gusikowski.malcolm
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Don Norman, un hombre con la barba y la frustración de un profeta, superestrella del diseño, quien entró como vicepresidente de Apple cuando la empresa parecía condenada a la ruina y salió de ella cuando ya iba para imperio, quien cuenta entre sus logros, pero solo como uno más, el contribuir a la forma de mismísimo iPhone, hoy es casi incapaz de descolgar un iPhone. “¿Por dónde se supone que debo sostener este artefacto?”, le gruñe al ángulo Zoom por el que nos habla desde su casa de San Diego (California). “Es casi imposible levantarlo sin tocar la pantalla con los dedos, y si tocas la pantalla puedes provocar cualquier cosa que no quieras”. Cualquier cosa quiere decir, según la aplicación que uno tenga abierta, llamar a quien no se quiere llamar, poner un sticker en un chat de trabajo o sacarle una hermosa foto desenfocada a un manojo de cables bajo la televisión, al tobillo de un transeúnte o lo que sea que uno tenga delante.
“Apple antes era famosa por no incluir instrucciones. No las necesitabas. Levantabas el teléfono o enchufabas el ordenador, y en segundos sabías usarlo. Se explicaba solo”, prosigue Norman, con una carrerilla que solo décadas de docencia universitaria pueden dar. “Pero por desgracia, ahora quien manda en Apple son los diseñadores a los que solo les importa la estética y la belleza. Y culpo también a los periodistas que siempre dicen que la pantalla del iPhone debe ser lo más grande posible, que no tenga marco [y que desaparezca el botón central que tenían los modelos previos a 2017]. Así que nada, suena el teléfono y yo no puedo contestar la llamada”.
Alza aquí el dedo, por si pensábamos que había dado el tema por resuelto. “Lo que ha pasado aquí es que Apple ha caído en manos de la facción más desastrosa del diseño: la que opina que diseñar es hacer algo bonito y elegante. Menuda tontería. Ese no es mi tipo de diseño. Claro que me gustan las cosas atractivas, claro que me gustan las cosas monas, pero más importante que todo eso es que lo puedas manejar con libertad. Que sea fácil de usar, que no te lo cambien todo el rato. Ahora en Apple se creen que las palabras son feas, intentan no emplearlas, y te obligan a memorizar gestos y gestos: arriba, abajo, izquierda, derecha, un toque con el dedo, dos toques con el dedo, un toque largo, uno corto, uno en mitad de la pantalla, con dos dedos, tres dedos, sacude el teléfono… ¿pero quién es capaz de acordarse de todo esto?”.
Don Norman (Nueva York, 88 años) ha expuesto aquí una valiosa cantidad de detalles sobre sí mismo. Que es un hombre con una idea muy clara de la función que debe cumplir el diseño de un objeto, una idea tan clara y tan poderosa que es prácticamente una forma de entender el mundo; que a él le gusta explicarla en soliloquios largos y tajantes con los cuales ha llenado horas y horas de clases en universidades, de Harvard a Stanford y buena parte de las que haya entre medias, así como años y años como ejecutivo de los mayores fabricantes de tecnología de las últimas décadas, como Apple y Hewlett Packard, en una trayectoria de cinco décadas que le ha convertido en un referente mundial en el muy concreto tema de qué aspecto deben tener las cosas en este mundo. Y que esa idea es que el diseño debe ser simple. Antes que bonito, rompedor o nuevo, debe ser legible y manejable. Sufrir por la belleza es una máxima propia de gimnasios, de quirófanos: los objetos están para servir.
Esa es la idea central de la vida de Don Norman y de su libro más imperecedero, El diseño de las cosas cotidianas, de 1988 (editado este año en español por Capitán Swing), el cual le convirtió en una estrella (pero no de golpe: el título original era La psicología de las cosas cotidianas y no se vendió nada bien hasta que no fue retitulado para la edición de bolsillo en 1990). El libro también le ha convertido en uno de los pensadores más frustrados de Estados Unidos. Tanta fama, notoriedad e influencia, y, sin embargo, ¿ve que el diseño, en abstracto, haya mejorado en los últimos años? “No lo ha hecho. El problema es que no paran de salir cosas nuevas, y muchas son malas. Pero también sube el número de cosas bien hechas”, contesta. “¿Tú sabes que soy famoso por las puertas?”.
Una puerta, escribe Norman en El diseño de las cosas cotidianas, suscita solo dos incógnitas esenciales: hacia qué dirección se mueve y desde qué lado hay que operarla. “Esas respuestas las debería dar el diseño. Sin recurrir a palabras, ni símbolos ni mucho menos a obligarnos a probar por ensayo y error”, se lee en el libro. Si algo en esta vida debería ser simple son las puertas. Y si algo es común es precisamente una puerta que uno no sabe abrir a golpe de vista. En el mundo del diseño se llaman Norman doors. Puertas Norman.
“Mira que he hecho cosas en la vida para ser famoso por puertas que no puedes abrir”.
Vivimos en un mundo de Puertas Norman, 36 años después. “Lo interesante es que sabemos diseñar bien. ¿Por qué seguimos haciéndolas así?”, se revuelve el autor. “Los principios que permiten hacer las cosas fáciles de usar y entender son, de verdad, muy conocidos. Pero la gente comete errores elementales todo el rato, en parte porque no conocen estos principios. ¿Entiendes ahora que esté frustrado?”. Sí, cómo no entenderlo, aunque sea porque la suya es una de las frustraciones más rentables en todo el mundo académico. El diseño de las cosas cotidianas lleva casi 35 años facturando, tirada tras tirada, país tras país. La reedición que acaba de publicarse en Italia anuncia en su faja que ya ha superado el millón de ejemplares vendidos.
No todo el mundo comulga ciegamente con la filosofía de Norman pero es imposible encontrar, entre los profesionales del diseño, quien niegue su importancia. “A veces no está mal que los objetos sean complejos y de doble lectura para que nuestro ego posmoderno se sienta imbatible, pero en general los objetos de uso cotidiano deberían ser, como dijo [el diseñador del siglo XIX] William Morris, hermosos y prácticos. En mi opinión, la belleza de lo útil es la más sofisticada”, sostiene Jordi Labanda, ilustrador y crítico de diseño. “Todo el mundo debería tener el librito de Don Norman en su mesilla de noche”.
—Si yo le preguntara qué tipo de diseñador es usted, ¿qué me diría?
—Yo diseño diseñadores.
De pequeño, en los años cuarenta, Norman no iba casi al colegio y, cuando lo hacía, se aburría. Su padre, funcionario, formaba parte de un equipo del Gobierno dedicado a la sanidad y la familia se mudaba continuamente a ciudades nuevas de Estados Unidos y América Latina. “Nunca viví más de dos años en el mismo lugar. Nuestro último destino fue San Salvador y ahí solo estuve seis meses”, rememora. Ya era adolescente entonces. Experimentó con la escolarización en el pueblo de Wellesley, Massachusetts, población de 10.000 habitantes, donde se enroló en el instituto. “Se me hacía demasiado fácil”, resume. “Me interesaba la tecnología, y todo lo demás me parecía aburrido”. Tras una vida nómada, se sentía autogobernable. También estaba obsesionado con la electrónica. Dos rasgos que le conducían al mismo objetivo: graduarse y salir de ahí.
Su refugio natural fue el MIT, el Massachusetts Institute of Technology, donde en 1956 la electrónica empezaba a ser sinónimo de computación. “Pensaba que ahí, también, todo sería fácil porque cómo no iba a serlo, si yo siempre era de los mejores de la clase. Pero resulta que en el MIT todo el mundo venía de ser el primero de su clase: esa fue mi primera sorpresa”, recuerda. Se las apañó, en cualquier caso, logró el título de ingeniero eléctrico y en 1960 marchó a la Universidad de Pensilvania. Allí, tres años antes, habían empezado a construir los primeros ordenadores. Fue en ese campus, rebuscando créditos para mejorar su titulación, donde un profesor le soltó la observación que definiría el resto de su vida: “Tú no tienes ni idea de psicología”.
Norman arquea las cejas en profesoral aquiescencia. “Yo era ingeniero, lo que en EE UU se denomina, por usar la palabra técnica, un friki. Entonces nos parecía a todos que las cosas que diseñábamos funcionarían mejor si no hubiera usuarios de por medio. El usuario te fastidiaba el diseño. No sabíamos nada de la gente. Así que estudié Psicología, lo cual tampoco es que te sirva de mucho para aprender de la gente. En las universidades buenas la educación está muy especializada y se te obliga a aprender mucho de una cosa en concreto y nada del resto. Yo tengo un doctorado en psicología… con especialización en el funcionamiento de la oreja humana”, sonríe. “Pregúntame lo que quieras sobre el oído. Adelante. ¿Quieres saber sobre gente? Habla con un novelista. Habla con un periodista. Alguien que escriba. Cuando escribes una novela, tienes que describir a la gente de tal manera que el lector diga: ‘Ah pues esto es verdad”.
Dos pilares surgieron de aquel doctorado y sobre ellos se organizó el resto de la vida de Norman. Primero, su famoso rechazo a la especialización. “Los especialistas son importantes, pero aquí quienes hacen cosas son los generalistas”, concede. Este fallo en el diseño del mundo le parece de los más graves y sortearlo, una de sus mayores fortunas personales. “Los diseñadores son tan cortos de miras. Les encantan sus habilidades, las cosas bonitas que hacen, por orden de popularidad, moda o diseño gráfico. Pero en el mundo académico a los diseñadores no se les toma muy en serio porque hacen cosas. Yo solo apliqué lo aprendido en la universidad al diseño”.
El otro pilar fue una disciplina incipiente: la ingeniería cognitiva, la idea de que la máquina debe ser no ya comprensible para la mente sino que debe estar pensada exclusivamente para ella y pensar como ella (el camino inverso, digamos, al que ha tomado Silicon Valley ahora). Todavía hoy se cita a Don Arthur Norman como uno de sus principales valedores, cuando no el mayor contribuyente a su creación. Lo mismo ocurre con los términos que emergerían de ahí: interfaz, experiencia de usuario, usabilidad. Norman siguió ejerciendo de nómada: estudió más psicología en Harvard, luego pasó a ser él quien la enseñaba, y a proyectar una larga sombra como el hombre que sabía cómo entendernos con las máquinas. Publicó El diseño de las cosas cotidianas y su fama en el mundillo se trasladó al resto de la sociedad. Entonces aplicó su propia filosofía. Si cada objeto debe demostrar su propia utilidad, su ojo no podía quedarse en la universidad. “En 1993 dejé la Universidad de San Diego y me fui a Apple”, relata.”Ahí fue cuando conocí de verdad a los diseñadores. Y eran muy buenos. Pero cómo eran. Muy reservados. Tenían su propio edificio, cerraban todas las puertas, te impedían el acceso sin cita previa. ¡Incluso a mí, que era el vicepresidente!”.
Norman creó y dirigió el primer grupo de experiencia de usuario de Apple: si no podían derrotar a Microsoft en ventas, podían hacer los ordenadores más comprensibles del mundo. Digamos que lo lograron. En 1997, de nuevo, se fue. Fundó una consultora, volvió a la enseñanza, fundó otras empresas. La vida nómada, la suya. El Congreso empezó a recurrir a él para los desarrollos tecnológicos de la nación. ¿Cómo podría una señal wifi fluir por el aire? Preguntemos a la consultora de Don Norman. ¿A cuántos píxeles por centímetro en una pantalla llamamos alta definición? Preguntemos a Don Norman. ¿El iPhone? Don Norman.
“El legado de Norman en el mundo del diseño es fundamental para comprender cómo hemos llegado a la era actual. Fue él quien realmente supo definir la importancia del diseño en un mundo cada vez más digital”, defiende Miguel Leiro, director del festival de diseño Mayrit. “En medio del bum digital, Norman nos recordó que, más allá de la tecnología, lo que realmente importa es cómo esta se integra en la vida de las personas. Sin embargo, también somos testigos de cómo su enfoque ha sido proliferado y, en muchos casos, capitalizado, a veces desvirtuado en su simplificación comercial. Su sobreexplotación corre el riesgo de reducir una metodología profunda a una herramienta superficial”.
Hay dos libros que Don Norman tiene a mano esta mañana, durante la conversación, y los sostiene ante la cámara con frecuencia. Con uno de ellos, se intuye el peso de haber hecho ya durante décadas eso que él hace, hilar disciplinas, dar pasos atrás para mirar el conjunto mientras otros ven el detalle, y eso le ha enfrentando al fracaso definitivo del diseño. El peor ejemplo de una interfaz reñida con su usuario: la humanidad y su Tierra. En nuevo libro, Design for a Better World (Diseño para un mundo mejor, 2024), parte de una máxima de Victor Papanek, diseñador austriaco: “El diseño es la disciplina más peligrosa de todos porque es el que más consume”.
Y le rebate: “Estaba en lo correcto pero no hizo bien en culpar a los diseñadores, que solo reciben la habilidad de diseñar. Para ir más allá hacen falta otras habilidades. Tienes que entender tu cultura, tu historia, las finanzas, los gobiernos y los negocios. Los diseñadores no siempre consiguen que los ejecutivos les escuchen. A mí mismo no me toman en serio. Tengo que hablarles en su idioma. Mostrarles el dinero o los premios o el prestigio que vamos a ganar. Debes hablar el idioma de tu cliente que, casi siempre, es tu jefe”.
Ahora coloca ante la cámara un ejemplar del viejo El diseño de las cosas cotidianas. “El problema es que lo que ponía en este libro no es correcto. No pongo nada incorrecto pero lo incorrecto es lo que no se dice. No se dice que el diseño está destruyendo culturas, obligando a todos a pensar como se piensa en occidental. EE UU tiene la culpa. España”, señala aquí al periodista, “tiene la culpa. Por llegar y conquistar. El libro no cuenta que los maravillosos materiales con los que hacemos estos teléfonos que no pesan nada vienen de la minería de otros países. Que el modelo de negocio actual te obliga a comprarte un móvil nuevo cada pocos años. Que no los puedes reparar. Que no puedes reutilizar sus componentes. Si eres diseñador, y ves que tu empresa derrocha materiales así, no puedes ir a tus jefes: ‘Oigan, esto no se puede hacer’. Tienes que ir: ‘Oigan, esta otra forma de hacer las cosas es mucho mejor”. Ah, pero el hombre capaz de rediseñar el mundo, ¿sería diseñador o sería profeta?
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“Apple antes era famosa por no incluir instrucciones. No las necesitabas. Levantabas el teléfono o enchufabas el ordenador, y en segundos sabías usarlo. Se explicaba solo”, prosigue Norman, con una carrerilla que solo décadas de docencia universitaria pueden dar. “Pero por desgracia, ahora quien manda en Apple son los diseñadores a los que solo les importa la estética y la belleza. Y culpo también a los periodistas que siempre dicen que la pantalla del iPhone debe ser lo más grande posible, que no tenga marco [y que desaparezca el botón central que tenían los modelos previos a 2017]. Así que nada, suena el teléfono y yo no puedo contestar la llamada”.
Alza aquí el dedo, por si pensábamos que había dado el tema por resuelto. “Lo que ha pasado aquí es que Apple ha caído en manos de la facción más desastrosa del diseño: la que opina que diseñar es hacer algo bonito y elegante. Menuda tontería. Ese no es mi tipo de diseño. Claro que me gustan las cosas atractivas, claro que me gustan las cosas monas, pero más importante que todo eso es que lo puedas manejar con libertad. Que sea fácil de usar, que no te lo cambien todo el rato. Ahora en Apple se creen que las palabras son feas, intentan no emplearlas, y te obligan a memorizar gestos y gestos: arriba, abajo, izquierda, derecha, un toque con el dedo, dos toques con el dedo, un toque largo, uno corto, uno en mitad de la pantalla, con dos dedos, tres dedos, sacude el teléfono… ¿pero quién es capaz de acordarse de todo esto?”.
Don Norman (Nueva York, 88 años) ha expuesto aquí una valiosa cantidad de detalles sobre sí mismo. Que es un hombre con una idea muy clara de la función que debe cumplir el diseño de un objeto, una idea tan clara y tan poderosa que es prácticamente una forma de entender el mundo; que a él le gusta explicarla en soliloquios largos y tajantes con los cuales ha llenado horas y horas de clases en universidades, de Harvard a Stanford y buena parte de las que haya entre medias, así como años y años como ejecutivo de los mayores fabricantes de tecnología de las últimas décadas, como Apple y Hewlett Packard, en una trayectoria de cinco décadas que le ha convertido en un referente mundial en el muy concreto tema de qué aspecto deben tener las cosas en este mundo. Y que esa idea es que el diseño debe ser simple. Antes que bonito, rompedor o nuevo, debe ser legible y manejable. Sufrir por la belleza es una máxima propia de gimnasios, de quirófanos: los objetos están para servir.
Esa es la idea central de la vida de Don Norman y de su libro más imperecedero, El diseño de las cosas cotidianas, de 1988 (editado este año en español por Capitán Swing), el cual le convirtió en una estrella (pero no de golpe: el título original era La psicología de las cosas cotidianas y no se vendió nada bien hasta que no fue retitulado para la edición de bolsillo en 1990). El libro también le ha convertido en uno de los pensadores más frustrados de Estados Unidos. Tanta fama, notoriedad e influencia, y, sin embargo, ¿ve que el diseño, en abstracto, haya mejorado en los últimos años? “No lo ha hecho. El problema es que no paran de salir cosas nuevas, y muchas son malas. Pero también sube el número de cosas bien hechas”, contesta. “¿Tú sabes que soy famoso por las puertas?”.
Una puerta, escribe Norman en El diseño de las cosas cotidianas, suscita solo dos incógnitas esenciales: hacia qué dirección se mueve y desde qué lado hay que operarla. “Esas respuestas las debería dar el diseño. Sin recurrir a palabras, ni símbolos ni mucho menos a obligarnos a probar por ensayo y error”, se lee en el libro. Si algo en esta vida debería ser simple son las puertas. Y si algo es común es precisamente una puerta que uno no sabe abrir a golpe de vista. En el mundo del diseño se llaman Norman doors. Puertas Norman.
“Mira que he hecho cosas en la vida para ser famoso por puertas que no puedes abrir”.
Vivimos en un mundo de Puertas Norman, 36 años después. “Lo interesante es que sabemos diseñar bien. ¿Por qué seguimos haciéndolas así?”, se revuelve el autor. “Los principios que permiten hacer las cosas fáciles de usar y entender son, de verdad, muy conocidos. Pero la gente comete errores elementales todo el rato, en parte porque no conocen estos principios. ¿Entiendes ahora que esté frustrado?”. Sí, cómo no entenderlo, aunque sea porque la suya es una de las frustraciones más rentables en todo el mundo académico. El diseño de las cosas cotidianas lleva casi 35 años facturando, tirada tras tirada, país tras país. La reedición que acaba de publicarse en Italia anuncia en su faja que ya ha superado el millón de ejemplares vendidos.
No todo el mundo comulga ciegamente con la filosofía de Norman pero es imposible encontrar, entre los profesionales del diseño, quien niegue su importancia. “A veces no está mal que los objetos sean complejos y de doble lectura para que nuestro ego posmoderno se sienta imbatible, pero en general los objetos de uso cotidiano deberían ser, como dijo [el diseñador del siglo XIX] William Morris, hermosos y prácticos. En mi opinión, la belleza de lo útil es la más sofisticada”, sostiene Jordi Labanda, ilustrador y crítico de diseño. “Todo el mundo debería tener el librito de Don Norman en su mesilla de noche”.
—Si yo le preguntara qué tipo de diseñador es usted, ¿qué me diría?
—Yo diseño diseñadores.
De pequeño, en los años cuarenta, Norman no iba casi al colegio y, cuando lo hacía, se aburría. Su padre, funcionario, formaba parte de un equipo del Gobierno dedicado a la sanidad y la familia se mudaba continuamente a ciudades nuevas de Estados Unidos y América Latina. “Nunca viví más de dos años en el mismo lugar. Nuestro último destino fue San Salvador y ahí solo estuve seis meses”, rememora. Ya era adolescente entonces. Experimentó con la escolarización en el pueblo de Wellesley, Massachusetts, población de 10.000 habitantes, donde se enroló en el instituto. “Se me hacía demasiado fácil”, resume. “Me interesaba la tecnología, y todo lo demás me parecía aburrido”. Tras una vida nómada, se sentía autogobernable. También estaba obsesionado con la electrónica. Dos rasgos que le conducían al mismo objetivo: graduarse y salir de ahí.
Su refugio natural fue el MIT, el Massachusetts Institute of Technology, donde en 1956 la electrónica empezaba a ser sinónimo de computación. “Pensaba que ahí, también, todo sería fácil porque cómo no iba a serlo, si yo siempre era de los mejores de la clase. Pero resulta que en el MIT todo el mundo venía de ser el primero de su clase: esa fue mi primera sorpresa”, recuerda. Se las apañó, en cualquier caso, logró el título de ingeniero eléctrico y en 1960 marchó a la Universidad de Pensilvania. Allí, tres años antes, habían empezado a construir los primeros ordenadores. Fue en ese campus, rebuscando créditos para mejorar su titulación, donde un profesor le soltó la observación que definiría el resto de su vida: “Tú no tienes ni idea de psicología”.
Norman arquea las cejas en profesoral aquiescencia. “Yo era ingeniero, lo que en EE UU se denomina, por usar la palabra técnica, un friki. Entonces nos parecía a todos que las cosas que diseñábamos funcionarían mejor si no hubiera usuarios de por medio. El usuario te fastidiaba el diseño. No sabíamos nada de la gente. Así que estudié Psicología, lo cual tampoco es que te sirva de mucho para aprender de la gente. En las universidades buenas la educación está muy especializada y se te obliga a aprender mucho de una cosa en concreto y nada del resto. Yo tengo un doctorado en psicología… con especialización en el funcionamiento de la oreja humana”, sonríe. “Pregúntame lo que quieras sobre el oído. Adelante. ¿Quieres saber sobre gente? Habla con un novelista. Habla con un periodista. Alguien que escriba. Cuando escribes una novela, tienes que describir a la gente de tal manera que el lector diga: ‘Ah pues esto es verdad”.
Dos pilares surgieron de aquel doctorado y sobre ellos se organizó el resto de la vida de Norman. Primero, su famoso rechazo a la especialización. “Los especialistas son importantes, pero aquí quienes hacen cosas son los generalistas”, concede. Este fallo en el diseño del mundo le parece de los más graves y sortearlo, una de sus mayores fortunas personales. “Los diseñadores son tan cortos de miras. Les encantan sus habilidades, las cosas bonitas que hacen, por orden de popularidad, moda o diseño gráfico. Pero en el mundo académico a los diseñadores no se les toma muy en serio porque hacen cosas. Yo solo apliqué lo aprendido en la universidad al diseño”.
El otro pilar fue una disciplina incipiente: la ingeniería cognitiva, la idea de que la máquina debe ser no ya comprensible para la mente sino que debe estar pensada exclusivamente para ella y pensar como ella (el camino inverso, digamos, al que ha tomado Silicon Valley ahora). Todavía hoy se cita a Don Arthur Norman como uno de sus principales valedores, cuando no el mayor contribuyente a su creación. Lo mismo ocurre con los términos que emergerían de ahí: interfaz, experiencia de usuario, usabilidad. Norman siguió ejerciendo de nómada: estudió más psicología en Harvard, luego pasó a ser él quien la enseñaba, y a proyectar una larga sombra como el hombre que sabía cómo entendernos con las máquinas. Publicó El diseño de las cosas cotidianas y su fama en el mundillo se trasladó al resto de la sociedad. Entonces aplicó su propia filosofía. Si cada objeto debe demostrar su propia utilidad, su ojo no podía quedarse en la universidad. “En 1993 dejé la Universidad de San Diego y me fui a Apple”, relata.”Ahí fue cuando conocí de verdad a los diseñadores. Y eran muy buenos. Pero cómo eran. Muy reservados. Tenían su propio edificio, cerraban todas las puertas, te impedían el acceso sin cita previa. ¡Incluso a mí, que era el vicepresidente!”.
Norman creó y dirigió el primer grupo de experiencia de usuario de Apple: si no podían derrotar a Microsoft en ventas, podían hacer los ordenadores más comprensibles del mundo. Digamos que lo lograron. En 1997, de nuevo, se fue. Fundó una consultora, volvió a la enseñanza, fundó otras empresas. La vida nómada, la suya. El Congreso empezó a recurrir a él para los desarrollos tecnológicos de la nación. ¿Cómo podría una señal wifi fluir por el aire? Preguntemos a la consultora de Don Norman. ¿A cuántos píxeles por centímetro en una pantalla llamamos alta definición? Preguntemos a Don Norman. ¿El iPhone? Don Norman.
“El legado de Norman en el mundo del diseño es fundamental para comprender cómo hemos llegado a la era actual. Fue él quien realmente supo definir la importancia del diseño en un mundo cada vez más digital”, defiende Miguel Leiro, director del festival de diseño Mayrit. “En medio del bum digital, Norman nos recordó que, más allá de la tecnología, lo que realmente importa es cómo esta se integra en la vida de las personas. Sin embargo, también somos testigos de cómo su enfoque ha sido proliferado y, en muchos casos, capitalizado, a veces desvirtuado en su simplificación comercial. Su sobreexplotación corre el riesgo de reducir una metodología profunda a una herramienta superficial”.
Hay dos libros que Don Norman tiene a mano esta mañana, durante la conversación, y los sostiene ante la cámara con frecuencia. Con uno de ellos, se intuye el peso de haber hecho ya durante décadas eso que él hace, hilar disciplinas, dar pasos atrás para mirar el conjunto mientras otros ven el detalle, y eso le ha enfrentando al fracaso definitivo del diseño. El peor ejemplo de una interfaz reñida con su usuario: la humanidad y su Tierra. En nuevo libro, Design for a Better World (Diseño para un mundo mejor, 2024), parte de una máxima de Victor Papanek, diseñador austriaco: “El diseño es la disciplina más peligrosa de todos porque es el que más consume”.
Y le rebate: “Estaba en lo correcto pero no hizo bien en culpar a los diseñadores, que solo reciben la habilidad de diseñar. Para ir más allá hacen falta otras habilidades. Tienes que entender tu cultura, tu historia, las finanzas, los gobiernos y los negocios. Los diseñadores no siempre consiguen que los ejecutivos les escuchen. A mí mismo no me toman en serio. Tengo que hablarles en su idioma. Mostrarles el dinero o los premios o el prestigio que vamos a ganar. Debes hablar el idioma de tu cliente que, casi siempre, es tu jefe”.
Ahora coloca ante la cámara un ejemplar del viejo El diseño de las cosas cotidianas. “El problema es que lo que ponía en este libro no es correcto. No pongo nada incorrecto pero lo incorrecto es lo que no se dice. No se dice que el diseño está destruyendo culturas, obligando a todos a pensar como se piensa en occidental. EE UU tiene la culpa. España”, señala aquí al periodista, “tiene la culpa. Por llegar y conquistar. El libro no cuenta que los maravillosos materiales con los que hacemos estos teléfonos que no pesan nada vienen de la minería de otros países. Que el modelo de negocio actual te obliga a comprarte un móvil nuevo cada pocos años. Que no los puedes reparar. Que no puedes reutilizar sus componentes. Si eres diseñador, y ves que tu empresa derrocha materiales así, no puedes ir a tus jefes: ‘Oigan, esto no se puede hacer’. Tienes que ir: ‘Oigan, esta otra forma de hacer las cosas es mucho mejor”. Ah, pero el hombre capaz de rediseñar el mundo, ¿sería diseñador o sería profeta?
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Superestrella del diseño, es conocido por haber combinado de forma revolucionaria sus estudios universitarios de Psicología con los de Ingeniería. La escuela de diseño resultante marcó el siglo XX.
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