‘El barón Wenckheim vuelve a casa’, de László Krasznahorkai: al borde de otra percepción de la belleza

Deshaun_Conroy

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De László Krasznahorkai puede decirse que es un escritor apocalíptico, no porque él lo sea personalmente (eso no puedo saberlo) sino porque esta novela —y otras suyas— están construidas de un modo apocalíptico. Es, sin duda, un escritor difícil debido a las características de su escritura: enigmática, confusa, desprendida de todo prejuicio literario. Ni se siente atado por las convenciones explicativas mínimas para centrar al lector ni está dispuesto a hacer concesiones: las cosas son como él las cuenta y no tiene por qué dar explicaciones de dónde surge tal actitud o de la procedencia de cada escena: lo que hay es lo que lees, parece decir, y allá te las compongas; no tengo por qué decirte quién aparece por el texto y de dónde viene, están ahí y punto. La escritura de Krasznahorkai es desesperantemente detallista, asentada en el humor de lo grotesco como modo de expresión.

Como en otras obras suyas hay un modelo de comienzo: a una comunidad —una ciudad provinciana en este caso— llega un cuerpo extraño; un viejo barón que en su día salió de ella y de la familia de abolengo a la que pertenecía y que ahora, en su ancianidad, decide regresar en busca de su primer amor. Como sucede en estos casos, apenas se conoce la noticia comienza un revuelo de conjeturas, todas las cuales se resuelven en la idea de que el barón vuelve a su lugar de origen para donar su fortuna sobre sus conciudadanos. La plasmación del acontecimiento adquiere un obsesivo sentido del humor impagable: un ejemplo sería la recepción al barón en la estación del tren (una especie de plano-secuencia de un imposible Berlanga austrohúngaro) donde el alcalde y las fuerzas vivas declaman los discursos de recepción al ilustre visitante que vuelve de su larguísima estancia en Buenos Aires mientras un coro de señoras entona el No llores por mí, Argentina, ahogado por las palabras del alcalde y el tumulto de la multitud enardecida para la que se han organizado los fastos posteriores, como la carrera de cochecitos de bebés para madres jóvenes.

A una comunidad llega un viejo barón que en su día salió de ella y que ahora, anciano, regresa en busca de su primer amor

Honestamente, hay que señalar la dificultad de lectura. Son 500 páginas a caja llena de texto, sin otro respiro que algún punto y aparte. La voz narradora salta sin aviso previo de un personaje a otro y las frases se retuercen como si buscaran morderse la cola. En fin, que el lector ha de trabajar. Su actitud me recuerda la imagen del “poeta como vidente” con que defendió su estilo Rimbaud cuando vino a decir, en defensa de sus poemas aparentemente incomprensibles: “Yo no sé bien lo que he visto, pero lo he visto”. Krasznahorkai no responde a la figura del vidente, pero, embebido en su creación, parece desentenderse del lector. Como ha dicho el gran crítico James Wood: “El mundo ficticio se tambalea al borde de una revelación que nunca llega del todo”, e incluso imagina una escena que define a la perfección el sentido de la escritura de Krasznahorkai: “Sus abismos son insondables y están lejos de ser lógicos. Leerlo es un poco como ver a un grupo de personas de pie en círculo aparentemente calentándose las manos en torno a un fuego sólo para descubrir al acercarse que no hay fuego y están reunidos alrededor de nada en absoluto”. Aquí está, en diversa medida, la atmósfera de Kafka, Musil, el Hrabal surrealista, Beckett o los posmodernos americanos, que el autor desgrana del mismo modo que las relaciones fragmentarias y los mensajes indescifrables.

Tras esta introducción, poco cabe añadir. En la novela asistiremos a la aproximación del barón a su ciudad en tren, se descubrirá el engaño y se constatará que no le quedaba un céntimo de una fortuna quizá tirada en los casinos bonaerenses y que ni siquiera le quedaba nada del modesto dinero de bolsillo que la familia le había entregado en Viena para sus gastos de viaje. Asistiremos a la impagable escena en la que el alcalde, tras haber sido advertido de la ludopatía del barón que viene de camino, antes de saberse la verdad sobre su dilapidada o inexistente fortuna, plantea en el Ayuntamiento la retirada de todas las tragaperras de todos los bares de la ciudad para evitar tentaciones. Y veremos que no reconoce y humilla a su envejecido amor, Marika / Marieta, sabremos del Zarzal, donde se inicia la novela, refugio en un confín de la ciudad de la otra eminencia del lugar, el Profesor, que le prenderá fuego, perdida la chaveta; y, en fin, acompañaremos al barón, escapado del su hotel, al bosque municipal de su infancia, discurriendo por las vías del tren que lo arrolla. En fin, todo se viene abajo y la ciudad colapsa con la apocalíptica llegada masiva de los camiones que debían cargar las tragaperras.

Pero sólo hay que sentarse a leer; la prosa es magnífica, sugerente, de extraordinaria fuerza expresiva. Entrar en ella es una experiencia a partir de la cual, sin prisas, se irá revelando un mundo disparatado, nos guste o no, pero reconocible y capaz de llenar nuestra imaginación y, si nos deshacemos de la obsesión de entender, nos situará al borde de otra percepción de la belleza.

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