estella.hayes
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El culto a los espacios liminales ha crecido mucho en los últimos tiempos, aunque quizá esa palabra no le diga nada al lector. “Liminar: perteneciente al concepto de liminalidad, los espacios liminales pueden ser lugares de transición, como pasillos o áreas de descanso, pero también lugares con un atractivo nostálgico, como parques infantiles y casas vacías. En general, las imágenes del espacio liminal representan lugares anormalmente vacíos y oníricos”. Es una definición buena, hay que reconocerlo. “Lo liminal o liminar (del latín limināris) hace referencia a una zona de pasaje, a una puerta de entrada, al origen de una zona de ambigüedad en la que algo deja de ser lo que era, para potencialmente poder transformarse en otra cosa”. También es sugerente, no se puede negar. Son dos definiciones sacadas de internet de un fenómeno estético y sensorial que ha ido ganando adeptos durante los últimos años.
El culto a este fenómeno ha ido extendiéndose como un virus, en partes de internet a las que no llega la luz, hasta que se ha ido tejiendo un submundo digital de gentes que reverencia el hipnótico resplandor de estos espacios en apariencia inocuos a la vez que turbios, y que han desarrollado, en foros, posts y ensayos visuales, todo un apreciable imaginario sobre estos escenarios capaces de erizarnos la piel. Viene esto a cuento de que quien esto escribe ha llegado (con cierto retraso, es cierto) al videojuego Pools. Lanzado al mercado hace ahora un año, consiste en recorrer un espacio liminal tras otro: piscinas vacías en las que lo desconocido acecha. Todo son escenarios capaces de transmitir un malestar que se torna físico. Si el arma última que tienen los videojuegos tridimensionales es, en última instancia, la de esculpir un mundo interactivo para transmitir una emoción concreta, Pools es una de las mejores muestras de ello.
No es un juego perfecto ni recomendable para todo el mundo, pero ahí está la gracia. Es un experimento, y experimentar es algo que, dentro del panorama artístico, hacen mejor que nadie los videojuegos. En los últimos años ha habido una larga lista de juegos que, con mayor o menor fortuna, se han internado de pleno en este —vacío— camino de los espacios liminales: Dreamcore, The Complex Expedition, NaissanceE, Anemoiapolis… pero también otros juegos, vamos a decir convencionales, han sabido canalizar el poder que desprende la liminalidad, y algunos de los mejores momentos de juegos como Control, Portal (sobre todo el Portal 2), Myst, el excepcional Stanley Parable, The Last of Us… tienen lugar en este tipo de espacios dislocados, malsanos, capaces de dejar en nuestro interior un sentimiento de vacío y zozobra del que es muy difícil desprenderse.
No queda más que reconocer que este movimiento es puramente vanguardista y unívoco de los videojuegos, señal inequívoca de que, como medio, no son sino otra forma de intentar penetrar en el corazón de eso que llamamos arte; otra forma de tensionar el hilo dorado que une la carne y el espíritu. Hay un umbral entre este mundo y el otro, al que podemos asomarnos a través de las sensaciones que nos provoca el arte; y por aterrador que sea, siempre es provechoso asomarse a esa puerta. Aunque no volvamos a ver las piscinas de la misma manera…
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El culto a este fenómeno ha ido extendiéndose como un virus, en partes de internet a las que no llega la luz, hasta que se ha ido tejiendo un submundo digital de gentes que reverencia el hipnótico resplandor de estos espacios en apariencia inocuos a la vez que turbios, y que han desarrollado, en foros, posts y ensayos visuales, todo un apreciable imaginario sobre estos escenarios capaces de erizarnos la piel. Viene esto a cuento de que quien esto escribe ha llegado (con cierto retraso, es cierto) al videojuego Pools. Lanzado al mercado hace ahora un año, consiste en recorrer un espacio liminal tras otro: piscinas vacías en las que lo desconocido acecha. Todo son escenarios capaces de transmitir un malestar que se torna físico. Si el arma última que tienen los videojuegos tridimensionales es, en última instancia, la de esculpir un mundo interactivo para transmitir una emoción concreta, Pools es una de las mejores muestras de ello.
No es un juego perfecto ni recomendable para todo el mundo, pero ahí está la gracia. Es un experimento, y experimentar es algo que, dentro del panorama artístico, hacen mejor que nadie los videojuegos. En los últimos años ha habido una larga lista de juegos que, con mayor o menor fortuna, se han internado de pleno en este —vacío— camino de los espacios liminales: Dreamcore, The Complex Expedition, NaissanceE, Anemoiapolis… pero también otros juegos, vamos a decir convencionales, han sabido canalizar el poder que desprende la liminalidad, y algunos de los mejores momentos de juegos como Control, Portal (sobre todo el Portal 2), Myst, el excepcional Stanley Parable, The Last of Us… tienen lugar en este tipo de espacios dislocados, malsanos, capaces de dejar en nuestro interior un sentimiento de vacío y zozobra del que es muy difícil desprenderse.
No queda más que reconocer que este movimiento es puramente vanguardista y unívoco de los videojuegos, señal inequívoca de que, como medio, no son sino otra forma de intentar penetrar en el corazón de eso que llamamos arte; otra forma de tensionar el hilo dorado que une la carne y el espíritu. Hay un umbral entre este mundo y el otro, al que podemos asomarnos a través de las sensaciones que nos provoca el arte; y por aterrador que sea, siempre es provechoso asomarse a esa puerta. Aunque no volvamos a ver las piscinas de la misma manera…
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