Desde Nicolás Wiseman, hijo de un comerciante irlandés afincado en la calle Fabiola a finales del siglo XVIII, Sevilla no había tenido a ninguno de sus hijos en el Colegio Cardenalicio. Ha tenido muchos arzobispos cardenales desde el conquense Gómez Álvarez de Albornoz al vallisoletano Carlos Amigo Vallejo. Pero salidos de pila en Sevilla, apenas un puñado. Y tampoco la ciudad ha sabido reconocerlos a pesar de su estrecha relación con la Iglesia. Es difícil de explicar que una tierra de curas como esta, en la que el sacerdote aún mantiene una 'autoritas' social frente a otras zonas mucho más secularizadas, haya dado tan poco boato a Miguel Ángel Ayuso Guixot, una de las mentes más lúcidas del Vaticano en décadas. Ayuso estudió en el Claret, nació y se crio en Heliópolis, era devoto de la Piedad del Baratillo y se prestaba a cuantas peticiones le hiciese su ciudad, abnegación que compartía con su condición de eximio teólogo, arabista, islamólogo y máximo responsable del Diálogo Interreligioso en la curia. Yo he visto al cardenal de Heliópolis haciendo cola el pasado Jueves Santo en la Macarena primero y en San Lorenzo después. Humildemente. Un hombre que hablaba árabe, inglés, francés e italiano, misionero comboniano del Corazón de Jesús, negociador de la Iglesia desde Egipto a Sudán, evangelizador en los territorios en los que el cristianismo sufre la mayor persecución, pasaba desapercibido en su tierra. Ni haber presidido la misa del cuarto centenario del Gran Poder en plena pandemia, ni haber recibido el VI Premio contra el Terrorismo de la Fundación Jiménez-Becerril le habían abierto las puertas de la popularidad en su propia casa. Hace unos días falleció también Teresa Barrio, la madre de Alberto, otro ejemplo de grandeza perdida en el olvido hispalense. El helipolitano, paradójicamente nacido en la ciudad del sol, ha sido uno de los hombres de confianza del Papa Francisco y, a pesar de ello, Sevilla no le ha dado ningún reconocimiento a su altura. Ha muerto en Roma con sólo 72 años, pero con una trayectoria inalcanzable para la mayoría de los mortales. «Querido hermano», encabezaba siempre sus cartas a sus amigos sevillanos. Porque más allá de su propia familia, que sigue viviendo en el barrio claretiano, para monseñor Ayuso toda Sevilla era una gran hermandad unida en la fe. Presumía de ello en Roma y silenciaba su púrpura en el atrio de la Esperanza. Ahí siempre fue un devoto más. Había restablecido el diálogo con el Gran Imán Ahmed el-Tayeb de la mezquita Al-Azhar de El Cairo, con quien negoció la Declaración sobre la Fraternidad Humana, emitida por el Gran Imán y el Papa Francisco en febrero de 2019 en Abu Dhabi. Era miembro de la Congregación de las Iglesias Orientales y de la Evangelización de los Pueblos, prefecto del dicasterio para el Diálogo Interreligioso y miembro del de las Causas de los Santos. Pero hacía cola en la Macarena y el Gran Poder. Tal era la envergadura de su modestia: como la Cruz de Cristo.
Alberto García Reyes: El cardenal de Heliópolis
Monseñor Ayuso Guixot es uno de los sevillanos más egregios del último siglo, pero Sevilla aún no lo sabe
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