El pasaje de las Carreras de Torre Baró, en Barcelona, es más empinado que el Tourmalet. La pendiente media en el barrio es del 10,8%, cuando la de la etapa reina del Tour de Francia no llega al 8%. Bianca se encontraba la tarde del jueves a medio camino del pasaje. A varios metros del estrecho parque Apolo, en honor a una estatua del dios griego que había en esta zona verde que un día fue privada y que hoy es pública, pero está desértica, huérfana de estatua y sin agua potable. Junto a Bianca una perrita operada por un veterinario que, como todo aquí, está fuera del barrio. “Hace un año que vivo aquí, vivía en Rubí. No lo soporto. No hay bares, ni tiendas, ni nada. Hay solo un supermercado BonÀrea abajo. Además, hay jabalíes y me dan mucho miedo”, consigue pronunciar Bianca perdiendo el resuello mientras sube cuesta arriba.
Torre Baró es el escenario de la película El 47. La historia del conductor de autobuses, líder vecinal y sindical Manuel Vital, inmigrante extremeño que durante el desarrollismo franquista llegó, como tantos, de Andalucía, Extremadura o Galicia a Barcelona buscando una vida mejor. En este valle -en la periferia de la periferia de Barcelona, entre la sierra de Collserola y la veintena de carriles de asfalto que dan acceso a la ciudad por el norte- construyeron chabolas que acabarían evolucionando a casas hechas con las manos de sus habitantes.
Guadalupe Jiménez tiene casi 70 años y lleva décadas viviendo en Torre Baró. “Mira, allí estaba la casa del señor Manuel Vital”, señala desde la casa que ella y su marido construyeron en la empinadísima calle de Castelldefels. La matriarca presume de ser una de las primeras gitanas que llegó al barrio. “Siempre me ayudaron los vecinos. Aquí había que construir la barraca de noche porque la policía, al llegar por la mañana, si veía que no teníamos techo nos la tiraban al suelo. Si estaba sin techar iba abajo”, recuerda Jiménez sobre la norma con la que comienza la película. Hoy es viuda y vive en la misma casa con sus siete hijos y sus nietos. “Conforme se fueron casando mis hijos fuimos ampliando la casa”, revela. Una de sus hijas, Carmen González, cocina costilla de cerdo en uno de los porches de la vivienda. Guadalupe recuerda a Vital: “Siempre ayudaba a todo el mundo. Luego, cuando se murió, su casa se quedó en ruinas y la acabaron tirando al suelo”.
La gran gesta mediática de Vital fue secuestrar, en mayo de 1978, el autobús articulado 47 y conducirlo hasta la parte alta de Torre Baró para demostrar que los autobuses públicos podían subir al barrio. Las autoridades decían que era imposible. A los pocos meses del secuestro, el servicio de autobús se convirtió en regular. “Hoy tenemos un autobús a demanda, hay que pedirlo con la aplicación del móvil, pero poco más. Todavía cuando llueve se nos va la luz. Y además, si diluvia hay desprendimientos y riesgos para las casas”, lamenta Jiménez. “Seguimos siendo pobres como antes pero ya no somos pobrecitos”, ironiza.
La gesta de Vital no ha impedido que casi medio siglo después las carencias continúen en Torre Baró. Los vecinos se sienten abandonados, y la renta familiar disponible por cápita es de la más bajas de la ciudad: 12.272 euros (la media de Barcelona es de 21.642). Si en la película el panadero tiene que subir los sacos de harina a mano, ahora no hay donde comprar pan. En Torre Baró llegaron a vivir 6.000 personas, ahora no llegan a 3.000. Todavía hay casas de autoconstrucción (el 67% del total del barrio fueron construidas antes de 1980), hay otras más nuevas y algunas que parecen de lujo. También hay inmuebles ocupados. En las últimas municipales Torre Baró fue el barrio de la ciudad que más votó a Vox (16% del voto). Pese a la imagen del secuestro del autobús, no es un barrio cohesionado: la orografía y la poca densidad de población lo dificultan. La asociación de vecinos no parece tener demasiada actividad y el último bar que quedaba cerró hace tres meses.
José Costa interrumpe en la terraza de Guadalupe para preguntar si alguno de los miembros de la familia tiene tarjeta del autobús: “Es que estamos a mitad de mes y ya no tengo”. Pese a las penurias, Costa asegura que las condiciones de vida en Torre Baró han mejorado. “Cuando estás acostumbrado a nada, si te dan algo lo agradeces. Aún así, no se parece esto al resto de barrios de Barcelona”, concluye.
Las calles están mejor asfaltadas, llega la paquetería de Amazon e incluso los riders de Glovo (en moto), pero nada más. “Todo está debajo del barrio [donde también están las estaciones de metro y cercanías]. Ya sabes que para cualquier cosa tienes que bajar y subir. De hecho, la compra, la farmacia, el médico, los colegios… Todo está a mínimo 20 minutos. No parece que seamos Barcelona”, lamenta Rosario mientras espera el autobús. Al lado, hay un parque con juguetes abandonados. Alguien ha colgado una pancarta donde, escrito con aceite, se leen las reglas del espacio: “Recoger, no romper y no llevarse juguetes”. El autobús tarda más de veinte minutos en llegar y comienzan a concentrarse vecinas. “Se ha oído muchas veces que nos iban a tirar las casas al suelo para construir viviendas de lujo. Claro, mira qué vistas. Pero es que aquí no hay absolutamente nada de nada”, lamenta una de las señoras. Se acerca una pareja de jabalíes y las vecinas ni pestañean.
En la parada aparece Antonio Quijada, de 57 años, con su perro. Sus padres emigraron desde Granada y Antonio, con sus nueve hermanos, construyeron la casa donde viven. “Esto era el vertedero de Barcelona. Venían los camiones y tiraban toda la basura”, recuerda. Admite que vivir en Torre Baró le ha forjado el carácter: “Nosotros teníamos que bajar a por bombonas de butano y subirlas a peso. Yo iba al colegio andando hasta el Verdum. Ahora, el barrio ha cambiado, pero poco. Tenemos autobús, pero seguimos siendo pobres. Hay cortes de luz, cerraron el último bar hace tres meses y todo siempre cuesta más. Aún así, no lo cambio por vivir en el centro de Barcelona”.
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Torre Baró es el escenario de la película El 47. La historia del conductor de autobuses, líder vecinal y sindical Manuel Vital, inmigrante extremeño que durante el desarrollismo franquista llegó, como tantos, de Andalucía, Extremadura o Galicia a Barcelona buscando una vida mejor. En este valle -en la periferia de la periferia de Barcelona, entre la sierra de Collserola y la veintena de carriles de asfalto que dan acceso a la ciudad por el norte- construyeron chabolas que acabarían evolucionando a casas hechas con las manos de sus habitantes.
Guadalupe Jiménez tiene casi 70 años y lleva décadas viviendo en Torre Baró. “Mira, allí estaba la casa del señor Manuel Vital”, señala desde la casa que ella y su marido construyeron en la empinadísima calle de Castelldefels. La matriarca presume de ser una de las primeras gitanas que llegó al barrio. “Siempre me ayudaron los vecinos. Aquí había que construir la barraca de noche porque la policía, al llegar por la mañana, si veía que no teníamos techo nos la tiraban al suelo. Si estaba sin techar iba abajo”, recuerda Jiménez sobre la norma con la que comienza la película. Hoy es viuda y vive en la misma casa con sus siete hijos y sus nietos. “Conforme se fueron casando mis hijos fuimos ampliando la casa”, revela. Una de sus hijas, Carmen González, cocina costilla de cerdo en uno de los porches de la vivienda. Guadalupe recuerda a Vital: “Siempre ayudaba a todo el mundo. Luego, cuando se murió, su casa se quedó en ruinas y la acabaron tirando al suelo”.
La gran gesta mediática de Vital fue secuestrar, en mayo de 1978, el autobús articulado 47 y conducirlo hasta la parte alta de Torre Baró para demostrar que los autobuses públicos podían subir al barrio. Las autoridades decían que era imposible. A los pocos meses del secuestro, el servicio de autobús se convirtió en regular. “Hoy tenemos un autobús a demanda, hay que pedirlo con la aplicación del móvil, pero poco más. Todavía cuando llueve se nos va la luz. Y además, si diluvia hay desprendimientos y riesgos para las casas”, lamenta Jiménez. “Seguimos siendo pobres como antes pero ya no somos pobrecitos”, ironiza.
La gesta de Vital no ha impedido que casi medio siglo después las carencias continúen en Torre Baró. Los vecinos se sienten abandonados, y la renta familiar disponible por cápita es de la más bajas de la ciudad: 12.272 euros (la media de Barcelona es de 21.642). Si en la película el panadero tiene que subir los sacos de harina a mano, ahora no hay donde comprar pan. En Torre Baró llegaron a vivir 6.000 personas, ahora no llegan a 3.000. Todavía hay casas de autoconstrucción (el 67% del total del barrio fueron construidas antes de 1980), hay otras más nuevas y algunas que parecen de lujo. También hay inmuebles ocupados. En las últimas municipales Torre Baró fue el barrio de la ciudad que más votó a Vox (16% del voto). Pese a la imagen del secuestro del autobús, no es un barrio cohesionado: la orografía y la poca densidad de población lo dificultan. La asociación de vecinos no parece tener demasiada actividad y el último bar que quedaba cerró hace tres meses.
José Costa interrumpe en la terraza de Guadalupe para preguntar si alguno de los miembros de la familia tiene tarjeta del autobús: “Es que estamos a mitad de mes y ya no tengo”. Pese a las penurias, Costa asegura que las condiciones de vida en Torre Baró han mejorado. “Cuando estás acostumbrado a nada, si te dan algo lo agradeces. Aún así, no se parece esto al resto de barrios de Barcelona”, concluye.
Las calles están mejor asfaltadas, llega la paquetería de Amazon e incluso los riders de Glovo (en moto), pero nada más. “Todo está debajo del barrio [donde también están las estaciones de metro y cercanías]. Ya sabes que para cualquier cosa tienes que bajar y subir. De hecho, la compra, la farmacia, el médico, los colegios… Todo está a mínimo 20 minutos. No parece que seamos Barcelona”, lamenta Rosario mientras espera el autobús. Al lado, hay un parque con juguetes abandonados. Alguien ha colgado una pancarta donde, escrito con aceite, se leen las reglas del espacio: “Recoger, no romper y no llevarse juguetes”. El autobús tarda más de veinte minutos en llegar y comienzan a concentrarse vecinas. “Se ha oído muchas veces que nos iban a tirar las casas al suelo para construir viviendas de lujo. Claro, mira qué vistas. Pero es que aquí no hay absolutamente nada de nada”, lamenta una de las señoras. Se acerca una pareja de jabalíes y las vecinas ni pestañean.
En la parada aparece Antonio Quijada, de 57 años, con su perro. Sus padres emigraron desde Granada y Antonio, con sus nueve hermanos, construyeron la casa donde viven. “Esto era el vertedero de Barcelona. Venían los camiones y tiraban toda la basura”, recuerda. Admite que vivir en Torre Baró le ha forjado el carácter: “Nosotros teníamos que bajar a por bombonas de butano y subirlas a peso. Yo iba al colegio andando hasta el Verdum. Ahora, el barrio ha cambiado, pero poco. Tenemos autobús, pero seguimos siendo pobres. Hay cortes de luz, cerraron el último bar hace tres meses y todo siempre cuesta más. Aún así, no lo cambio por vivir en el centro de Barcelona”.
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