‘El aspirante’: impactantes vomitonas de violencia y humillación en las novatadas universitarias

Frances_Runte

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“Ustedes eligen: estar con los que mandan, o con los que obedecen”. La terrible frase, cargada de clasismo, de fascismo, no está sacada de ningún panfleto político. Tampoco de un libro de historia militar. Procede de la diatriba de un veterano en las llamadas jornadas de integración universitarias: el eufemismo que envuelve a las novatadas, prohibidas oficialmente, erradicadas en multitud de centros en los últimos años gracias al esfuerzo de autoridades y alumnado, y que, sin embargo, aún colean cada año con el inicio del curso en ciertos puntos negros de toda España.

Pocas violencias más dolorosas que la humillación pública. Y he ahí la base de las novatadas. En 2015, Juan Gautier compuso El aspirante, un formidable cortometraje sobre una de estas jornadas, una tradición a erradicar por completo, una lacra. Veinticuatro horas de vejaciones públicas, y toleradas durante demasiados años, con el objetivo de “integrar a los nuevos” en el ambiente. Gautier, hijo de director de colegio mayor, sabía de lo que hablaba. Con un excitante manejo de la cámara y un montaje perfecto, colocaba al espectador lo más cerca posible de las sensaciones del novato. También de las del veterano. Era un impacto. Nueve años después ha decidido convertir aquella pieza en un largometraje. Y el efecto es el mismo. El vértigo, la desolación.

El aspirante, con producción de Andrea Gautier, hermana del director, es una vomitona de violencia y dolor juvenil. Metafórica y explícita. “¡Vienen de sus pueblos de mierda a la gran ciudad y aquí se convertirán en hombres!”. Aterradora por lo sibilino de los métodos de los veteranos, desde la simple broma (nunca son simples) hasta la tortura psicológica. Lemas militares, cánticos, palos, alcohol. Órdenes, caricias, exigencias, falsa complicidad, condescendencia malsana, gritos. No todos lo aguantan en la residencia en la que se ambienta, Pocos, en realidad. Y, como en el corto original, Gautier toma sucesivas decisiones de calado cinematográfico, empezando por los planos casi siempre cerrados (hay poquísimos planos generales), para inmiscuir aún más a la platea en lo que está ocurriendo, y por el excelente manejo de los extras y lo que hay detrás en las fiestas multitudinarias.

Jorge Motos, en 'El aspirante'.

Gautier no juzga. Se dedica a mostrar lo que ha habido durante años y años. No hay homilías, discursos en contra ni activismo. Solo hechos, circunstancias y retrato de caracteres. Coloca el principal punto de vista y el protagonismo no en un chaval introvertido, tímido y desamparado, sino en alguien con cierto morro, que sabe lo que hay y está dispuesto a aguantarlo; con personalidad, que soporta, pero que se atreve a mirar a los ojos a sus torturadores. Y, lo mejor, no es un personaje ideal: comete errores, grandes errores. Por supuesto, también retrata a la otra variante, al cohibido que nunca sabe cómo reaccionar, al sufridor. La masculinidad animal domina el conjunto, pero las chicas que aparecen de soslayo no quedan mucho mejor: espectadoras cómplices con sus risas y su silencio. Todo es complejo, amargo y cinematográficamente vibrante. Y los intérpretes están fantásticos: la preciosa sonrisa y la mirada con carácter de Lucas Nabor; el peligroso desvalimiento de Jorge Motos; la sumisa normalidad de Catalina Sopelana; y los magníficos veteranos, Eduardo Rosa y Pedro Rubio, ambiguos, odiosos, pero nunca monocordes en su maldad, hijos de perra que lo serán el resto de sus vidas.

Con ecos de Historias del Kronen en las aptitudes y el desgarro final, El aspirante, y esto también es notable, no es solo una película sobre jóvenes universitarios. Es un trabajo en el que subyace una cultura de la violencia, de la masculinidad tóxica, de la competitividad malsana. Los amos y los siervos. El conflicto de clases. Aspirantes, sí, pero aspirantes a existir en paz en la batalla de la vida.

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