida.
Se supone que Mendes utiliza la sutileza para hablar de relaciones complejas, que crea una atmósfera creíble. Se supone que ocurren muchas cosas donde parece que nunca pasa nada. Pero algo falla en medio de tantas y tan legítimas pretensiones. No consigo entrar en trance ante la tenue vida de estos personajes. Mendes sabe que es fundamental que estén encarnados por intérpretes potentes que admiten humildemente papeles de reparto. Actores tan buenos como Toby Jones y Colin Firth. Y, como siempre, está eminente Olivia Colman, esa señora que no precisa ser guapa, ni histriónica, ni sobreactuar para hacer veraces a los personajes que le encargan. Es lo mejor de una película que a veces me ofrece la sensación del quiero y no puedo.
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‘El imperio de la luz’: el melancólico quiero y no puedo de Sam Mendes
El cineasta reconstruye la relación entre la encargada y un joven acomodador de un cine de provincias en la Inglaterra de 1981
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