Simeon_Braun
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En 2012 llegó al mercado un juego de fantasía medieval que aún resuena en la memoria de quienes lo jugaron: Dragon’s Dogma. Obra de la japonesa Capcom, era un juego notable, que proponía un mundo oscuro y un entorno muy hostil, pero cuyas ambiciones sobrepasaban a la potencia técnica disponible entonces. Además, fue eclipsado por la saga Souls, que capitalizó la fantasía oscura durante toda la década.
La semana pasada llegó al mercado la secuela del juego, aunque más bien parece un remake, ahora sí, abanolizado técnicamente para, con la nueva potencia gráfica, colmar las metas de su predecesor. Es un juego violento, que no tiene clemencia con el jugador, con una historia sencilla pero con un bosque de mecánicas profundísimo, que hace que cada jugador pueda personalizar cómo afrontar su aventura hasta un grado altísimo.
La forma en que se gestionan las muertes, el traslado de inventario y los combates hacen que el peligro que sienta el jugador sea real, lo cual lo convierte en un juego increíblemente estimulante en un panorama de juegos que siempre tienden a poner las cosas fáciles. Además, consigue algo maravilloso: el ir acompañado durante toda la aventura por aliados controlados por la máquina hace posible que, en un juego para un jugador como este, se experimente con plenitud una sensación de compañerismo a la hora de derrotar a un enemigo gigantesco que hasta hora solo era posible sentir en un multijugador online. Esto último es, sin duda, la joya de la corona de Dragon’s Dogma 2.
No es un juego perfecto, pero no se puede negar que tiene muy claro lo que quiere y lo que no, lo cual le confiere una personalidad marcadísima que polarizará a la audiencia pero que, si resuena en la misma frecuencia que el jugador, se convertirá en una experiencia irrepetible. Es un gran juego, no hay que darle muchas vueltas más.
Y hasta aquí la crítica, digamos, objetiva, sobre el juego. Porque hora toca hablar de un tema, si cabe, más interesante aún: méritos y deméritos creativos aparte, el juego se ha visto salpicado por una polémica que se sitúa en el centro del sector digital.
Cuando el juego se presentó, cuando las copias fueron entregadas a la prensa, se soslayó un detalle (un detalle menor, pensaría la compañía) que sin embargo ha modificado la experiencia de juego de los últimos días: los micropagos. Es decir, una vez que las notas profesionales fueron lanzadas y el juego fue calificado entre el notable alto y el sobresaliente, se aplicó una política de microtransacciones que, si bien es legítima por parte de la compañía, lo cierto es que ha impuesto una recontextualización del juego en sí.
Aunque uno quiera abstraerse de ello y abrazar sin más la experiencia de juego, es inevitable que surjan las preguntas. Pongamos un ejemplo que resume bien la situación. En Dragon’s Dogma 2 desplazarse por el mapa es mucho más difícil que en otros juegos similares: la orografía es complicada de superar, las distancias son largas, los enemigos atacan casi a cada paso. ¿Es esto una decisión creativa de un juego que quiere ser exigente, o responde a la pretensión de que los jugadores compren con dinero real piedras teletransportadoras (muy difíciles de adquirir de forma orgánica en el propio juego) para facilitar la aventura? El diseño del juego hace que las dudas surjan por doquier. Cambiar de peinado a tu personaje, en monedas del juego, es más caro que una buena armadura. ¿El sentido de esa decisión no será que el jugador agilice esta mecánica pagando con dinero real unos céntimos para personalizar el pelo o la barba de su avatar?
En cualquier rincón del mundo un niño puede descargarse juegos gratuitos en un teléfono móvil. Juegos caros, a veces superproducciones, que muchas veces se financian a través de microtransacciones. Quiere decirse que hay un pánico excesivo entre los jugadores a los micropagos. Y que cualquier forma de financiar un juego es legítima si es legal. Pero otra cosa es que sea éticamente decente. Si tan orgullosos están de esta forma de monetización, ¿por qué ocultarla hasta después de que salgan las notas?
Desde luego Dragon’s Dogma II no llega a los límites de algunos juegos, cuya meta declarada es enganchar al jugador con estrategias neuronales que los convierten prácticamente en tragaperras. Pero las dudas, las sospechas de que las decisiones creativas han sido intervenidas, o modificadas, por decisiones empresariales, crecen. Y eso no debería pasar en un juego que está llamado a ser uno de los mejores de 2024. Es un borrón que no solo ensucia la experiencia de juego, sino que legitima las suspicacias de muchos de los que toman la parte por el todo para criticar al sector cultural más importante del mundo. ¿También en el mundo digital, la mujer del César debe parecer honrada? Sí. Pero, sobre todo, debe serlo.
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La semana pasada llegó al mercado la secuela del juego, aunque más bien parece un remake, ahora sí, abanolizado técnicamente para, con la nueva potencia gráfica, colmar las metas de su predecesor. Es un juego violento, que no tiene clemencia con el jugador, con una historia sencilla pero con un bosque de mecánicas profundísimo, que hace que cada jugador pueda personalizar cómo afrontar su aventura hasta un grado altísimo.
La forma en que se gestionan las muertes, el traslado de inventario y los combates hacen que el peligro que sienta el jugador sea real, lo cual lo convierte en un juego increíblemente estimulante en un panorama de juegos que siempre tienden a poner las cosas fáciles. Además, consigue algo maravilloso: el ir acompañado durante toda la aventura por aliados controlados por la máquina hace posible que, en un juego para un jugador como este, se experimente con plenitud una sensación de compañerismo a la hora de derrotar a un enemigo gigantesco que hasta hora solo era posible sentir en un multijugador online. Esto último es, sin duda, la joya de la corona de Dragon’s Dogma 2.
No es un juego perfecto, pero no se puede negar que tiene muy claro lo que quiere y lo que no, lo cual le confiere una personalidad marcadísima que polarizará a la audiencia pero que, si resuena en la misma frecuencia que el jugador, se convertirá en una experiencia irrepetible. Es un gran juego, no hay que darle muchas vueltas más.
Y hasta aquí la crítica, digamos, objetiva, sobre el juego. Porque hora toca hablar de un tema, si cabe, más interesante aún: méritos y deméritos creativos aparte, el juego se ha visto salpicado por una polémica que se sitúa en el centro del sector digital.
Cuando el juego se presentó, cuando las copias fueron entregadas a la prensa, se soslayó un detalle (un detalle menor, pensaría la compañía) que sin embargo ha modificado la experiencia de juego de los últimos días: los micropagos. Es decir, una vez que las notas profesionales fueron lanzadas y el juego fue calificado entre el notable alto y el sobresaliente, se aplicó una política de microtransacciones que, si bien es legítima por parte de la compañía, lo cierto es que ha impuesto una recontextualización del juego en sí.
Aunque uno quiera abstraerse de ello y abrazar sin más la experiencia de juego, es inevitable que surjan las preguntas. Pongamos un ejemplo que resume bien la situación. En Dragon’s Dogma 2 desplazarse por el mapa es mucho más difícil que en otros juegos similares: la orografía es complicada de superar, las distancias son largas, los enemigos atacan casi a cada paso. ¿Es esto una decisión creativa de un juego que quiere ser exigente, o responde a la pretensión de que los jugadores compren con dinero real piedras teletransportadoras (muy difíciles de adquirir de forma orgánica en el propio juego) para facilitar la aventura? El diseño del juego hace que las dudas surjan por doquier. Cambiar de peinado a tu personaje, en monedas del juego, es más caro que una buena armadura. ¿El sentido de esa decisión no será que el jugador agilice esta mecánica pagando con dinero real unos céntimos para personalizar el pelo o la barba de su avatar?
En cualquier rincón del mundo un niño puede descargarse juegos gratuitos en un teléfono móvil. Juegos caros, a veces superproducciones, que muchas veces se financian a través de microtransacciones. Quiere decirse que hay un pánico excesivo entre los jugadores a los micropagos. Y que cualquier forma de financiar un juego es legítima si es legal. Pero otra cosa es que sea éticamente decente. Si tan orgullosos están de esta forma de monetización, ¿por qué ocultarla hasta después de que salgan las notas?
Desde luego Dragon’s Dogma II no llega a los límites de algunos juegos, cuya meta declarada es enganchar al jugador con estrategias neuronales que los convierten prácticamente en tragaperras. Pero las dudas, las sospechas de que las decisiones creativas han sido intervenidas, o modificadas, por decisiones empresariales, crecen. Y eso no debería pasar en un juego que está llamado a ser uno de los mejores de 2024. Es un borrón que no solo ensucia la experiencia de juego, sino que legitima las suspicacias de muchos de los que toman la parte por el todo para criticar al sector cultural más importante del mundo. ¿También en el mundo digital, la mujer del César debe parecer honrada? Sí. Pero, sobre todo, debe serlo.
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‘Dragon’s Dogma 2’: la lucha contra la mediocridad (y las microtransacciones)
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