Decía Di Stéfano que el fútbol de verdad se acabó cuando entró el primer secador de pelo en el vestuario. Tal vez. O quizás murió cuando entró el primer representante en el palco. Maradona no tenía razón: la pelota sí se mancha. El fútbol se ha corrompido entre la untura y el vicio. Es casi cómico que en España se haya caído el tinglado por el beso de Rubiales y no por el tejemaneje. Cuando el toreo era la lanzadera de los muertos de hambre hacia una vida de cortijos, las moscas del dinero se llamaban apoderados. Manuel Moreno el Pele, cantaor de tronío, vio llegar una vez a su representante con un BMW tipo barco y le suspiró a la desesperada: «¡Qué buen coche te has comprado! Mi trabajito te ha costado». Ahora los sacamantecas están en las ciudades deportivas mercadeando el futuro de niños a los que convierten en monstruos del despilfarro tras prometer un contrato de trabajo y un piso a sus padres. El dinero lo mancha todo. Incluso el arte. El Centro Nacional de Investigación Oncológica ha tenido el arte de mover la pasta comprando instalaciones escultóricas. Y que se mueran los feos. Literalmente. En el fútbol han podrido el balón con los trapicheos de los mundiales en países subdesarrollados, con los amaños para las apuestas, con la tecnificación del lío arbitral de toda la vida, con la trata de canteranos, con las elecciones federativas. Con todo lo que está fuera de la raya de tiza. Vargas Llosa cubrió el Mundial de España en 1982 y dejó escrito un evangelio futbolero que ya no sirve. El Nobel se acogió entonces a las teorías del antropólogo brasileño Roberto de Mata, que defendía que la popularidad del fútbol expresa la vocación innata de los pueblos por la legalidad, la igualdad y la libertad. La sociedad ha cambiado esas reglas. Lo que ahora se envidia es la corrupción. En el Argentina-Hungría inaugural del Camp Nou, el escritor limeño explicó que en el fútbol no cuentan las patas, sino la fantasía y las ideas. Pero la realidad ha arrasado esa idea romántica. El propio Pelusa reconoció años después que si no hubiera hecho «todas esas cosas malas», Pelé no llegaba ni a segundo en la lista. Entonces el fútbol era poesía. No es que aún tardase mucho en llegar el primer secador de pelo al vestuario, es que ni se atisbaba el primer afeitador de pecho. O el primer tatuaje. Los jugadores tenían pelos en las piernas y bigote. Bilardo se atrevía a increpar a un periodista en el propio césped porque le había dicho que quedar segundo era también un triunfo: «¿Vos sabes quién pisó América después de Colón? Yo no». Ahora, para sustituir a Rubiales, el fútbol español ha elegido a un gerifalte que está inhabilitado a la espera de que se pronuncie el Supremo. La ejemplaridad no cotiza. Ya no vale la teoría de Vargas Llosa de que el encanto del balompié está en que es emocionante y vacío y que por eso pueden gozar de él, por igual, el inteligente y el tonto, el culto y el inculto. El fútbol de verdad se acabó cuando el inculto fue sustituido por el tunante.
Alberto García Reyes: El fútbol podrido
Lo de la Federación es una muestra de la degradación de la sociedad actual, donde la ejemplaridad no cotiza
www.abc.es