Ignacio_Wiegand
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“Toda mi obra viene del truco del dedo cortado”, dice Jacobo Castellano (Jaén, 48 años). “¿Lo ves? Así”. Y ejecuta la siguiente maniobra ideada para impresionar a los niños: el pulgar apresado entre el índice y el corazón en una mano, en la otra se pliega un dedo, y hop, una falsa mutilación ante nuestros ojos. “Mutilar y después recomponer, como el niño que destripa un juguete para ver su alma y, cuando ve que dentro no hay nada, termina su infancia”, evoca. Cita un texto breve de Baudelaire, La moral del juguete. En el estudio de Castellano, al norte del barrio de Carabanchel, en Madrid, se acumulan las obras hechas de destripes y recomposiciones, de suturas visibles, como el círculo de zapatos y sus punteras cercenadas, las puertas de madera rearmadas o las telas recosidas por puntos de hilo grueso. Algunas de ellas formarán parte de su exposición El espacio entre los dedos (del 12 de septiembre al 25 de enero de 2025 en la sala Alcalá 31 de Madrid), la más importante que ha hecho hasta hoy.
Una novedad es que en ella habrá pinturas, muy densas y de gran formato, además de las esculturas de madera, metal y textiles con las que habitualmente se le asocia. “En realidad, a la escultura llegué de manera accidental”, asegura. “Porque en la Facultad de Granada, donde estudié Bellas Artes, me intoxiqué con los vapores del aguarrás y tuve que dejar de pintar”. Se volvió alérgico y llegó a abandonar las clases: “Hice el 80% de la carrera por libre, menos mal que Soledad Sevilla y Rosa Brun, grandes profesoras mías, me permitían presentar trabajos”. Pasó dos décadas sin usar los colores, hasta que su amigo y compañero de taller, el pintor Abraham Lacalle, le descubrió unas barras de óleo que se aplican directamente sobre el lienzo y no requieren disolventes: “Pongo muchas capas superpuestas, pintando una a medida que se seca la anterior. Así me estoy reconciliando con la pintura, que había dejado en un cajón”.
Tania Pardo, directora del Museo CA2M de Móstoles y comisaria de la muestra de Alcalá 31, además de vecina y amiga de Castellano, fue quien le dio el empujón definitivo —”Me sacó de mi zona de confort, como suele decirse”, indica el artista, consciente de estar usando un cliché—, y estableció para ello un sistema algo inusual. “Cada artista es distinto y tiene necesidades distintas”, cuenta Tania Pardo, que ha venido de visita al estudio. “Se me ocurrió que pasear también puede ser una metodología curatorial. Así que le propuse a Jacobo que un par de lunes al mes diéramos un paseo por las galerías de pintura del Museo del Prado para ver qué salía de ahí. Y eso hicimos, durante más de nueve meses”. Zurbarán, Sánchez Cotán, Goya. Y, al final, un rato de charla sentados en el banco dedicado al catedrático Ángel González. El resultado son unas obras como las que ahora cuelgan en el estudio a modo de cortinas. “Una instalación muy escultórica, porque a Tania le digo, medio en broma, que no me quiero hacer pintor”, asegura él. “Pinto telas y luego las cuelgo como si fueran objetos”.
Los objetos son fundamentales en su práctica. Pero, aclara, no son encontrados sino buscados: “Cada vez que viajo a una ciudad, visito sus iglesias y también sus anticuarios. Busco cosas que tengan que ver con la destrucción y la recomposición, con la tragedia, si quieres. Y también con el juego”. Señala una escultura con unas bolas de jugar a los bolos sobre un viejo trébede triangular, y después va a buscar una de sus posesiones más preciadas, algo que parece una bala de latón, hueca por dentro, con una abertura por la que asoma un crucifijo. “Es un ‘detente, bala”, informa. “En el siglo XIX lo usaban los carlistas vascos como amuleto, pensando que les libraba de morir de un balazo. Tengo una colección enorme de objetos en casa, y los voy llevando al estudio hasta que siento como si ellos mismos me dijeran: ¿por qué no me metes en una pieza? Y yo los incorporo en la obra y así los convierto en arte, si no es muy pretencioso decir eso”. Su referencia es otro escultor, Juan Muñoz, que ocultó una navaja tras el pasamanos de una escalera. “Y con eso dejaba de ser un pasamanos para convertirse en un escenario trágico”.
Lo trágico, teñido de un esquivo sentido del humor, aparece siempre en su obra. “Jacobo suele tratar conceptos muy inaprehensibles”, aporta Tania Pardo. “La tragedia, pero también la nostalgia. La memoria, que aparece en sus referencias a su infancia, y a su abuelo, que abrió un cine de pueblo. Lo que fluye, lo líquido”. Por eso tiene piezas que contienen fluidos como aceite o leche, a la que también es alérgico.
Hubo para él un antes y un después con la adquisición de este estudio —una nave con alturas que superan los ocho metros— en 2020, hacia el final del confinamiento por la pandemia. Hasta entonces había compartido con Abraham Lacalle un taller bastante más reducido. “Disponer de este espacio me ha permitido hacer piezas de escala mucho mayor, y además se dieron una serie de coincidencias que reforzaron esa vía”, explica. “Cambié de galería para irme con Maisterravalbuena, que también acababa de trasladar su sede a otra mucho mayor. Y tuve una exposición en el Museo Patio Herreriano que exigía ese tipo de esculturas, después de las del CAAC de Sevilla y el Artium de Vitoria”. Trabaja también con la galería suiza Mai 36, lo que reafirma su difusión internacional. El catálogo para Alcalá 31 incluirá textos del comisario Joaquín García y las investigadoras y podcasters Las Hijas de Felipe, además de una conversación con Tania Pardo. Castellano sabe que está en un buen momento y lo agradece: “Es verdad que desde los 35 años empezó a irme bien, a todos los niveles. Me siento afortunado, como siento que me he dejado el pellejo en ello. Y me lo sigo dejando”.
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Una novedad es que en ella habrá pinturas, muy densas y de gran formato, además de las esculturas de madera, metal y textiles con las que habitualmente se le asocia. “En realidad, a la escultura llegué de manera accidental”, asegura. “Porque en la Facultad de Granada, donde estudié Bellas Artes, me intoxiqué con los vapores del aguarrás y tuve que dejar de pintar”. Se volvió alérgico y llegó a abandonar las clases: “Hice el 80% de la carrera por libre, menos mal que Soledad Sevilla y Rosa Brun, grandes profesoras mías, me permitían presentar trabajos”. Pasó dos décadas sin usar los colores, hasta que su amigo y compañero de taller, el pintor Abraham Lacalle, le descubrió unas barras de óleo que se aplican directamente sobre el lienzo y no requieren disolventes: “Pongo muchas capas superpuestas, pintando una a medida que se seca la anterior. Así me estoy reconciliando con la pintura, que había dejado en un cajón”.
Tania Pardo, directora del Museo CA2M de Móstoles y comisaria de la muestra de Alcalá 31, además de vecina y amiga de Castellano, fue quien le dio el empujón definitivo —”Me sacó de mi zona de confort, como suele decirse”, indica el artista, consciente de estar usando un cliché—, y estableció para ello un sistema algo inusual. “Cada artista es distinto y tiene necesidades distintas”, cuenta Tania Pardo, que ha venido de visita al estudio. “Se me ocurrió que pasear también puede ser una metodología curatorial. Así que le propuse a Jacobo que un par de lunes al mes diéramos un paseo por las galerías de pintura del Museo del Prado para ver qué salía de ahí. Y eso hicimos, durante más de nueve meses”. Zurbarán, Sánchez Cotán, Goya. Y, al final, un rato de charla sentados en el banco dedicado al catedrático Ángel González. El resultado son unas obras como las que ahora cuelgan en el estudio a modo de cortinas. “Una instalación muy escultórica, porque a Tania le digo, medio en broma, que no me quiero hacer pintor”, asegura él. “Pinto telas y luego las cuelgo como si fueran objetos”.
Los objetos son fundamentales en su práctica. Pero, aclara, no son encontrados sino buscados: “Cada vez que viajo a una ciudad, visito sus iglesias y también sus anticuarios. Busco cosas que tengan que ver con la destrucción y la recomposición, con la tragedia, si quieres. Y también con el juego”. Señala una escultura con unas bolas de jugar a los bolos sobre un viejo trébede triangular, y después va a buscar una de sus posesiones más preciadas, algo que parece una bala de latón, hueca por dentro, con una abertura por la que asoma un crucifijo. “Es un ‘detente, bala”, informa. “En el siglo XIX lo usaban los carlistas vascos como amuleto, pensando que les libraba de morir de un balazo. Tengo una colección enorme de objetos en casa, y los voy llevando al estudio hasta que siento como si ellos mismos me dijeran: ¿por qué no me metes en una pieza? Y yo los incorporo en la obra y así los convierto en arte, si no es muy pretencioso decir eso”. Su referencia es otro escultor, Juan Muñoz, que ocultó una navaja tras el pasamanos de una escalera. “Y con eso dejaba de ser un pasamanos para convertirse en un escenario trágico”.
Lo trágico, teñido de un esquivo sentido del humor, aparece siempre en su obra. “Jacobo suele tratar conceptos muy inaprehensibles”, aporta Tania Pardo. “La tragedia, pero también la nostalgia. La memoria, que aparece en sus referencias a su infancia, y a su abuelo, que abrió un cine de pueblo. Lo que fluye, lo líquido”. Por eso tiene piezas que contienen fluidos como aceite o leche, a la que también es alérgico.
Hubo para él un antes y un después con la adquisición de este estudio —una nave con alturas que superan los ocho metros— en 2020, hacia el final del confinamiento por la pandemia. Hasta entonces había compartido con Abraham Lacalle un taller bastante más reducido. “Disponer de este espacio me ha permitido hacer piezas de escala mucho mayor, y además se dieron una serie de coincidencias que reforzaron esa vía”, explica. “Cambié de galería para irme con Maisterravalbuena, que también acababa de trasladar su sede a otra mucho mayor. Y tuve una exposición en el Museo Patio Herreriano que exigía ese tipo de esculturas, después de las del CAAC de Sevilla y el Artium de Vitoria”. Trabaja también con la galería suiza Mai 36, lo que reafirma su difusión internacional. El catálogo para Alcalá 31 incluirá textos del comisario Joaquín García y las investigadoras y podcasters Las Hijas de Felipe, además de una conversación con Tania Pardo. Castellano sabe que está en un buen momento y lo agradece: “Es verdad que desde los 35 años empezó a irme bien, a todos los niveles. Me siento afortunado, como siento que me he dejado el pellejo en ello. Y me lo sigo dejando”.
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