‘El cuervo’: treinta años después de la muerte de Brandon Lee, llega una resurrección más violenta

Annabelle_Jast

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Las películas benditas son sencillas de vender: son magníficas, y punto. Por desgracia, las malditas también son de fácil venta: cómo no hablar de una obra (e incluso ir a verla) que acabó con la vida de su protagonista a mitad de rodaje por el mal disparo de una bala real que no debía estar allí, y más aún si ese actor era hijo de un mito. Que se lo digan a Brandon Lee, hijo de Bruce, muerto a los 28 años en estas circunstancias durante la filmación de El cuervo (1994), de Alex Proyas. O que se lo digan, sin ir más lejos, a Alec Baldwin y a su wéstern maldito Rust.

Con El cuervo, nueva versión de los cómics de James O’Barr, ha ocurrido algo curioso en los últimos tiempos: como ha tardado la friolera de 15 años en producirse desde que se iniciaron los trabajos, también se ha vendido en algunos medios como una peculiar extensión de su malsana leyenda. En esta década y media han pasado por ella varios directores, guionistas e intérpretes (entre ellos, Stephen Norrington y los cineastas españoles Juan Carlos Fresnadillo y Francisco Javier Gutiérrez, además de los actores Luke Evans y Jason Momoa), pero nada más lejos que una nueva mano negra; simplemente el peliagudo proceso que a veces tienen ciertas superproducciones, aunque parezca evidente que en su rodaje se lo hayan tomado en serio y adoptado medidas extremas para evitar accidentes, como usar pistolas falsas, algo extraño en las producciones de EE UU.

Bill Skarsgård, FKA twigs, en 'El cuervo'.

Ahora, claro, hay que venderla. Y el camino más corto es algo así como “la nueva versión de aquella película que acabó con la vida de Brandon Lee”. Sin embargo, ahí también yerran, porque esto de Sanders no es un remake sino una relectura con no pocos cambios internos, aunque la base sea la misma: el estado entre la vida y las sombras de un joven asesinado junto a su novia, que regresa de entre los muertos para vengarse de los culpables. Y, sobre todo, con una estructura completamente diferente de la película de Proyas, y un tono bastante menos negro, mucho más violento y, si se quiere, realista. Treinta años después de la mirada gótica de Proyas, director de la excelente Dark City (1998), cuya carrera se fue diluyendo tras la entretenida Yo, robot (2004), Sanders toma el testigo con una obra menos juvenil (“¿Quién demonios se casa en Halloween?”, decía uno de los criminales antes de asesinar a la pareja el día de antes de su boda), no apta para todos los públicos (no lleven a los niños, esto no es Marvel), que encuentra precisamente en la violencia desaforada y la puesta en escena de esta su mejor fuente de energía, y casi única.

Como su hermano Alexander, Bill Skarsgård, otro más de los hijos de Stellan, gran actor danés, tiene un rostro inquietante y una mirada esquiva con inmensas posibilidades, pero es difícil encontrarle la gracia cinematográfica (interpretativa y fotogénica) a la cantante británica FKA Twigs. Y en lo narrativo y visual, pese a un par de imágenes con cierta potencia, la primera mitad, previa a las muertes que en la versión de Proyas ocurrían a los cinco minutos, ambientada en buena parte en una especie de sanatorio distópico para jóvenes con adicciones, mitad cárcel, mitad cuartel militar, y donde se conocen las dos “almas gemelas” de la historia, está cerca del tostón.

Ahora bien, tras la escenificación de la matanza, dotada de unos primeros planos sobrecogedores, este nuevo cuervo se recupera gracias a la coreografía de un par de notables secuencias de acción (una en el interior de un coche; otra en el clímax final en la ópera), y podría encontrar su público entre los fanáticos de la explicitud: degollamientos, desmembramientos, cuellos rotos en primer plano y sangre salpicando por doquier. Al menos esta parte levanta el vuelo, y además culmina con un bonito final.

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