tate01
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El día que le dieron el finiquito en la compañía de seguros donde trabajaba como responsable de negocio internacional, despertó en un tiempo que no era el suyo. Durante 15 días le obligaron a ir su oficina en la Castellana sin ningún quehacer, casi a modo de destierro. Luis Calero, de 63 años, daba vueltas por los pasillos, miraba tras las ventanas por las que llevaba 40 años y se sentaba en la confortable silla de su despacho desde donde había ganado más dinero del que imaginaba. La empresa decidió no contar más con sus servicios y prejubilarlo sin previo aviso. Calero no sabía en ese momento que más allá del trabajo existía vida posible. Entró en una traumática depresión, empezó a hablarse a sí mismo en voz alta y se puso a andar sin rumbo fijo por los barrios del extrarradio de Madrid, donde buscaba los recodos del último lugar donde se recordaba sin un traje de ejecutivo: los años setenta.
—Así volví a la vida. Necesitaba aprender de nuevo—, afirma.
Dice que su etapa laboral fue “un impasse demasiado largo”. “El Mercedes que te daba la empresa, las comodidades, los excesos de los años más derrochadores en los noventa y los 2000, que te subieran el sueldo un 15%, el poder... eran demasiadas cosas como para volver a ser un hippie”, explica. Ahora, cinco años más tarde de su despedida de todo aquello, Luis Calero ha forjado un archivo fotográfico de más de 12.000 imágenes hechas con su teléfono móvil donde guarda todos los vestigios “que siguen vivos” de la década de los setenta.
Tras hacerse una cuenta de Instagram, ha creado una comunidad de fanáticos. Directores de arte, localizadores, interioristas, decoradores, periodistas o la Madrid Film Commision —la oficina del audiovisual del Ayuntamiento de Madrid— siguen la pista de Calero, que parece que va siempre un paso por delante del resto en lo que al pasado se refiere. “Me da igual que me sigan para luego ir a los sitios como si los hubieran descubierto ellos. Yo lo hago por mí”, dice mientras enseña su archivo en el ordenador. Desde hace unos meses ha comenzado a hacer rutas “de época” a alguno de sus seguidores sin cobrarles nada. La última fue por Leganés, donde tiene localizados varios portales de azulejos dadá.
Calero renunció hace tiempo a ser el salvapatrias de la década que atravesó su juventud. Está resignado al devenir de las cosas y su motivación se centra hoy en “haberlas rescatado del olvido” con una foto para el archivo mientras aprende a gestionar su dolor nostálgico. Porque le duele todo lo que se desvanece ante sus ojos. Por dolerle le duelen hasta las baldosas desgastadas, los azulejos decolorados, los sillones con polvo o los rótulos fundidos de un fotomatón. Sin embargo, lo peor de entre todos sus dolores son, sin duda, las luces led, “indecente sustituta del neón”.
En la entrada del Hospital Central de La Defensa Gómez Ulla, enciende el móvil para ver las fotos antiguas que tenía de esta zona de restauración. El establecimiento, remodelado antes de verano, contaba con pavés de colores, hexaedros, una barra de bar de madera y un mural cerámico también de Higinio Vázquez. Ahora es un lugar lleno de plástico blanco sin personalidad que recuerda a cualquier cadena convencional de cafeterías de aeropuerto. “Ayuso fomenta la destrucción masiva en Madrid mientras nos vende que es la defensora de su esencia”, se queja.
Después de una primera parada decepcionante, Calero revive caminando por las viejas aceras de Carabanchel Alto. Allí tiene localizadas fachadas de mármol en un bufete de abogados, tiendas de ropa o telefonillos de antaño. “Ahora me doy cuenta de que lo que necesitaba era ver personas normales, no gente con trajes de 1.000 euros hablando de negocios que no me interesaban”, admite, refiriéndose a su etapa en los negocios.
Un periodo que casi siempre vivió con cierta impostura, llevando una especie de doble vida dentro y fuera del trabajo. En estos últimos cinco años como jubilado, Calero ha recorrido los barrios más humildes y los más adinerados con el mismo interés antropológico. “Los pobres conservan mejor que los ricos. Y los mejores, sin duda, son los chinos, que para mantener la clientela piensan que deben continuar con el estado original de los diseños”, argumenta.
Para Luis Calero, los años setenta son “una creatividad desbordante hecha de hormigón. El concepto de lo camp llevado a la máxima expresión”. La escritora estadounidense Susan Sontag publicó en 1964 el ensayo Notas sobre lo camp. Un libro que, según la propia autora, aborda una sensibilidad —lo camp— nunca antes descrita, esa que trata del “amor a lo no natural: al artificio y la exageración”. Un término que Sontang hereda de Óscar Wilde y que ahora Calero utiliza como la base de sus paseos históricos por el brutalismo, ese movimiento arquitectónico que se caracteriza por enfatizar la naturaleza expresiva de los materiales.
La metodología de este hombre que estudió sin vocación Derecho en la Universidad Complutense es simple: el desorden. Se guía por la intuición y solo distingue entre dos cosas: días de sol y días de lluvia. En los primeros, sale a caminar sin ninguna idea previa, según le dé. “En el extrarradio lo más potente es Leganés y Alcorcón. Móstoles tiene destellos, aunque en general es muy mediocre. En la capital, me quedo con Carabanchel, y sobre todo con Azca por sus grandes recepciones y fachadas”, cuenta.
En esos otros días desapacibles, Calero se marcha a la biblioteca de Boadilla del Monte, donde reside, y empieza a consultar portales inmobiliarios como Idealista, Fotocasa o Habitalia. Utiliza unos trucos muy básicos: busca pisos de 150.000 euros como máximo y que estén para reformar. Cuando encuentra alguna joya de interiorismo setentero, “roba” piadosamente la foto para dejarla guardada también en su archivo.
Al salir por la boca de metro de Cuzco, “esa zona de ricos, tristes y amargados”, Luis se dirige hacia un edificio de Antonio Lamela en el Paseo de la Castellana, donde hay un mural de madera tallada que es una de sus últimas adquisiciones. “Le quedó mejor que la fachada”, bromea. De un tiempo a esta parte, ha decidido rebajar sus impulsos y ser más calmado a la hora de entrar a los sitios. “Con la prudencia se llega más lejos”, sostiene.
Todavía se sorprende cuando un conserje con la guardia baja le abre las puertas de su morada y puede husmear a su antojo. El interior de los portales es sin duda su fetiche favorito. Allí, si le dejan, se sienta en alguno de los sofás entre el ir y venir de vecinos para observar los buzones, el reflejo de los espejos, la moqueta. “Antes pasaba por aquí con mi maletín, pero no veía nada. Me lo perdí todo”, le confiesa al conserje del edificio de Azca donde se grabó la serie Tristeza de amor de Jose Luis Garci, ambientada en la radio española de los años ochenta.
En la terraza del bar Dionisio, Calero se sincera. “Considero, en el fondo, que soy un aventurero de poca monta, un costumbrista metomentodo. Un enamorado del feísmo, del extrarradio, ¡yo qué sé!”, confiesa. Cuando se le pregunta por el futuro, hace un pequeño silencio.
—Hay un componente de hastío muy grande. Llevo cinco años localizando sin parar. En Madrid creo que ya lo he visto todo—, reconoce.
—¿Y no ha pensado en cambiar de década? ¿Pasarse a los ochenta, por ejemplo?
—Eso ni hablar. En todo caso me marcho de aquí, a Valencia, tal vez. Tiene unos portales asombrosos.
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—Así volví a la vida. Necesitaba aprender de nuevo—, afirma.
Dice que su etapa laboral fue “un impasse demasiado largo”. “El Mercedes que te daba la empresa, las comodidades, los excesos de los años más derrochadores en los noventa y los 2000, que te subieran el sueldo un 15%, el poder... eran demasiadas cosas como para volver a ser un hippie”, explica. Ahora, cinco años más tarde de su despedida de todo aquello, Luis Calero ha forjado un archivo fotográfico de más de 12.000 imágenes hechas con su teléfono móvil donde guarda todos los vestigios “que siguen vivos” de la década de los setenta.
Tras hacerse una cuenta de Instagram, ha creado una comunidad de fanáticos. Directores de arte, localizadores, interioristas, decoradores, periodistas o la Madrid Film Commision —la oficina del audiovisual del Ayuntamiento de Madrid— siguen la pista de Calero, que parece que va siempre un paso por delante del resto en lo que al pasado se refiere. “Me da igual que me sigan para luego ir a los sitios como si los hubieran descubierto ellos. Yo lo hago por mí”, dice mientras enseña su archivo en el ordenador. Desde hace unos meses ha comenzado a hacer rutas “de época” a alguno de sus seguidores sin cobrarles nada. La última fue por Leganés, donde tiene localizados varios portales de azulejos dadá.
Calero renunció hace tiempo a ser el salvapatrias de la década que atravesó su juventud. Está resignado al devenir de las cosas y su motivación se centra hoy en “haberlas rescatado del olvido” con una foto para el archivo mientras aprende a gestionar su dolor nostálgico. Porque le duele todo lo que se desvanece ante sus ojos. Por dolerle le duelen hasta las baldosas desgastadas, los azulejos decolorados, los sillones con polvo o los rótulos fundidos de un fotomatón. Sin embargo, lo peor de entre todos sus dolores son, sin duda, las luces led, “indecente sustituta del neón”.
En la entrada del Hospital Central de La Defensa Gómez Ulla, enciende el móvil para ver las fotos antiguas que tenía de esta zona de restauración. El establecimiento, remodelado antes de verano, contaba con pavés de colores, hexaedros, una barra de bar de madera y un mural cerámico también de Higinio Vázquez. Ahora es un lugar lleno de plástico blanco sin personalidad que recuerda a cualquier cadena convencional de cafeterías de aeropuerto. “Ayuso fomenta la destrucción masiva en Madrid mientras nos vende que es la defensora de su esencia”, se queja.
Después de una primera parada decepcionante, Calero revive caminando por las viejas aceras de Carabanchel Alto. Allí tiene localizadas fachadas de mármol en un bufete de abogados, tiendas de ropa o telefonillos de antaño. “Ahora me doy cuenta de que lo que necesitaba era ver personas normales, no gente con trajes de 1.000 euros hablando de negocios que no me interesaban”, admite, refiriéndose a su etapa en los negocios.
Un periodo que casi siempre vivió con cierta impostura, llevando una especie de doble vida dentro y fuera del trabajo. En estos últimos cinco años como jubilado, Calero ha recorrido los barrios más humildes y los más adinerados con el mismo interés antropológico. “Los pobres conservan mejor que los ricos. Y los mejores, sin duda, son los chinos, que para mantener la clientela piensan que deben continuar con el estado original de los diseños”, argumenta.
Para Luis Calero, los años setenta son “una creatividad desbordante hecha de hormigón. El concepto de lo camp llevado a la máxima expresión”. La escritora estadounidense Susan Sontag publicó en 1964 el ensayo Notas sobre lo camp. Un libro que, según la propia autora, aborda una sensibilidad —lo camp— nunca antes descrita, esa que trata del “amor a lo no natural: al artificio y la exageración”. Un término que Sontang hereda de Óscar Wilde y que ahora Calero utiliza como la base de sus paseos históricos por el brutalismo, ese movimiento arquitectónico que se caracteriza por enfatizar la naturaleza expresiva de los materiales.
La metodología de este hombre que estudió sin vocación Derecho en la Universidad Complutense es simple: el desorden. Se guía por la intuición y solo distingue entre dos cosas: días de sol y días de lluvia. En los primeros, sale a caminar sin ninguna idea previa, según le dé. “En el extrarradio lo más potente es Leganés y Alcorcón. Móstoles tiene destellos, aunque en general es muy mediocre. En la capital, me quedo con Carabanchel, y sobre todo con Azca por sus grandes recepciones y fachadas”, cuenta.
En esos otros días desapacibles, Calero se marcha a la biblioteca de Boadilla del Monte, donde reside, y empieza a consultar portales inmobiliarios como Idealista, Fotocasa o Habitalia. Utiliza unos trucos muy básicos: busca pisos de 150.000 euros como máximo y que estén para reformar. Cuando encuentra alguna joya de interiorismo setentero, “roba” piadosamente la foto para dejarla guardada también en su archivo.
Al salir por la boca de metro de Cuzco, “esa zona de ricos, tristes y amargados”, Luis se dirige hacia un edificio de Antonio Lamela en el Paseo de la Castellana, donde hay un mural de madera tallada que es una de sus últimas adquisiciones. “Le quedó mejor que la fachada”, bromea. De un tiempo a esta parte, ha decidido rebajar sus impulsos y ser más calmado a la hora de entrar a los sitios. “Con la prudencia se llega más lejos”, sostiene.
Todavía se sorprende cuando un conserje con la guardia baja le abre las puertas de su morada y puede husmear a su antojo. El interior de los portales es sin duda su fetiche favorito. Allí, si le dejan, se sienta en alguno de los sofás entre el ir y venir de vecinos para observar los buzones, el reflejo de los espejos, la moqueta. “Antes pasaba por aquí con mi maletín, pero no veía nada. Me lo perdí todo”, le confiesa al conserje del edificio de Azca donde se grabó la serie Tristeza de amor de Jose Luis Garci, ambientada en la radio española de los años ochenta.
En la terraza del bar Dionisio, Calero se sincera. “Considero, en el fondo, que soy un aventurero de poca monta, un costumbrista metomentodo. Un enamorado del feísmo, del extrarradio, ¡yo qué sé!”, confiesa. Cuando se le pregunta por el futuro, hace un pequeño silencio.
—Hay un componente de hastío muy grande. Llevo cinco años localizando sin parar. En Madrid creo que ya lo he visto todo—, reconoce.
—¿Y no ha pensado en cambiar de década? ¿Pasarse a los ochenta, por ejemplo?
—Eso ni hablar. En todo caso me marcho de aquí, a Valencia, tal vez. Tiene unos portales asombrosos.
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El hombre que resucitó en el brutalismo de los años setenta
Luis Calero lleva cinco años recorriendo los vestigios de este estilo arquitectónico en la Comunidad de Madrid. Directores de arte, localizadores y decoradores siguen la pista a este jubilado rejuvenecido
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