pearl.kirlin
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El 28 de noviembre vi que la gente, como un equipo de nado sincronizado, empezaba a dar las gracias. No tardé en entender que era el Día de Acción de Gracias , lo cual hacía todo aún más extraño. Que yo supiera, aquella era una celebración estrictamente norteamericana. No sé qué ha determinado que a partir de ahora sea también una festividad global, que habremos de incorporar a la Navidad con Santa Claus y sus renos y Halloween. Por no mencionar esas otras conmemoraciones que a lo largo del año son hitos en nuestros calendarios patrios: la entrega de los premios Oscar, Emmy y Grammy, las elecciones en Estados Unidos, la Gala Met y el Súper Tazón. En este caso, uno pudiera pensar que el objetivo loable de dar las gracias se impone sobre cualquier consideración poscolonialista. En principio, sí. Una de las herramientas que me ayudó a superar un cuadro depresivo, con sus correspondientes crisis de ansiedad, fue incorporar en mi rutina el acto de agradecimiento. Antes de dormirme, o, incluso, para tratar de conciliar el sueño en esas noches oscuras del alma, buscaba en las entrañas de la jornada algo por lo cual sentirme agradecido. Un pequeño gesto que un desconocido tuvo conmigo, una oportunidad de trabajo, un meme enviado por una amiga, una canción sugerida por el piadoso algoritmo. Cualquier brizna de amabilidad bastaba para calmar la angustia y afrontar la perspectiva del próximo día con fe. Todavía hoy, cada vez que mi brújula personal amenaza con desviarse, dar las gracias me permite ubicar el norte. El problema con esta progresiva domesticación cultural es que nuestros distintos, íntimos e irrepetibles nortes terminan confundidos y borrados por un solo norte bastante concreto y geográfico. Hace poco más de ochenta años, el artista uruguayo Joaquín Torres García esbozó su ‘América invertida’, alterando radicalmente el magnetismo de la brújula latinoamericana con su lema: «Nuestro norte es el sur». Imagen poderosa que, interpretada de forma literal como lo hizo Hugo Chávez al utilizarla dentro de su programa político, puede conducir a nuevas servidumbres (y no precisamente de los poderes del norte). Lo cual tampoco debería sorprendernos, pues las brújulas funcionan en todas partes menos, precisamente, en los extremos polares, sea el del norte o el del sur. Por fortuna, no todo está perdido. Todavía tenemos ‘ El burrito sabanero’. Este villancico venezolano, del compositor Hugo Blanco, ha sido adaptado por numerosos músicos, entre ellos Elvis Crespo, Juanes y, el más reciente, David Bisbal. También ha sido objeto de particulares ‘homenajes’ por parte de ‘influencers’ como Denzel Crispy, convirtiéndose en un fenómeno viral en redes sociales (un artículo hablaba, incluso, del burrito sabanero como icono LGTB). El lento paso del burrito sabanero sobre el abismo de los tiempos de la globalización nos recuerda que el poder tiene cuerpo de clepsidra: mientras más fuerte parece su pecho, más pronto han comenzado a deshacerse sus pies de arena. Es el tiempo, que en los relojes del primer mundo suena ‘tic tac’, pero que en los de Venezuela y América Latina suena ‘¡tuki-tuki-tuki-tuki, tuki-tuki-tukitá!’.
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