Brooke_Kozey
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En 1810, Goethe dejaba de lado a Fausto para imbuirse en explicar la percepción del cromatismo. En 1928, Rudolf von Laban creaba una descripción gráfica de la danza que permitía resumir en un esquema los movimientos de los bailarines. Star Wars llegó a los cines en 1977. En 1993, Chris Ware comienza a publicar Acme Novelty Library, partiendo de los clásicos del cómic de prensa para incluir elementos de esquemas y diagramas. En 1994, Tarantino estrena Pulp Fiction, y Loach, Ladybird, Ladybird. En 1997 aparecía la primera versión del videojuego Grand Theft Auto, con vista cenital. En 2020, Martin Panchaud publica El color de las cosas. Metió todo lo anterior en una batidora para crear un explosivo llamado a dinamitar todo lo que entendemos del lenguaje del cómic.
Parte de lo que podría ser un argumento del cine social de Loach: un niño de 14 años, víctima de abusos de sus compañeros e inmerso en una familia desestructurada, consigue ganar 16 millones de libras en las carreras de caballos. La inclusión de la violencia, ironía, o de elementos pop e inusuales en la historia, derivan pronto hacia una mirada más próxima a Tarantino, en el que la huida hacia adelante constante se articula casi como un road-comic, que bebe directamente de la estructura de un videojuego abierto como GTA. Sin embargo, el artista suizo es capaz de introducir un atrevido salto sin red en la historia al optar por representar a los personajes de la historia como círculos de color que son representados en vista cenital. Decide volver a la bidimensionalidad del diédrico narrando los movimientos y escenas en papel haciendo uso de las bondades de la esquemática y diagramática, jugando con una descripción de apariencia aséptica para narrar desgarradores momentos dramáticos, en los que la acción está perfectamente representada por una notación coreográfica que no deja espacio a la duda. Y aunque los personajes sean simples círculos de color rodeados a su vez de otro color, pequeñas modulaciones de matiz cromático nos sugieren cambios de estado de ánimo, de sentimiento o actitud, reproduciendo tanto las bellas imágenes que ilustraban la obra científica del autor de Werther como sus conclusiones sobre la percepción del color.
La sorpresa ante las páginas de El color de las cosas es inmediata: la radicalidad de la propuesta del autor es inaudita y la primera sensación es que la lectura será ardua y compleja, penalizada por un minimalismo que dificultará la comprensión. Sin embargo, el lenguaje del cómic sale al rescate y demuestra su increíble plasticidad: lo que parece una clase de diseño señalético comienza a adquirir sentido y la lectura fluye, los personajes se hacen reconocibles, las acciones toman ritmo y la historia escala por ese andamiaje de líneas para dejar atrás cualquier preconcepción. No es necesaria la expresividad de los rostros o la elocuencia del lenguaje de los cuerpos que parece tan necesaria en la composición de una viñeta: la secuencia se alza como una entidad propia que dirige la historia a partir de unas indicaciones perfectamente establecidas, unos elementos esenciales que actúan de ladrillos de una ficción a la que el lector da forma visual.
Da igual que aparezcan elementos casi mágicos, sorprendentes inclusiones de inspiración friki que parecen socarronas bromas o inesperados deus ex machina que en el fondo son canónicas lecturas del famoso rifle de Chéjov. La historieta absorbe todo y entrega al lector una lectura de la que es imposible apartarse pese a que Panchaud no deja de forzar la máquina de la sorpresa formal para reconvertir el paso de la página en la subida y bajada de una montaña rusa perceptual y emocional. Terminamos la última página con esa misma sensación de corazón acelerado y sudor frío, de haber pasado una prueba temible que, sin embargo, nos ha hecho disfrutar descargando adrenalina.
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La radicalidad de la propuesta es inaudita. Sin embargo, el lenguaje del cómic sale al rescate y demuestra su increíble plasticidad
Parte de lo que podría ser un argumento del cine social de Loach: un niño de 14 años, víctima de abusos de sus compañeros e inmerso en una familia desestructurada, consigue ganar 16 millones de libras en las carreras de caballos. La inclusión de la violencia, ironía, o de elementos pop e inusuales en la historia, derivan pronto hacia una mirada más próxima a Tarantino, en el que la huida hacia adelante constante se articula casi como un road-comic, que bebe directamente de la estructura de un videojuego abierto como GTA. Sin embargo, el artista suizo es capaz de introducir un atrevido salto sin red en la historia al optar por representar a los personajes de la historia como círculos de color que son representados en vista cenital. Decide volver a la bidimensionalidad del diédrico narrando los movimientos y escenas en papel haciendo uso de las bondades de la esquemática y diagramática, jugando con una descripción de apariencia aséptica para narrar desgarradores momentos dramáticos, en los que la acción está perfectamente representada por una notación coreográfica que no deja espacio a la duda. Y aunque los personajes sean simples círculos de color rodeados a su vez de otro color, pequeñas modulaciones de matiz cromático nos sugieren cambios de estado de ánimo, de sentimiento o actitud, reproduciendo tanto las bellas imágenes que ilustraban la obra científica del autor de Werther como sus conclusiones sobre la percepción del color.
La sorpresa ante las páginas de El color de las cosas es inmediata: la radicalidad de la propuesta del autor es inaudita y la primera sensación es que la lectura será ardua y compleja, penalizada por un minimalismo que dificultará la comprensión. Sin embargo, el lenguaje del cómic sale al rescate y demuestra su increíble plasticidad: lo que parece una clase de diseño señalético comienza a adquirir sentido y la lectura fluye, los personajes se hacen reconocibles, las acciones toman ritmo y la historia escala por ese andamiaje de líneas para dejar atrás cualquier preconcepción. No es necesaria la expresividad de los rostros o la elocuencia del lenguaje de los cuerpos que parece tan necesaria en la composición de una viñeta: la secuencia se alza como una entidad propia que dirige la historia a partir de unas indicaciones perfectamente establecidas, unos elementos esenciales que actúan de ladrillos de una ficción a la que el lector da forma visual.
Da igual que aparezcan elementos casi mágicos, sorprendentes inclusiones de inspiración friki que parecen socarronas bromas o inesperados deus ex machina que en el fondo son canónicas lecturas del famoso rifle de Chéjov. La historieta absorbe todo y entrega al lector una lectura de la que es imposible apartarse pese a que Panchaud no deja de forzar la máquina de la sorpresa formal para reconvertir el paso de la página en la subida y bajada de una montaña rusa perceptual y emocional. Terminamos la última página con esa misma sensación de corazón acelerado y sudor frío, de haber pasado una prueba temible que, sin embargo, nos ha hecho disfrutar descargando adrenalina.
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