Simeon_Braun
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En una de sus portadas más gloriosas, la del 26 de noviembre de 1998, el diario francés Libération le dedicaba toda su primera plana al exdictador chileno Augusto Pinochet, entonces retenido en Londres después de un viaje privado. Se trataba del día en que le había sido notificado que se rechazaba su inmunidad diplomática y que, por tanto, podía ser procesado. Por azar, había coincidido con su 83º cumpleaños, y sobre uno de sus retratos más conocidos —en blanco y negro, con la mirada vacía, luciendo los galones de su macabro uniforme militar— Libération vomitaba un sarcástico “Happy Birthday!”.
Pinochet siempre fue un icono de la muerte. Como si hubiese en él una cualidad más esperpéntica y temible que la de tantos dictadores, incluso, si se quiere, sobrenatural… Es ahí donde la idea de Pablo Larraín de convertirlo en un vampiro de más de 250 años resulta tan brillante. Efectivamente, siempre hubo algo en él que entronca con el folclor más negro y cruel.
El conde, cuyo estreno coincide con los 50 años del golpe contra la Unidad Popular de Salvador Allende y cuyo guion —escrito junto a Guillermo Calderón— fue premiado en el recién clausurado festival de Venecia, es, sin embargo, una película incapaz de ir más allá de esa idea pese a su fantástica fotografía en blanco y negro, realizada por Ed Lachman, habitual, entre otros, de Todd Haynes; unas localizaciones y decorados también admirables; y algunos momentos tan increíbles como el baile en el cielo de la monja exorcista, un instante de una belleza arrebatadora aunque anecdótico en una película embarullada, cuyo atractivo se desinfla al ser incapaz de ofrecer algo más allá de su mano ingeniosa.
Obviamente, la figura de Pinochet y su Junta Militar, y las consecuencias de un golpe que, además de imponer con sangre su modelo social y económico, robó de su país a manos llenas, otra forma de vampirismo, lleva desde siempre sobrevolando la obra de Pablo Larraín, un director al que por, otro lado, siempre le ha gustado adentrarse en la historia a través de intrigantes retratos: Jackie (2016), sobre Jacqueline Kennedy, y Spencer (2021), sobre Lady Di, son dos ejemplos. En ese baile de máscaras, El conde le vale para componer una sangrienta sátira sobre el poder y sus miserias, también las familiares, a través de una narradora cuyo desdeñoso acento inglés y sus recetas de mano de hierro anuncian un Olimpo de chupasangres concebidos por Larraín como inmortales depredadores.
El siempre inteligente y temerario director chileno, capaz de hacer películas tan incómodas y fascinantes como El club (2015) o la maravillosa Ema (2019), no logra aterrizar el tonelaje pesado que promete El conde. Una vez que hemos visto a Pinochet volar como Batman y beber sangre como un murciélago, lo que queda solo es una estampa cuya radiografía de un legado siniestro resulta mucho menos incisiva que la de una película como No (2013), que cerraba la trilogía de la dictadura que forman Tony Manero (2008) y Post mortem (2010), y en la que la ubicua sombra del dictador aparecía en forma de archivo documental: un anuncio televisivo, sonriendo a pantalla mientras las consecuencias de su propaganda ultraliberal (“Yo quiero propietarios, no proletarios”) quedaban plasmadas de una forma más profunda y mordaz.
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Pinochet siempre fue un icono de la muerte. Como si hubiese en él una cualidad más esperpéntica y temible que la de tantos dictadores, incluso, si se quiere, sobrenatural… Es ahí donde la idea de Pablo Larraín de convertirlo en un vampiro de más de 250 años resulta tan brillante. Efectivamente, siempre hubo algo en él que entronca con el folclor más negro y cruel.
El conde, cuyo estreno coincide con los 50 años del golpe contra la Unidad Popular de Salvador Allende y cuyo guion —escrito junto a Guillermo Calderón— fue premiado en el recién clausurado festival de Venecia, es, sin embargo, una película incapaz de ir más allá de esa idea pese a su fantástica fotografía en blanco y negro, realizada por Ed Lachman, habitual, entre otros, de Todd Haynes; unas localizaciones y decorados también admirables; y algunos momentos tan increíbles como el baile en el cielo de la monja exorcista, un instante de una belleza arrebatadora aunque anecdótico en una película embarullada, cuyo atractivo se desinfla al ser incapaz de ofrecer algo más allá de su mano ingeniosa.
Obviamente, la figura de Pinochet y su Junta Militar, y las consecuencias de un golpe que, además de imponer con sangre su modelo social y económico, robó de su país a manos llenas, otra forma de vampirismo, lleva desde siempre sobrevolando la obra de Pablo Larraín, un director al que por, otro lado, siempre le ha gustado adentrarse en la historia a través de intrigantes retratos: Jackie (2016), sobre Jacqueline Kennedy, y Spencer (2021), sobre Lady Di, son dos ejemplos. En ese baile de máscaras, El conde le vale para componer una sangrienta sátira sobre el poder y sus miserias, también las familiares, a través de una narradora cuyo desdeñoso acento inglés y sus recetas de mano de hierro anuncian un Olimpo de chupasangres concebidos por Larraín como inmortales depredadores.
El siempre inteligente y temerario director chileno, capaz de hacer películas tan incómodas y fascinantes como El club (2015) o la maravillosa Ema (2019), no logra aterrizar el tonelaje pesado que promete El conde. Una vez que hemos visto a Pinochet volar como Batman y beber sangre como un murciélago, lo que queda solo es una estampa cuya radiografía de un legado siniestro resulta mucho menos incisiva que la de una película como No (2013), que cerraba la trilogía de la dictadura que forman Tony Manero (2008) y Post mortem (2010), y en la que la ubicua sombra del dictador aparecía en forma de archivo documental: un anuncio televisivo, sonriendo a pantalla mientras las consecuencias de su propaganda ultraliberal (“Yo quiero propietarios, no proletarios”) quedaban plasmadas de una forma más profunda y mordaz.
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‘El conde’: el Pinochet vampiro de Larraín es una idea brillante que se desinfla por el camino
En el 50º aniversario del golpe de Estado en Chile, el cineasta se adentra en una sangrienta sátira política sobre el legado del macabro dictador
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