‘El exclaustrado’, de Álvaro Pombo: razones y caprichos de la insustancialidad

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27 Sep 2024
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Del último premio Cervantes —qué bien concedido— puede decirse, como de pocos autores, que ha forjado una prosa tan excepcional como distintiva. La coexistencia del habla popular —callejera más bien, en sus modismos y expresiones más coloristas— con la jerga filosófica y teológica, salpicada de arcaísmos y neologismos, de citas y alusiones a las culturas minoritaria y de masas, ha dado a su prosa un carácter mestizo de rara eficacia estética. Pero lo que es aún más admirable es que con esa prosa Pombo ha creado un tipo de narración que responde a una épica de la conciencia moral, en la que la exposición —y análisis— de las vicisitudes de la conciencia de sus personajes adquiere una hondura y una matización asombrosas, sin dejar por ello de admitir en su decurso la ironía sutil o la broma chusca. Nadie como él ha contado la bondad y la maldad, la bondad lesiva y la maldad solidaria, la contradicción, el egoísmo y la culpa en un mundo del que parece haber sido desterrada la significación de lo humano. Lo hizo en sus Relatos sobre la falta de sustancia (1977) y lo ha seguido haciendo, con obras maestras como El metro de platino iridiado (1990), Donde las mujeres (1996) o Contra natura (2005) hasta El exclaustrado, una formidable tragedia bufa sobre la insustancialidad.

En esta ocasión, Pombo ha ideado una trama de cámara, por así decir, en la que se entrelazan cuatro personajes: el provecto Juan Cabrera, que abandonó la vida de monje benedictino para dedicarse a leer y escribir enclaustrado en un piso del barrio de Argüelles (como el propio autor, con el que comparte unos cuantos rasgos); su guapo y liviano sobrino Jaime; el profesor de Derecho Antón Rubial; y la mujer de este, Petri, antigua camarera (y lo que surgiera) en el bar de copas Machupichu. El antagonista de Cabrera es Rubial, quien, siendo novicio, había sido expulsado del convento por una denuncia de Cabrera que le provocó un rencor invencible. Si Cabrera está acosado por la voz de una conciencia perforante que le vuelve extraño en una realidad disgregada e insulsa, Rubial reina en ese mundo de individualismo feroz como un mefistofélico manipulador sin asomo de conciencia. El exclaustrado Cabrera, que dejó de creer en la gracia pero le obsesiona la ética derivada de la obra de Sartre (sobre todo de El idiota de la familia y de El ser y la nada, que se citan y glosan), es el eje alrededor del que giran, en sucesivas visitas, su sobrino, Rubial y Petri, ejemplos los tres de narcisismo, ignorancia e insustancialidad en formas diversas.

El deseo de venganza de Rubial cuando descubre que el tío de su alumno fue el culpable de su expulsión opera como causa eficiente de los hechos que se van desarrollando. Él mueve los hilos de Jaime y Petri, utilizándolos a su antojo, haciéndoles sentir, pensar y actuar como le conviene, como “figurantes de una ficción abotargada”, según él mismo. Mientras tanto, el bueno de Cabrera sigue recluido en su esfera de abstracciones morales y teológicas, medio absorto en un libro que nunca escribirá sobre la posibilidad de una religiosidad atea, quizá algo no muy distinto a lo que Pombo ha llamado en otras ocasiones la ética del cuidado (de los otros, se entiende). Poco a poco los vínculos entre los personajes se estrechan y complican y, sin que Pombo tenga que intervenir como demiurgo intruso (salvo al final, cuando afirma que se trata de un “relato despiadado”), vamos asistiendo, con creciente desasosiego, al crecimiento de la catástrofe hasta la explosión final. Pombo gradúa muy bien el camino que conduce a ella y logra una novela que golpea al retratar, con la distorsión de un cuadro de Bacon, las relaciones humanas en tiempos de zozobra.

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