dflatley
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El tiempo sería frío, desapacible y cortante, pues así lo quieren desde Dickens todos los cuentos de Navidad. El niño, Juanjo, tendría 11 o 12 años, no más. Aún creía en la magia de estas noches largas vestidas de niebla. Mejor creer en eso, en la Navidad, que esperar a que su madre, una pobre modista que iba de casa en casa cosiendo vestidos de boda o de fallera para las mujeres del pueblo y que volvía cansada más allá de las diez de la noche, esa mujer que jamás había podido irse de viaje ni darse caprichos, reuniera el dinero necesario para cumplir el sueño de su hijo pequeño: tener un fuerte. Un fuerte de madera con sus indios y vaqueros, con sus caballos, con su saloon de doble puerta y su torreta de vigilancia. Un escenario para vivir cada tarde, desde el salvaje Oeste de Catarroja, aventuras épicas y batallas a vida o muerte.
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El barro y mamá: un cuento de Navidad tras la dana
La memoria crece en los detalles. Aquel fuerte de juguete. El agua creciendo. Las calles anegadas. Los coches amontonados. El cuerpo de la modista de Catarroja flotando en su habitación
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