cole.robin
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Entre los autores que escribieron sobre los campos estalinistas (Evgenia Ginzburg, Vasili Grossman, Varlam Shalámov y Aleksandr Solzhenitsyn), Vasili Grossman fue el único que se salvó del Gulag. De salud precaria, era el que tenía más miedo de los cuatro a la delación y la cárcel, y sin embargo destiló esa “bondad sin sentido” que subraya Shimon Márkish en el interesante El ejemplo de Vasili Grossman. Tanto él como el autor del Archipiélago Gulag (igual que Evgenia Ginzburg, ferviente leninista), creyeron en la doctrina bolchevique hasta que, privados de libertad, comprendieron la catástrofe de la Revolución.
Grossman fue el cronista de la guerra contra Hitler: acompañó al ejército, entró en Stalingrado y en Berlín. Márkish analiza su novela Por una causa justa, una moderna Guerra y Paz, que fue tachada de “anti-soviética” y le puso en la mira del KGB. En ella hay aún fidelidad al poder soviético, por ejemplo cuando escribe: “La creación de una sociedad comunista es clave para la continuidad de la existencia de los pueblos de la Tierra”, lo que da idea de la neurosis desatada de entonces, en la que cualquier palabra era sospechosa. El escritor nacido en la ucrania Berdichev, vapuleada por pogromos y ahora por bombardeos, tuvo suerte de que Stalin muriese antes de que lo detuvieran.
El destino obligó a Grossman a “superar la barrera del miedo y de la inercia”. Fue el primero en escribir sobre los lagers nazis en El infierno de Treblinka. Allí germina la semilla que lo llevará a poner en boca del físico Shtrum, que transita de Por una causa justa a Vida y destino, que “la vida puede definirse como libertad”. Equipara el cruel destino de los campesinos rusos y ucranios con el Holocausto, y sostiene que el “comunismo corrompido” tomó con Stalin el lugar del fascismo nazi. Aunque nunca se sintió judío, ahora aflora el pogromo que se llevó a su madre en Berdichev. Empieza a oponer al embrutecimiento de “ese mundo de delatores”, la bondad y la compasión. A pesar de declararse ateo, su moral humanista se parece a la del muy religioso Solzhenitsyn. En cambio, Shalàmov, que asombra con su estilo glacial, considera la moral una mixtificación sin sentido, igual que la bondad lo es para Grossman.
Escribe Georges Nivat en El fenómeno Solzhenitsyn, tratado esclarecedor y ameno, que “el Gulag se construyó sobre la arena de la propaganda”. Igual que Dostoievski en su época de trabajos forzados en Siberia, Solzhenitsyn, detenido en 1945, alcanzó en sus años preso la iluminación que marcó para siempre su vida. En lugar de la oscuridad de lo absurdo, encuentra allí, paradójicamente, “el resplandor del sentido”, y eso le mueve a escribir, igual que hizo Dostoievski, con avidez hasta su muerte. Nivat nos descubre con solvencia la personalidad indoblegable, sin parangón en la literatura del siglo XX, de ese matemático luchador, “atleta de Dios”, empeñado en encontrar la piedra angular que despeñó a Rusia por el precipicio. Sólo él consiguió abarcar con su voz del exilio lo que en 200 años juntos —sobre la “nación” judía en suelo ruso—, resume en “la crueldad de la fase revolucionaria, la apatía temerosa en la época soviética, la ignominia saqueadora del período postsoviético”.
Tanto Solzhenitsyn como Shalámov llegan más allá que Grossman al exponer la locura estalinista, no en vano le sobreviven tres décadas. Mientras Solzhenitsyn es un convencido eslavófilo que siente “envidia y admiración por este rival que es el pueblo judío”, Grossman se instala en su apátrida viaje interior. Pero ninguno de los dos consigue la belleza transparente que rezuma la obra de Grossman Que el bien os acompañe, donde el escritor, enfermo y desengañado, recibe en Armenia la iluminación que da forma a un discurso conmovedor. Allí se desprende de todo y se acerca al misterio del espíritu judío que siempre ha silenciado. Sentado a la mesa de un campesino, ve la inagotable bondad de ese hombre humilde y eso le hace sentir “una emoción que pocas veces había sentido”. De modo que el viaje transformador iniciado con Vida y destino, culmina al pie del monte Ararat, igual que el viaje de Pushkin en Armenia, mientras que el mesiánico Solzhenitsyn, consciente de su genial fracaso como intérprete de lo inexplicable, “corre de bloque en bloque de hielo, en medio de un inmenso desastre”.
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Grossman fue el cronista de la guerra contra Hitler: acompañó al ejército, entró en Stalingrado y en Berlín. Márkish analiza su novela Por una causa justa, una moderna Guerra y Paz, que fue tachada de “anti-soviética” y le puso en la mira del KGB. En ella hay aún fidelidad al poder soviético, por ejemplo cuando escribe: “La creación de una sociedad comunista es clave para la continuidad de la existencia de los pueblos de la Tierra”, lo que da idea de la neurosis desatada de entonces, en la que cualquier palabra era sospechosa. El escritor nacido en la ucrania Berdichev, vapuleada por pogromos y ahora por bombardeos, tuvo suerte de que Stalin muriese antes de que lo detuvieran.
El destino obligó a Grossman a “superar la barrera del miedo y de la inercia”. Fue el primero en escribir sobre los lagers nazis en El infierno de Treblinka. Allí germina la semilla que lo llevará a poner en boca del físico Shtrum, que transita de Por una causa justa a Vida y destino, que “la vida puede definirse como libertad”. Equipara el cruel destino de los campesinos rusos y ucranios con el Holocausto, y sostiene que el “comunismo corrompido” tomó con Stalin el lugar del fascismo nazi. Aunque nunca se sintió judío, ahora aflora el pogromo que se llevó a su madre en Berdichev. Empieza a oponer al embrutecimiento de “ese mundo de delatores”, la bondad y la compasión. A pesar de declararse ateo, su moral humanista se parece a la del muy religioso Solzhenitsyn. En cambio, Shalàmov, que asombra con su estilo glacial, considera la moral una mixtificación sin sentido, igual que la bondad lo es para Grossman.
Escribe Georges Nivat en El fenómeno Solzhenitsyn, tratado esclarecedor y ameno, que “el Gulag se construyó sobre la arena de la propaganda”. Igual que Dostoievski en su época de trabajos forzados en Siberia, Solzhenitsyn, detenido en 1945, alcanzó en sus años preso la iluminación que marcó para siempre su vida. En lugar de la oscuridad de lo absurdo, encuentra allí, paradójicamente, “el resplandor del sentido”, y eso le mueve a escribir, igual que hizo Dostoievski, con avidez hasta su muerte. Nivat nos descubre con solvencia la personalidad indoblegable, sin parangón en la literatura del siglo XX, de ese matemático luchador, “atleta de Dios”, empeñado en encontrar la piedra angular que despeñó a Rusia por el precipicio. Sólo él consiguió abarcar con su voz del exilio lo que en 200 años juntos —sobre la “nación” judía en suelo ruso—, resume en “la crueldad de la fase revolucionaria, la apatía temerosa en la época soviética, la ignominia saqueadora del período postsoviético”.
Tanto Solzhenitsyn como Shalámov llegan más allá que Grossman al exponer la locura estalinista, no en vano le sobreviven tres décadas. Mientras Solzhenitsyn es un convencido eslavófilo que siente “envidia y admiración por este rival que es el pueblo judío”, Grossman se instala en su apátrida viaje interior. Pero ninguno de los dos consigue la belleza transparente que rezuma la obra de Grossman Que el bien os acompañe, donde el escritor, enfermo y desengañado, recibe en Armenia la iluminación que da forma a un discurso conmovedor. Allí se desprende de todo y se acerca al misterio del espíritu judío que siempre ha silenciado. Sentado a la mesa de un campesino, ve la inagotable bondad de ese hombre humilde y eso le hace sentir “una emoción que pocas veces había sentido”. De modo que el viaje transformador iniciado con Vida y destino, culmina al pie del monte Ararat, igual que el viaje de Pushkin en Armenia, mientras que el mesiánico Solzhenitsyn, consciente de su genial fracaso como intérprete de lo inexplicable, “corre de bloque en bloque de hielo, en medio de un inmenso desastre”.
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