Tiene los párpados caídos la Virgen de Juan de Astorga, mediatriz de las esperanzas, porque bajo sus frondosas pestañas de dolor se ha dormido a la sombra uno de sus hijos pródigos. Cualquiera diría que los cuatro hachones de tiniebla que alumbran la muerte manierista de Ocampo se han encendido hoy como velas funerarias para dar la luz del mundo a José Luis Garrido Bustamante, el eco del Calvario. Hay en Sevilla voces de ruan que hablan con el silencio. Sonidos negros. Una música susurrada en andaluz machadiano que parece estar dirigida por la batuta de un querubín invisible. Y en aquel atril antiguo del Lope de Vega, cuando el monasterio de Santa María de las Cuevas estaba aún en los albores de la exposición universal, ese soniquete de alpargatas de esparto se escuchó a los pies de la Virgen de las Fiebres de la Magdalena una de las grandes arias de la sevillanía: «Costaleros de Sevilla, / ¡locos de amor!, ¡qué contento / cuando la voz del de Arriba / pregunte: '¿Estáis ya puestos, / que voy a llamar que vengan / conmigo todos al cielo». Garrido Bustamante ha dado su última levantá, la que le cruje al palio en sus entretelas, y ha dejado atrás la cruz de guía de la Esperanza. Se queda aquí, sin él, una Sevilla más baja, más gris, menos honda.No había en la voz del maestro exactamente una melopea de amargura aunque su oración fuese destinada siempre a los clavos de su Cristo silente. José Luis era un hombre jovial, pero profundo. Había sido periodista principal de la ciudad más triste, la de los años de niebla, y con la mano del pueblo siempre agarrada como se agarra uno a la mano de su madre, alzó su mirada a una especie de aristocracia intelectual que entonces era un fanal para los pícaros murillescos que sobrevivían en las calles traseras del esplendor. Garrido Bustamante no fue sólo director de la Cope, rostro de la televisión, pregonero y nazareno. Fue sobre todo una inspiración que condujo a Sevilla hasta la resurrección cultural. Se había criado en la calle Teodosio, entre la torre de San Lorenzo y el olor del claustro de Santa Clara. Entre los cuatro blandones del barrio: el Señor, la Soledad, el Buen Fin y las Penas. Pero en lugar de quedarse sólo con la constelación de su calle, se fue hasta la Magdalena a buscar la muerte. Para empezar a construir desde ahí una Sevilla silenciosa. Él decía, con la memoria descalza, que en su cofradía los nazarenos no sólo no hablan, sino que parece que ni siquiera respiran. Por eso cuando su hálito se detuvo en mitad de las brisas aljarafeñas hace apenas unas horas, Garrido Bustamante estaba simplemente echándose por encima su túnica definitiva para procesionar hasta la luz de la Esperanza: «Yo diré que no es mentira, / yo llevé a la Macarena / abrazada en su capilla», sigue escuchándose en el viejo atril del noventa. Pero ahora es Ella la que le ha dado el abrazo a él para que se vaya sereno, tal vez al golpe de palermazo de su hijo Antonio, hasta esa Sevilla más alta hacia la que mira hoy su Presentación. Despacio. Sin correr. «Qué bien se llevan los pasos / andando sobre los pies», dice el eco del Calvario camino de la inmortalidad.
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