Jovani_Hoppe
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Es una de las historias más tristes del pop. Brian Epstein, el visionario que convirtió a cuatro gamberros de Merseyside en fenómeno universal, no supo gestionar su vida privada. Se ha contado en libros y documentales pero ahora se convierte en biopic, con el título de Midas man. Una producción tortuosa: años de rodaje, tres directores sucesivos, boicoteada por la antipática empresa que autoriza el uso de las grabaciones canónicas de los Beatles; en algunos países, ya está en Prime Video (en España no está disponible).
La película funciona como correctivo a las negativas evaluaciones post mortem de la labor profesional de Epstein, basadas en algunos contratos desfavorables que firmó. Lo cierto es que estaba explorando terra incognita: nada semejante había surgido de Inglaterra, no había manuales para consultar. Así, nadie le avisó de que una invitación de Imelda Marcos al palacio presidencial era, en Filipinas y en 1966, una orden de obligado cumplimiento. Ya había comunicado que no asistían a ese tipo de recepciones pero se consideró una ofensa a la Primera Dama, que envió a sus matones al aeropuerto de Manila, para que vapulearan a la expedición británica.
Con todos sus errores, el trabajo de Epstein fue formidable. Consideren que no tenía experiencia en el management musical, a diferencia de los tiburones que dominaban el cotarro en Londres. En ese medio no resultaban raros los dos hándicaps de Brian: su origen judaico y su condición de gay. Sin embargo, carecía del descaro, la malicia, los contactos de los veteranos. Estaba posiblemente traumatizado por su detención en 1957, cuando cedió a la provocación de un policía encubierto londinense. Al año siguiente, de vuelta en Liverpool, tuvo que pisar de nuevo los juzgados tras denunciar un intento de chantaje por parte de un ligue ocasional.
Hoy cuesta imaginar el inmenso estigma de la homosexualidad en aquella Inglaterra. Un ejemplo: el vizconde de Hailsham, ministro en varios gobiernos conservadores de Harold Macmillan, comparaba a los homosexuales con los adictos a la heroína, proselitistas de unas prácticas aberrantes, predadores que se aprovechaban de los jóvenes. Brian Epstein era celebrado por su habilidad empresarial… hasta cierto punto. Llamativamente, fue excluido del reparto de medallas de la Orden del Imperio Británico que los Beatles recibieron en 1965.
Más que un largometraje, se necesitaría una serie televisiva para retratar mínimamente lo que fueron los vertiginosos últimos meses de Epstein. Llevaba a una docena de artistas. Se hizo cargo del londinense teatro Saville, donde presentaba obras dramáticas y conciertos. Enamorado de la tauromaquia y de Andalucía, quería representar al torero inglés Henry Higgins y filmar un documental sobre la Feria de Abril. Internado en The Priory para curarse de sus adicciones, se escapaba regularmente para seguir consumiendo tanto drogas farmacéuticas como ilegales.
Este frenesí se complicó con el miedo a que los Beatles le abandonaran. Ellos pusieron mala cara a su asociación con un abrasivo mánager australiano, Robert Stigwood; él deploraba que quisieran jugar a ser businessmen con Apple. El productor George Martin creía que el tándem Epstein-Beatles acabaría cuando tuvieran que actualizar su contrato. Ese día no llegó: Brian apareció cadáver en su dormitorio en agosto de 1967. No fue suicidio, como se rumoreó: seguramente, estando grogui, ingirió demasiados sedantes. El tipo más sociable del negocio murió solo.
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La película funciona como correctivo a las negativas evaluaciones post mortem de la labor profesional de Epstein, basadas en algunos contratos desfavorables que firmó. Lo cierto es que estaba explorando terra incognita: nada semejante había surgido de Inglaterra, no había manuales para consultar. Así, nadie le avisó de que una invitación de Imelda Marcos al palacio presidencial era, en Filipinas y en 1966, una orden de obligado cumplimiento. Ya había comunicado que no asistían a ese tipo de recepciones pero se consideró una ofensa a la Primera Dama, que envió a sus matones al aeropuerto de Manila, para que vapulearan a la expedición británica.
Con todos sus errores, el trabajo de Epstein fue formidable. Consideren que no tenía experiencia en el management musical, a diferencia de los tiburones que dominaban el cotarro en Londres. En ese medio no resultaban raros los dos hándicaps de Brian: su origen judaico y su condición de gay. Sin embargo, carecía del descaro, la malicia, los contactos de los veteranos. Estaba posiblemente traumatizado por su detención en 1957, cuando cedió a la provocación de un policía encubierto londinense. Al año siguiente, de vuelta en Liverpool, tuvo que pisar de nuevo los juzgados tras denunciar un intento de chantaje por parte de un ligue ocasional.
Hoy cuesta imaginar el inmenso estigma de la homosexualidad en aquella Inglaterra. Un ejemplo: el vizconde de Hailsham, ministro en varios gobiernos conservadores de Harold Macmillan, comparaba a los homosexuales con los adictos a la heroína, proselitistas de unas prácticas aberrantes, predadores que se aprovechaban de los jóvenes. Brian Epstein era celebrado por su habilidad empresarial… hasta cierto punto. Llamativamente, fue excluido del reparto de medallas de la Orden del Imperio Británico que los Beatles recibieron en 1965.
Más que un largometraje, se necesitaría una serie televisiva para retratar mínimamente lo que fueron los vertiginosos últimos meses de Epstein. Llevaba a una docena de artistas. Se hizo cargo del londinense teatro Saville, donde presentaba obras dramáticas y conciertos. Enamorado de la tauromaquia y de Andalucía, quería representar al torero inglés Henry Higgins y filmar un documental sobre la Feria de Abril. Internado en The Priory para curarse de sus adicciones, se escapaba regularmente para seguir consumiendo tanto drogas farmacéuticas como ilegales.
Este frenesí se complicó con el miedo a que los Beatles le abandonaran. Ellos pusieron mala cara a su asociación con un abrasivo mánager australiano, Robert Stigwood; él deploraba que quisieran jugar a ser businessmen con Apple. El productor George Martin creía que el tándem Epstein-Beatles acabaría cuando tuvieran que actualizar su contrato. Ese día no llegó: Brian apareció cadáver en su dormitorio en agosto de 1967. No fue suicidio, como se rumoreó: seguramente, estando grogui, ingirió demasiados sedantes. El tipo más sociable del negocio murió solo.
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