akertzmann
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Antes que nada, querido lector de Letras americanas, me disculpo por el silencio en que permaneció este espacio durante el último mes.
Las vacaciones, sin embargo, son un derecho que se ganó con muchos esfuerzos, por lo que estamos obligados a respetarlas y a tomar los días que todo trabajador merece, aunque haya editores —da igual que los consideres amigos— que, con el pretexto de la periodización de una newsletter, traten de impedírnoslo.
Dicho esto, quiero contarles que, durante este mes de vacaciones, que, por supuesto, ni siquiera fueron tal cosa, es decir, vacaciones, pues por desgracia me vi obligado a trabajar en otras cosas, pude hablar con varios de ustedes, algunos de los cuales repitieron ante mí —lo que sigue no es queja, sino una toma de postura lo más clara posible— esa muletilla que se viene volviendo común y corriente desde hace al menos un par de décadas: “Me gustan mucho los libros de los que nos hablas, aunque algunos son muy difíciles”.
Aunque ya lo he dicho antes, en este espacio no creemos que existan libros fáciles ni difíciles, menos aún libros muy difíciles o muy fáciles: usar estas palabras, propias de los rompecabezas, el bobsleigh de las olimpiadas de invierno o la preparación y el horneado de un pato Pekín, es consecuencia directa de la pereza y el conformismo mental que el siglo veintiuno ha ido inoculando lenta pero imparablemente en todos nosotros, pereza que, ante la menor complicación, nos empuja al abandono tras pronunciar palabras como: “Esto es muy difícil para mí”. A esa pereza y a ese conformismo, además, hay que añadir el componente de la inmediatez, ese otro regalo envenenado de nuestro tiempo que es la voluntad de prisa, condición que nos hace quererlo todo en apenas un instante; el imperio, pues, del “ya”.
Digo esto para decir que lo que existe, desde el punto de vista de esta newsletter, que no parece estar totalmente de acuerdo con los derechos de sus trabajadores, son libros exigentes y libros sencillos, tanto como libros muy exigentes y libros muy sencillos, que es lo mismo que libros nada exigentes —experiencias, pues, que no demandan que el lector ponga nada de su parte, pues lo que hacen es entregar un bocado que ya fue digerido y que bien podría ser prescripto por los gastroenterólogos, junto con el metamucil, la papaya en ayunas y el magnesio nocturno; libros como cosas que se consumen en un “ya” que no alcanza el instante presente, pues sólo son pasado, algo que aconteció sin que lo notáramos, una suerte de literatura del “fue” y no del “es”, que es, en realidad, la que acá nos interesa.
En Letras americanas la literatura que interesa es la del “es”, aquellos libros, quiero decir, que no entregan algo digerido, ni siquiera algo suficientemente masticado, que no presentan al lector, pues, nada terminado, sino que, por el contrario, ponen delante suyo algo que sólo puede terminarse durante la lectura; libros que son exigentes, precisamente, porque demandan que el lector se comprometa y comprometa su tiempo a completarlos, en el sentido que Ursula K. Le Guin le imponía a la literatura verdadera: no una fabulación, sino una confabulación o el encuentro de dos fabulaciones: la del escritor y la del lector. Para esto, claro, el lector debe estar dispuesto a comprometer, sobre todo, su tiempo y sus esfuerzos, además de a atreverse a romper los ciclos propios de la inmediatez y el “ya”.
En las entregas venideras de esta newsletter, se hablará de libros que demandan el compromiso que he descrito, ya sea desde la historia que relatan, poniendo, por ejemplo, en guardia una moral determinada; ya sea desde la forma, es decir, a partir de una arquitectura que le pide al lector habitar la página y el mundo en que está de un modo distinto; ya sea desde el lenguaje, es decir, deformando el habla de la cotidianidad y proponiéndole al lector atreverse con el corazón más caliente de las palabras, que no es otro que el de los significados siendo un modo nuevo.
Igual, cuando nos adentremos, por ejemplo, en Perder el juicio, de Ariana Harwicz, en Todo puede ser, de Vicente Undurraga, en Carnada, de Eugenia Ladra o en Tu enfermedad será mi maestro, de Cristian Geisse, resolvemos la última de las angustias que asaltara a George Orwell, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial.
“Pocos asuntos tan urgentes y desatendidos como el siguiente: qué forma daremos, tras la destrucción y las mutaciones de la vida cotidiana, a nuestro tiempo libre y las actividades culturales con que deberemos llenarlo”. El riesgo, decía Orwell, era que, de no atender este asunto, “las actividades culturales, que exigen tiempo y compromiso, serían devoradas por las recreativas”.
Y las recreativas son geniales, claro, pero no son lo mismo que las culturales.
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Las vacaciones, sin embargo, son un derecho que se ganó con muchos esfuerzos, por lo que estamos obligados a respetarlas y a tomar los días que todo trabajador merece, aunque haya editores —da igual que los consideres amigos— que, con el pretexto de la periodización de una newsletter, traten de impedírnoslo.
Dicho esto, quiero contarles que, durante este mes de vacaciones, que, por supuesto, ni siquiera fueron tal cosa, es decir, vacaciones, pues por desgracia me vi obligado a trabajar en otras cosas, pude hablar con varios de ustedes, algunos de los cuales repitieron ante mí —lo que sigue no es queja, sino una toma de postura lo más clara posible— esa muletilla que se viene volviendo común y corriente desde hace al menos un par de décadas: “Me gustan mucho los libros de los que nos hablas, aunque algunos son muy difíciles”.
Una dificultad que no existe
Aunque ya lo he dicho antes, en este espacio no creemos que existan libros fáciles ni difíciles, menos aún libros muy difíciles o muy fáciles: usar estas palabras, propias de los rompecabezas, el bobsleigh de las olimpiadas de invierno o la preparación y el horneado de un pato Pekín, es consecuencia directa de la pereza y el conformismo mental que el siglo veintiuno ha ido inoculando lenta pero imparablemente en todos nosotros, pereza que, ante la menor complicación, nos empuja al abandono tras pronunciar palabras como: “Esto es muy difícil para mí”. A esa pereza y a ese conformismo, además, hay que añadir el componente de la inmediatez, ese otro regalo envenenado de nuestro tiempo que es la voluntad de prisa, condición que nos hace quererlo todo en apenas un instante; el imperio, pues, del “ya”.
Digo esto para decir que lo que existe, desde el punto de vista de esta newsletter, que no parece estar totalmente de acuerdo con los derechos de sus trabajadores, son libros exigentes y libros sencillos, tanto como libros muy exigentes y libros muy sencillos, que es lo mismo que libros nada exigentes —experiencias, pues, que no demandan que el lector ponga nada de su parte, pues lo que hacen es entregar un bocado que ya fue digerido y que bien podría ser prescripto por los gastroenterólogos, junto con el metamucil, la papaya en ayunas y el magnesio nocturno; libros como cosas que se consumen en un “ya” que no alcanza el instante presente, pues sólo son pasado, algo que aconteció sin que lo notáramos, una suerte de literatura del “fue” y no del “es”, que es, en realidad, la que acá nos interesa.
En Letras americanas la literatura que interesa es la del “es”, aquellos libros, quiero decir, que no entregan algo digerido, ni siquiera algo suficientemente masticado, que no presentan al lector, pues, nada terminado, sino que, por el contrario, ponen delante suyo algo que sólo puede terminarse durante la lectura; libros que son exigentes, precisamente, porque demandan que el lector se comprometa y comprometa su tiempo a completarlos, en el sentido que Ursula K. Le Guin le imponía a la literatura verdadera: no una fabulación, sino una confabulación o el encuentro de dos fabulaciones: la del escritor y la del lector. Para esto, claro, el lector debe estar dispuesto a comprometer, sobre todo, su tiempo y sus esfuerzos, además de a atreverse a romper los ciclos propios de la inmediatez y el “ya”.
Sirva para otra forma de tiempo
En las entregas venideras de esta newsletter, se hablará de libros que demandan el compromiso que he descrito, ya sea desde la historia que relatan, poniendo, por ejemplo, en guardia una moral determinada; ya sea desde la forma, es decir, a partir de una arquitectura que le pide al lector habitar la página y el mundo en que está de un modo distinto; ya sea desde el lenguaje, es decir, deformando el habla de la cotidianidad y proponiéndole al lector atreverse con el corazón más caliente de las palabras, que no es otro que el de los significados siendo un modo nuevo.
Igual, cuando nos adentremos, por ejemplo, en Perder el juicio, de Ariana Harwicz, en Todo puede ser, de Vicente Undurraga, en Carnada, de Eugenia Ladra o en Tu enfermedad será mi maestro, de Cristian Geisse, resolvemos la última de las angustias que asaltara a George Orwell, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial.
“Pocos asuntos tan urgentes y desatendidos como el siguiente: qué forma daremos, tras la destrucción y las mutaciones de la vida cotidiana, a nuestro tiempo libre y las actividades culturales con que deberemos llenarlo”. El riesgo, decía Orwell, era que, de no atender este asunto, “las actividades culturales, que exigen tiempo y compromiso, serían devoradas por las recreativas”.
Y las recreativas son geniales, claro, pero no son lo mismo que las culturales.
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¿Difíciles o exigentes?
En Letras americanas la literatura que interesa es la del “es”, aquellos libros que no entregan algo digerido, ni siquiera algo suficientemente masticado, que no presentan al lector nada terminado
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