‘El amor de Andrea’: el abandono emocional de los hijos por parte de sus tóxicos padres divorciados

uswaniawski

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Padres y madres a la gresca, hijos desolados. Rupturas que desencadenan resquemores, tiranteces, venganzas. Incluso escondrijos, mentiras y prohibiciones hacia los hijos, relacionados con el vínculo, la actitud y el amor del otro hacia ellos. “Tu padre no te quiere”. Y puede que sea así. O quizá no.

Manuel Martín Cuenca se ha adentrado con El amor de Andrea, su séptimo largometraje de ficción, en un tema peliagudo y desgraciadamente a la orden del día: los padres y madres tóxicos. Pero desde el tono y el estilo más singulares, arriesgados y seguramente nobles. Ni un grito en toda la película. Silencios, conversaciones con voz apocada, miradas cabizbajas. Sequedad dentro de la trascendencia. Ni una gota de melodrama. Ni una lágrima, ni un mal gesto. Únicamente el abandono emocional y silente de tres hijos, una adolescente de bachillerato y dos críos. Una chica que lleva las riendas de la crianza de sus hermanos pequeños mientras la madre trabaja y anda por la vida con la amargura por bandera, también con ellos, y el padre ha rehecho su existencia con una segunda familia tras haber dejado de pagar la pensión y no querer saber nada de los suyos.

Los tres hermanos protagonistas de 'El amor de Andrea'.

El despojamiento de elementos melodramáticos por parte de Martín Cuenca es casi total. Formato estrecho, el clásico 4:3, para aprisionar aún más a los chavales, pese a ambientarse en un escenario tan atractivo como las calles y las playas de la ciudad de Cádiz, aquí menos sonora y dicharachera que nunca. El punto de vista permanece siempre en la hija mayor, y algunas de las secuencias que otros cineastas hubieran considerado ejes dramáticos del relato, ni siquiera se muestran, caso del juicio de los padres. Aún más, cuando se adentra por fin en las explicaciones, en diálogos profundos y claves para la situación de la familia, caso del interrogatorio de la juez a la hija, su puesta en escena a base de primeros planos del adulto que escucha, compuestos de un modo sobrio, casi antiestético, demuestran la huida de cualquier aspaviento lacrimógeno por parte del director. Como culmen, las elipsis y el recurso de lenguaje cinematográfico del fuera de campo (la acción principal se desarrolla fuera del ojo de la cámara) dominan una obra de una austeridad tal, que no por casualidad los especialistas compararemos repetidamente con el cine del francés Robert Bresson.

La elección de intérpretes no profesionales para componer los papeles completa un ejercicio de contención expresiva que el autor de obras como La flaqueza del bolchevique (2003) y Malas temporadas (2005) nunca había llevado hasta estos extremos, ni siquiera en La mitad de Óscar (2010) y Caníbal (2013), dos dramas lacónicos con rugoso peligro, que explotaban por dentro pero nunca rebosaban hacia fuera. Tras las notables El autor (2017) y La hija (2021), comandadas por un actor tan poderoso como Javier Gutiérrez, el giro hacia la abstinencia de cualquier lujo por parte de Martín Cuenca es síntoma de valentía, de personalidad y de serenidad.

A la desesperante oscuridad callada del padre y al envenenamiento familiar de la madre, de esos progenitores que acabarán diciendo que tienen sus razones para comportarse de tal modo, se contrapone la sencilla luminosidad de los chavales, punteada por la banda sonora con dejes habaneros de Vetusta Morla. El amor de Andrea, recién premiada en el festival de Tallin (uno de los 15 de clase A en el mundo) con los galardones de mejor dirección y mejor guion, no es más (ni menos) que el deseo de una hija, con más sentido común que sus mayores, por saber lo que ocurre. Que va de cara mientras ellos le dan la espalda. La búsqueda de una mirada generosa, expuesta desde la mirada franca de un cineasta.

Como dicen en una clase de Historia de su instituto, el requerimiento de la fides, la virtud moral romana consistente en aplicar la lealtad, la buena fe y la confianza con los que tienes a tu cargo. Y que demasiadas veces se olvida.

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