Randal_Stokes
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A veces en el cine conviene dejarse llevar por el misterio y la magia, por la capacidad visual y narrativa de los perros viejos que, aunque con caídas artísticas, han paseado en algún momento por el filo del triunfo. Uno de esos perros viejos —y el calificativo no es casual tratándose de una película como Dogman— es Luc Besson: niño prodigio del cine francés de género a principios de los ochenta con el fabuloso apocalipsis de Kamikaze 1999 (Le dernier combat), realizado a los 24 años; acaparador de plateas entusiasmadas con su colorido al borde de lo hortera en El gran azul; coleccionista de nuevos jóvenes espectadores con sus ambiguos thrillers de acción Nikita y León, el profesional, en la que legó un personaje para la historia junto a Natalie Portman; falso profeta de la nueva ciencia ficción con un producto más relamido que trascendente como El quinto elemento (1997); y desde entonces dando más tumbos que alegrías con grandilocuencias como Juana de Arco, productos para niños dignos y disparatados (la saga de los Minimoys), y desastres con reparto de lujo como Malavita.
Pero hete aquí que tras un titubeante siglo XXI, y ya con 65 años, se ha sacado de la manga un estimulante cruce de géneros, asentado en las fórmulas estilísticas del melodrama (rotundidad visual y sonora de colores y texturas), las estructuras del policiaco procedimental, aunque con un andamiaje a base de continuos flashbacks explicativos desde un prólogo impactante, un agrio toque social alrededor de la violencia de género e intrafamiliar, y hasta un solemne ramalazo de musical vintage y travestismo de cabaret, comandado por La vie en rose, de Édith Piaf, y la mítica Lili Marleen. Todo ello con una escritura, también de Besson y en solitario, en la que hay que dejarse llevar por su esencia de cruel cuento infantil clásico. Un Hansel y Gretel canino de dolor y violencia, venganza y estupefacción, que se devora desde su paralelismo religioso con los términos ingleses dog y god, perro y dios, que para la película vienen a ser lo mismo.
Ambientada en Estados Unidos pese a ser una producción francesa, Dogman es una fábula de cabo a rabo, y así debe verse si se quiere disfrutar. Con sus habituales desconsuelos y atrocidades, con los arquetipos de ogros y sargentillos ayudantes (el padre y el hermano; el mafioso extorsionador, el aprovechado corrupto de cuello blanco…), las hadas madrinas compañeras del cabaret, la princesa imposible de conquistar y, por supuesto, su preciosa inverosimilitud.
Contado con sucesivas vueltas atrás, el relato río del chaval machacado por su padre que, gracias a los perros, encuentra su particular venganza llegada la madurez, con su ímpetu, su inteligencia y el calor por los desfavorecidos, puede vislumbrarse también como una anómala historia de superhéroes con un evidente toque demencial hermanado con Joker. Y nada de todo esto hubiera sido posible sin el fantástico trabajo de Caleb Landry Jones, rostro de inquietud y desmayo, especializado en papeles retorcidos. Sobrio y elegante con su preciosa voz en la parte central de los interrogatorios en comisaría, y espectacularmente expansivo, pero sin estridencias, cuando despliega el escarmiento y la depravación.
Dogman es una película tan interesante que incluso su sustancia puede tener una doble lectura, y eso es muy bueno. Lo más habitual será verla como una fábula animalista, pero si se le da la vuelta con inteligencia también puede descifrarse como la confirmación de que la soledad y la aflicción pueden llevar a ciertas personas a un amor desmedido por los animales fuera de toda lógica.
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Pero hete aquí que tras un titubeante siglo XXI, y ya con 65 años, se ha sacado de la manga un estimulante cruce de géneros, asentado en las fórmulas estilísticas del melodrama (rotundidad visual y sonora de colores y texturas), las estructuras del policiaco procedimental, aunque con un andamiaje a base de continuos flashbacks explicativos desde un prólogo impactante, un agrio toque social alrededor de la violencia de género e intrafamiliar, y hasta un solemne ramalazo de musical vintage y travestismo de cabaret, comandado por La vie en rose, de Édith Piaf, y la mítica Lili Marleen. Todo ello con una escritura, también de Besson y en solitario, en la que hay que dejarse llevar por su esencia de cruel cuento infantil clásico. Un Hansel y Gretel canino de dolor y violencia, venganza y estupefacción, que se devora desde su paralelismo religioso con los términos ingleses dog y god, perro y dios, que para la película vienen a ser lo mismo.
Ambientada en Estados Unidos pese a ser una producción francesa, Dogman es una fábula de cabo a rabo, y así debe verse si se quiere disfrutar. Con sus habituales desconsuelos y atrocidades, con los arquetipos de ogros y sargentillos ayudantes (el padre y el hermano; el mafioso extorsionador, el aprovechado corrupto de cuello blanco…), las hadas madrinas compañeras del cabaret, la princesa imposible de conquistar y, por supuesto, su preciosa inverosimilitud.
Contado con sucesivas vueltas atrás, el relato río del chaval machacado por su padre que, gracias a los perros, encuentra su particular venganza llegada la madurez, con su ímpetu, su inteligencia y el calor por los desfavorecidos, puede vislumbrarse también como una anómala historia de superhéroes con un evidente toque demencial hermanado con Joker. Y nada de todo esto hubiera sido posible sin el fantástico trabajo de Caleb Landry Jones, rostro de inquietud y desmayo, especializado en papeles retorcidos. Sobrio y elegante con su preciosa voz en la parte central de los interrogatorios en comisaría, y espectacularmente expansivo, pero sin estridencias, cuando despliega el escarmiento y la depravación.
Dogman es una película tan interesante que incluso su sustancia puede tener una doble lectura, y eso es muy bueno. Lo más habitual será verla como una fábula animalista, pero si se le da la vuelta con inteligencia también puede descifrarse como la confirmación de que la soledad y la aflicción pueden llevar a ciertas personas a un amor desmedido por los animales fuera de toda lógica.
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‘Dogman’: Luc Besson firma su mejor película en décadas con una fábula animalista
Tras un titubeante siglo XXI, y ya con 65 años, el cineasta francés se ha sacado de la manga un estimulante cruce de géneros, asentado en las fórmulas del melodrama, las estructuras del policiaco procedimental y un solemne ramalazo de musical vintage
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