‘El 47’: Próxima parada, los olvidados de la Transición

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27 Sep 2024
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Los movimientos ciudadanos nacidos durante los años setenta en los barrios de las grandes ciudades españolas en torno a sus agrupaciones vecinales, surgidas muchas de ellas aprovechando los resquicios legales del tardofranquismo, quedaron en su día fuera del mito de la Transición. Fueron, sin embargo, tan importantes en el camino hacia la democracia como las mujeres, los jóvenes contraculturales o los estigmatizados por la Ley de Peligrosidad Social. La revisión de ese vacío histórico se inició hace ya más de una década en ensayos, exposiciones y, ahora, películas, de Modelo 77, de Alberto Rodríguez, a Te estoy amando locamente, de Alejandro Marín. Con menor o mayor acierto, todos esos trabajos buscaban saldar una deuda con colectivos decisivos en aquellos tiempos de cambio.

El 47, la película de Marcel Barrena sobre el movimiento vecinal de Torre Baró, suburbio de Barcelona, se centra en un hecho (real) muy concreto, y en su protagonista: el conductor de autobuses Manuel Vital y su obstinada reivindicación de una parada del transporte público en Torre Baró. Recordar la hazaña de este héroe de barrio es una buena idea que, sobre todo, funciona gracias a la interpretación de su actor principal, Eduard Fernández, y a la estupenda Clara Segura. Fernández entra con pasión en la piel de este emigrante extremeño que, como todos sus vecinos de Torre Baró y otros tantos, dejó su tierra en la posguerra huyendo del hambre y el azote de las represalias de la Guerra Civil para construir con sus propias manos una casa a las afueras de Barcelona.

Eduard Fernández, en una imagen de 'La 47'.

El arranque del filme se sitúa en 1958 para recordar cómo nació aquel asentamiento ilegal para saltar luego dos décadas, al mismo año de la Constitución, en el que el emigrante, además de hablar ya catalán, conduce un autobús municipal. A partir de ese momento, Barrena juega con las texturas del material de archivo cada vez que deja el barrio y entra en Barcelona, creando desde las ventanas del autobús una postal sentimental sin demasiado calado. A la hora de retratar una época de tal ebullición —en la que el vídeo casero fue algo más que un arma doméstica, como demostró el colectivo Video-Nou, que incluso puso en práctica un video-bus que se movía por los barrios de Barcelona con el equipo de grabación y sus monitores—, se echa en falta que el contexto del 78 no quede reducido a lo elemental: el telón de fondo retro nostálgico, dos pinceladas de las luchas sindicales y vecinales y la muletilla del “basado en…” con imágenes finales del personaje real.

En El 47, los nuevos movimientos juveniles podrían haber tenido un espejo en la hija de Vital, un personaje clave cuya toma de conciencia queda diluida en un guion previsible, condenando al personaje a un papel demasiado esquemático. El testigo padre-hija queda en manos de una canción única y emocionante — Gallo rojo, gallo negro de Chico Sánchez Ferlosio— que, si bien garantiza el nudo en la garganta, ni resuelve ni explica la tensión entre generaciones, ni el complejo lugar de aquellos herederos del antifranquismo.

Con todo, El 47 cumple su amable objetivo, incluso mejor que otras revisiones recientes de la Transición. Un logro que se debe principalmente al descubrimiento de su personaje central, con su historia tan evocadora como sencilla, y a su actor principal, que compone un Manuel Vital lleno de nobleza y fuerza. Y, cómo no, a esa rotunda imagen de un autobús rojo subiendo tozudo la cuesta de una pobre barriada olvidada por todos en plena euforia democrática.

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