La céntrica calle mostraba la efervescencia navideña de barullo, jirones de villancicos que taladran como el de Bisbal y runrún de ambiente electrificado con esas urgencias por cumplir con el ritual de las compras. Sorteaba los viandantes intentando emplear largas zancadas como las de Kempes regateando a los defensas leñeros, de cuando el Valencia era el Valencia, digo, y no una chapucilla como en la actualidad. Entonces me fijé en él y decidí acechar unos cuantos minutos camuflado en plan esquinero.Sentado en el suelo, apoyado contra un escaparate de cierto lujo, yacía un pedigüeño relativamente joven, muy delgado, de rostro cetrino y mirada perdida. Mostraba una vaso de cartón engarfiado contra su mano, esperando el tintineo de las monedas caritativas. Para completar el cuadro, que eso fue lo que me llamó la atención, lucía el típico gorrito rojo, esponjoso, coronado por un pompón blanco, de Papá Noel. Un tanto mugriento y despeluchado estaba el fláccido gorrito, cierto, pero el detalle me conmovió porque comprendí que el tipo había intentado participar, a su manera, de la atmósfera navideña y de paso reblandecer las carteras de los peatones. Era un pobre con inquietudes temporeras, digásmolo así, y eso provocó mi sincera admiración. Era un mendigo con iniciativa y, por favor, les aseguro que no hay ironía en mis palabras, nunca humillaría alguien que limosnea en la acera. Me fumé un venenoso pitillo mientras observaba. Nadie le depositó unos malos céntimos, un mísero eurito. Nada. Cero patatero. Era invisible porque la pobreza concede la magia de la invisibilidad. Algo irritado ante la feroz racanería recuperé el rumbo y le solté un billete de 20 pavos. Abrió sus ojos y, cuando un servidor escapaba al galope, le escuché susurrar un «grasiasss, filizzz Navidad» que me llegó al alma. No musitó «felices fiestas» o «feliz solsticio de no sé qué majadería». Se decantó por un tradicional «feliz Navidad», quizá de chiripa, pero me encantó. Si hubiese adivinado su clasicismo fetén le derramo 50 pavazos.
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