Caterina_Hayes
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Pocas metáforas retratan mejor el estilo sanchista –¿o habrá que decir el régimen?– que la de un fiscal general del Estado borrando indicios como un delincuente ante la posibilidad verosímil de que el Tribunal Supremo lo considere, en efecto, un vulgar delincuente. Pero aún hay otra imagen más eficaz, y es la del propio presidente del Ejecutivo exigiendo que se pidan disculpas a su protegido –¿o habrá que decir protector jurídico?– con una solemnidad tan fatua como carente del mínimo sentido del ridículo. Tiene lógica; en realidad estaba pidiéndolas para sí mismo, habida cuenta de que existen serias sospechas sobre la colaboración del personal de la Moncloa en la comisión del presunto delito por el que Álvaro García Ortiz está a pocos pasos de sentarse en el banquillo. Más o menos como la esposa de Sánchez, su hermano y el más influyente y activo de sus ministros, el hombre de confianza que lo ayudó a recuperar el liderazgo del partido y se hacía cargo de los servicios más comprometidos.En realidad, todo el mandato de este Gobierno se sostiene, desde la moción de censura, sobre modalidades diversas de complicidad política con la delincuencia. Sus aliados imprescindibles, sin cuya ayuda no habría podido obtener ni conservar la Presidencia, son una mezcla selecta de golpistas sentenciados con años de condena, prófugos de la justicia y herederos abintestatos pero orgullosos del proyecto de ETA. Una 'banda', como dijo con lucidez irreprochable Albert Rivera. Su segunda reelección sólo fue posible gracias a una amnistía destinada –otra es que lo consiguiera– a borrar la sedición del Código Penal de la misma manera que el fiscal ha eliminado ciertas pruebas, es decir, con absoluto desprecio no ya a las reglas convencionales sino a sus propias promesas de cumplir y hacer cumplir las leyes que vertebran la convivencia. El Estado de derecho ha quedado reducido a una compraventa de mutuos favores con la impunidad como moneda.Poco puede extrañar, pues, que el entorno del presidente haya atisbado en ese clima un puerto de arrebatacapas en el que moverse a sus anchas. La corrupción económica nace de la política, de la ausencia de escrúpulos favorecida por una deriva autocrática donde no rige otro principio que la voluntad del que manda, disimulada en el entendimiento populista de la mayoría parlamentaria como única expresión soberana. De ahí que la autonomía de los tribunales esté siendo cuestionada mediante una potente campaña de desinformación y propaganda; es la última barrera que ampara el sistema de contrapesos de la democracia frente a un poder omnímodo dispuesto a ejercer sin trabas sus pretensiones arbitrarias. La paradoja de la imputación del jefe del llamado Ministerio Público revela hasta qué punto el tejido institucional está simbólica y quizá literalmente corrupto: el fruto de un gobernante convencido de que el Estado es suyo.
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