Rafael_Howell
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La ciudad se congeló el domingo de la Magna. Hizo tanta rasca que ni los costaleros rompieron a sudar debajo de los pasos. El biruji de Matacanónigos levantaba los faldones, pero por el río calaba hasta los huesos. El arzobispo, que es de Cuenca, estaba arrecío. Monseñor comprendió por fin lo que se dice por aquí de que el peor frío del mundo se pasa donde hace más calor. Esa humedad no hay abrigo que la combata. Y eso le pasó también al nuncio. El filipino Bernardito Auza no podía más atrapado en esa silla y expuesto a todos los focos. Lo pasó mal el hombre, sobre todo cuando comprobó que el arzobispo había preparado una chamarreta para echársela por lo alto y él no. Cuando el nuncio vio al Cachorro muriéndose por el Paseo Colón se acordó de que detrás venía la Esperanza en forma de pelliza. Hubo un ángel que le salvó. Un hombre que se sacrificó por la Santa Sede y por la pontificia indulgencia. A ese sevillano se le vio cruzar la Avenida tiritando tras haberle prestado a Bernardito su abrigo. Cuando vean al tesorero del Consejo de Cofradías, Eduardo Carrera, abrácenle por su generosidad y regálenle un Frenadol. Cuentan quienes más cerca estuvieron del nuncio que quedó asombrado de la piedad popular representada en las ocho imágenes que salieron en la Magna. Pero con una concretamente se sobrecogió en todos los sentidos. Bernardito se levantó de su asiento delante de la Virgen de los Reyes cuando la Esperanza de Triana comenzó a girar para saludar a la presidencia. No había mucho espacio, razón por la cual ni el Gran Poder ni el Cachorro se volvieron. Pero la Virgen de la Esperanza no entiende de medidas. Cuando ese palio empezó a romper de frente al compás de la marcha 'Pureza marinera', la de la salve del coro de Julio Pardo, Bernardito se colocó detrás de la silla, poniéndola entre el paso y su integridad, ciertamente alarmado. Cuando comprobó que así se saluda en Triana, rompió a aplaudir entregado. En la tormenta de emociones que vivió el nuncio del Vaticano en ese pequeño rincón siberiano que era la Puerta del Príncipe de la plaza de toros, aún quedaba un último esfuerzo: el regreso de la Virgen de los Reyes a la Catedral por el camino más corto. «Afortunadamente»... pensaría. Los prelados que asistieron a la procesión de clausura iban justo delante de la patrona. Vieron de repente a Bernardito salirse de su sitio y adelantarse en la procesión, a la inversa de lo que haría cualquier cirio verde de la Macarena, para colocarse lo más próximo a la delantera del cortejo, como si así fuera a acelerarse el ritmo. No llegó a colocarse junto al diputado de cruz, pero el nuncio trató de romper las distancias lo antes posible con la puerta de los Palos. Auza, que disfrutó de las grandes devociones de Sevilla, pasó demasiado frío. Pero Eduardo más.
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