daugherty.andres
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“Llegamos a un aeropuerto desolado entre el desierto y el mar, coronado por funestas y paradisiacas montañas rosas. Al otro lado de las montañas estaba la ciudad y llegamos a ella desde tierra firme, cruzando un vallecito desnudo y polvoriento donde habían construido, con el indescriptible desorden habitual, la parte moderna de la ciudad. Se me encogió el corazón, la oscuridad cayó sobre mí. Me di cuenta de que, obstinadamente, la historia defraudaba mis ilusiones antihistóricas con estúpida ferocidad”. En septiembre de 1973, Pier Paolo Pasolini escribió para la edición italiana de la revista Playboy una larga crónica sobre su búsqueda de localizaciones y reparto en África para rodar Las mil y una noches (1974), la película que estaba terminando. Aquella debía ser la última parte de la Trilogía de la vida que había comenzado con El Decamerón y continuado con Los cuentos de Canterbury. Ambas películas habían tenido un éxito comercial poco habitual en la filmografía del boloñés, acostumbrado a facturar películas ensayísticas y experimentales que rompían los tópicos del neorrealismo, así que la última de ellas, una adaptación libérrima de algunos relatos de la archiconocida recopilación medieval de cuentos árabes, tuvo más presupuesto y una producción mucho más ambiciosa. Pero no fue fácil llevarla a la práctica.
El texto que inicia este artículo constata su decepción al descubrir que Al Mukalla, en Yemen, había sido reconstruida y renovada con edificios que, aunque replicaban el estilo de su arquitectura tradicional, empleaban materiales modernos. Pasolini había viajado a Yemen en busca de tesoros intactos, pero la modernidad y la industrialización le habían tomado la delantera. “Desesperado”, cuenta, siguió buscando lugares que hubiesen conservado la peculiar arquitectura vertical del país, que ya había documentado en Los muros de Sana’a, un documental que había rodado en 1971 para conseguir que “el Manhattan de África”, recibiese la protección de la UNESCO. Por fin, llegaron a Seiyun al anochecer. A la mañana siguiente, al despertar, subió a la terraza del edificio donde se hospedaba. Vio una ciudad dormida, silenciosa, llena de torrecitas pardas, sin cables ni apenas construcciones modernas. Un tesoro intacto. “El tiempo era como un mar de calor y luz sobre en cuyo fondo melancólico Seiun había permanecido intacta, sin arrepentimientos ni esperanzas”. Por una vez, había llegado a tiempo.
El rodaje de Las mil y una noches fue, en cierto modo, una carrera contrarreloj contra un mundo que se esfumaba. Pasolini no solía utilizar decorados, sino localizaciones reales, por muy deterioradas que estuviesen. Por eso sus personajes siempre parecen moverse entre ruinas, como si improvisaran una escena teatral en una casa abandonada o un barrio periférico. Así lo escribió Fernando Trueba en EL PAÍS en 1978, en un artículo donde confesaba que le parecía la mejor película del italiano. “Pasolini ha filmado el pasado sin la pátina habitual de las recreaciones, como si el cine existiera en la época de su relato, es decir, con una cámara salvaje, naif, pura, con una estética documental y una escritura que huye de la elaboración y los prejuicios, incurriendo con ello en otra forma de sofisticación”.
Aquella frescura era pura política. En Pajaritos y pajarracos (1965), una pareja de frailes franciscanos medievales formada por el cómico Totò y Ninetto Davoli –el joven del arroyo que fue el actor fetiche de Pasolini y, según sus biógrafos, el gran amor de su vida– deambulan por la periferia romana sin rumbo fijo. En un momento determinado, llegan a un cruce de caminos donde hay un poste lleno de letreros. Las señales no indican la distancia hasta los pueblos cercanos, sino hasta Estambul, Cuba o China, “puntos de un mapa extraño y escandaloso”, tal y como escribió la crítica Sivestra Mariniello. Para Pasolini, el mundo rural de Italia, devastado por la industrialización y el consumismo de los años sesenta, los del Milagro Económico Italiano, la industria y el germen del Made in Italy, era hermano de las regiones de África o Asia que en aquella época empezaban a denominarse como el Tercer Mundo: una especie de continente paleoindustrial en el que todavía podía hallarse una pureza, una frescura y un sentido sagrado de la existencia anterior a la irrupción del consumo y el capitalismo.
Fue allí donde rodó esta película: en Yemen, Irán y Nepal, en una odisea que parece inverosímil si tenemos en cuenta que, en aquellos años, estas regiones eran, en el mejor de los casos, vírgenes para este tipo de producciones. En el peor, escenario de guerras, conflictos y sangrientas secuelas poscoloniales en el ámbito de la guerra fría. “Para mí es la mejor de la Trilogía”, explica al teléfono el escritor Miguel Dalmau, autor de la monumental biografía Pasolini. El último profeta (Tusquets, 2022). “Incluso tiene un interés documental. Hoy el mundo entero se ha convertido en destino turístico, pero en aquella época la gente no viajaba tanto. Yemen, India o Nepal eran países que no habíamos visto nunca, porque no existía una iconografía actualizada sobre ellos”.
En aquel equipo de rodaje viajaba el joven fotógrafo Roberto Villa, que años después recopiló parte de aquella aventura en un libro y varias exposiciones. Su crónica relata un viaje atropellado del que salió milagrosamente ileso. Un recorrido que lo llevó de Milán a Roma, Beirut, Asmara, Hodeida y Adén, base de operaciones del rodaje, en aviones a punto de desintegrarse, autocares harapientos y coches que esquivaban tiroteos por la guerra civil de Yemen. Los cien mil metros de película se rodaron aquella primavera a 45 grados a la sombra y 56 al sol. En Sanaa, la ciudad adorada por Pasolini, se encontraron con un calor demencial, un olor nauseabundo procedente de las alcantarillas abiertas, sin una brizna de aire, y el rechazo de la gente: los hombres de la ciudad se pusieron celosos ante el entusiasmo con que las mujeres recibieron la llegada del joven equipo de rodaje, y les culparon de la sequía. En Saiyun, Pasolini decidió que la habitación del demonio, uno de los espacios más fascinantes de la película, necesitaba una luz amarillenta. Para ello, adosaron grandes láminas de gelatina ocre a las ventanas. La luz fue perfecta, pero la temperatura aumentó como en un horno. Y todo ello sucedía a pocos metros de la base militar donde recibían entrenamiento las fuerzas armadas revolucionarias de Yemen del Sur.
Toda esta dificultad, sin embargo, se transforma en la pantalla en una película fascinantemente ligera y densa al mismo tiempo, donde los relatos se suceden y encadenan de forma onírica. Es un filme recorrido por el erotismo y el humor, y también por la luz. Así lo escribió Terenci Moix, que conoció bien a Pasolini en Roma y estaba muy familiarizado con su obra cinematográfica. “La trilogía corresponde todavía a un poeta enfrascado en la búsqueda de la pureza, tratando de devolver el mito a sus orígenes y hallando, en esta restitución, una huida del hastío que la sociedad neocapitalista le producía”, apuntó el catalán. “Cualquier análisis crítico parece gratuito, y es posible que el propio Pasolini desease que su obra fuese contemplada, cuando menos por una vez, como el sueño de un mago prehistórico”. Ese sueño de un mago prehistórico se vuelve complicado porque la narración no siempre es lineal y la propia estética de la película salta de un escenario a otro, de un país a otro, de un continente a otro.
Aunque aparecen algunos actores habituales en el cine de Pasolini, la mayoría de los elegidos fueron seleccionados in situ. De ahí surge otra extravagancia de la película, cuyos intérpretes parecen jugar o bromear, lejos de la severidad de los actores profesionales. Hay risas, guiños, bostezos. Una gestualidad de función escolar que, sin embargo, logra transmitir esa sensación de realidad que Pasolini buscaba: no la realidad de lo narrado, sino de lo mostrado. De hecho, el flamante vestuario, diseñado por Danilo Donati, quedó eclipsado en la película por el atuendo de los parroquianos y espontáneos. Cuenta Roberto Villa que, al ver las cámaras y los trajes de los actores, los espontáneos improvisaban atuendos extravagantes con su propia ropa para estar a la altura. Daba igual que no supieran actuar: el director los elegía por su aspecto o su expresividad y, en el set, les daba instrucciones precisas sobre lo que quería. Posteriormente, los diálogos se introducían en el estudio de doblaje, que no por casualidad estaba en Lecce (Apulia), en el sur de Italia: el director quería un acento meridional que, creía, encajaba mejor que el acento estándar del doblaje convencional.
El resultado es fascinante, complicado y sencillo a la vez. Y de alto voltaje. Ya desde el guion, que escribió junto a Dacia Maraini, Pasolini había concebido una película de tres horas y media, “lleno de sexo”. En cada relato, distintos personajes mantienen relaciones con aire lúdico e intrascendente, ajenos a conceptos burgueses como la fidelidad o la promiscuidad. “La historia es un pretexto para expresar la importancia del cuerpo”, apunta Dalmau. “El gran debate de Mayo del 68 fue una actitud más libre sobre la utilización del cuerpo y la sexualidad, una reivindicación del cuerpo libre y desnudo”. En efecto, la película muestra una gran cantidad de desnudos de actores de ambos sexos y una sexualidad desprejuiciada que evoca, en sus mejores momentos, esa inocencia precapitalista con que soñaba Pasolini y, en otros, su fijación sexual con los jóvenes del subproletariado que no le abandonó hasta la muerte.
Y todo ello sucedía en países en conflicto con gobiernos revolucionarios, muchos de los cuales franquearon el paso a Pasolini por su compromiso con la izquierda y con el marxismo. En plena Guerra Fría, sin embargo, había imprevistos no contemplados en los manuales de política. Cuenta Roberto Villa que los gobiernos revolucionarios, de signo islámico, hacían imposible rodar en Yemen las escenas eróticas. Los encuentros sexuale, tuvieron que rodarse paradójicamente en Irán, donde Pasolini había obtenido el apoyo oficial del Sha y su hermana. Pero incluso allí caminaron sobre la cuerda floja. La trama que sirve como hilo conductor de todo el relato, la historia de amor entre Nur-ed-Din y la esclava Zumurrud (interpretada por la actriz italiana Ines Pellegrini), tiene su culmen en una escena en que Zumurrud, disfrazada de rey, decide tomar el pelo a su amado, que aún no ha descubierto su verdadera identidad, y amenaza con penetrarlo contra su voluntad. Pues bien, aquella escena se rodó en una estancia de la Mezquita del Viernes de Isfahán. El director de arte Dante Ferretti, futuro ganador de tres premios Oscar, ideó un palco en forma de plataforma para simular una estancia en lo alto de la bóveda. En realidad, era una estrategia para que nadie supiera lo que estaban rodando. “Se estaba cometiendo un sacrilegio que, si se descubría, podía costar caro a todos”, escribió Villa.
Tras su estreno en el Festival de Cannes, la película ganó el Premio Especial del Jurado, pero fue denunciada en el preestreno. Llama la atención que el fiscal Giovanni Caizzi, que pidió el sobreseimiento, alegara que la película no era obscena debido a “la representación de una sexualidad y de una afectividad que no son enfermizas… porque están libres de la idea de pecado propia de la tradición cristiana”. Sin embargo, los hechos discurrieron de un modo que Pasolini no había imaginado. En su defensa de un erotismo libre y desprejuiciado, no previó que sus películas darían origen a toda una estirpe de películas eróticas de baja estofa basadas en su misma fórmula. Ese fue uno de los motivos de su Abjuración de la Trilogía de la vida, un texto que publicó en 1975 y que precedió a Saló o los 120 días de Sodoma, la que sería su última película. “La abjuración llegó porque Pasolini se dio cuenta de que aquella celebración de la sexualidad en realidad formaba parte de la estrategia del poder, que había decidido tolerar el sexo”, explica Dalmau. “Por eso abjura de esas películas. El problema es el poder, y Pasolini nunca se deja atrapar por los clichés que impone el poder”.
De ahí viene otra paradoja muy contemporánea: cincuenta años después de su estreno, pocos se acuerdan de Las mil y una noches, igual que, en general, del cine de Pasolini. Sin embargo, su prolífica obra literaria, especialmente la ensayística y periodística, se ha convertido en un elemento imprescindible de la vida pública. Se cita a Pasolini continuamente, y en ocasiones desde posiciones políticas muy distintas. “Todo el mundo puede aprovechar el Pasolini que quiera”, explica Dalmau, que alude a ese carácter contradictorio. Giuseppe Grosso, editor en Altamarea, ha recuperado en los últimos años para el público español buena parte de la obra ensayística y narrativa de Pasolini, y confirma este interés por parte del público. “Ha envejecido mejor que otros autores de su época, porque se puede leer a un nivel más profundo, desligado de la contingencia política”. Grosso señala, por ejemplo, su análisis del capitalismo incipiente “que hoy ya no es incipiente”, reflexiona. “Fue uno de los primeros en alzar la voz frente al entusiasmo del desarrollismo y habló de las consecuencias antropológicas del capitalismo como tótem social, en hablar de la urbanización masiva o el consumismo”.
Pero, al mismo tiempo, es una voz escurridiza, un intelectual de izquierdas que, en mayo del 68, se puso del lado de la policía, porque consideraba que eran los auténticos proletarios, o a posicionarse contra el aborto en 1975, un episodio que le valió enfrentamientos con amigos y amigas muy cercanos. “Siempre fue herético, hay que recordar que el propio partido comunista le expulsó por conducta inmoral”, explica Grosso. Sin embargo, apunta, no todo vale. “El contacto con cierto populismo de derechas viene por su crítica al progreso y la tecnología. Hay ciertos textos donde Pasolini ensalza un modo de vida rural, más simple, ligado a la tradición. Pero la tradición, tal y como él la entendía, no es la misma que reivindica la derecha de hoy. Puede haber puntos de contacto desde una lectura superficial, pero solo de ese modo”. Dalmau cree que esta ambivalencia es parte de su negativa a ejercer como intelectual orgánico. “Creo que le habría encantado esta interpretación”, replica. “Ser canonizado le habría repugnado”.
El cierto modo, el medio siglo que ha transcurrido desde el rodaje de Las mil y una noches invita a pensar sobre una obra construida a contracorriente y, probablemente, desde la plena consciencia de que estaba destinada a la contradicción. Si el erotismo aparentemente inocente de la película inauguró involuntariamente la corriente más kitsch de la commedia sexy all’italiana, sus imágenes de paraísos perdidos rodadas cinco minutos antes de su desaparición conllevaban también el descubrimiento de estos lugares y, como una cueva rupestre reabierta tras siglos de clausura, su desaparición. Pero ahí está la paradoja. Pasolini murió salvajemente asesinado en 1975. Si su legado sigue vivo, tal vez sea porque muchas de las preguntas que planteó eran tan irresolubles y fundamentales como sus propias contradicciones.
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El texto que inicia este artículo constata su decepción al descubrir que Al Mukalla, en Yemen, había sido reconstruida y renovada con edificios que, aunque replicaban el estilo de su arquitectura tradicional, empleaban materiales modernos. Pasolini había viajado a Yemen en busca de tesoros intactos, pero la modernidad y la industrialización le habían tomado la delantera. “Desesperado”, cuenta, siguió buscando lugares que hubiesen conservado la peculiar arquitectura vertical del país, que ya había documentado en Los muros de Sana’a, un documental que había rodado en 1971 para conseguir que “el Manhattan de África”, recibiese la protección de la UNESCO. Por fin, llegaron a Seiyun al anochecer. A la mañana siguiente, al despertar, subió a la terraza del edificio donde se hospedaba. Vio una ciudad dormida, silenciosa, llena de torrecitas pardas, sin cables ni apenas construcciones modernas. Un tesoro intacto. “El tiempo era como un mar de calor y luz sobre en cuyo fondo melancólico Seiun había permanecido intacta, sin arrepentimientos ni esperanzas”. Por una vez, había llegado a tiempo.
El rodaje de Las mil y una noches fue, en cierto modo, una carrera contrarreloj contra un mundo que se esfumaba. Pasolini no solía utilizar decorados, sino localizaciones reales, por muy deterioradas que estuviesen. Por eso sus personajes siempre parecen moverse entre ruinas, como si improvisaran una escena teatral en una casa abandonada o un barrio periférico. Así lo escribió Fernando Trueba en EL PAÍS en 1978, en un artículo donde confesaba que le parecía la mejor película del italiano. “Pasolini ha filmado el pasado sin la pátina habitual de las recreaciones, como si el cine existiera en la época de su relato, es decir, con una cámara salvaje, naif, pura, con una estética documental y una escritura que huye de la elaboración y los prejuicios, incurriendo con ello en otra forma de sofisticación”.
Aquella frescura era pura política. En Pajaritos y pajarracos (1965), una pareja de frailes franciscanos medievales formada por el cómico Totò y Ninetto Davoli –el joven del arroyo que fue el actor fetiche de Pasolini y, según sus biógrafos, el gran amor de su vida– deambulan por la periferia romana sin rumbo fijo. En un momento determinado, llegan a un cruce de caminos donde hay un poste lleno de letreros. Las señales no indican la distancia hasta los pueblos cercanos, sino hasta Estambul, Cuba o China, “puntos de un mapa extraño y escandaloso”, tal y como escribió la crítica Sivestra Mariniello. Para Pasolini, el mundo rural de Italia, devastado por la industrialización y el consumismo de los años sesenta, los del Milagro Económico Italiano, la industria y el germen del Made in Italy, era hermano de las regiones de África o Asia que en aquella época empezaban a denominarse como el Tercer Mundo: una especie de continente paleoindustrial en el que todavía podía hallarse una pureza, una frescura y un sentido sagrado de la existencia anterior a la irrupción del consumo y el capitalismo.
Fue allí donde rodó esta película: en Yemen, Irán y Nepal, en una odisea que parece inverosímil si tenemos en cuenta que, en aquellos años, estas regiones eran, en el mejor de los casos, vírgenes para este tipo de producciones. En el peor, escenario de guerras, conflictos y sangrientas secuelas poscoloniales en el ámbito de la guerra fría. “Para mí es la mejor de la Trilogía”, explica al teléfono el escritor Miguel Dalmau, autor de la monumental biografía Pasolini. El último profeta (Tusquets, 2022). “Incluso tiene un interés documental. Hoy el mundo entero se ha convertido en destino turístico, pero en aquella época la gente no viajaba tanto. Yemen, India o Nepal eran países que no habíamos visto nunca, porque no existía una iconografía actualizada sobre ellos”.
En aquel equipo de rodaje viajaba el joven fotógrafo Roberto Villa, que años después recopiló parte de aquella aventura en un libro y varias exposiciones. Su crónica relata un viaje atropellado del que salió milagrosamente ileso. Un recorrido que lo llevó de Milán a Roma, Beirut, Asmara, Hodeida y Adén, base de operaciones del rodaje, en aviones a punto de desintegrarse, autocares harapientos y coches que esquivaban tiroteos por la guerra civil de Yemen. Los cien mil metros de película se rodaron aquella primavera a 45 grados a la sombra y 56 al sol. En Sanaa, la ciudad adorada por Pasolini, se encontraron con un calor demencial, un olor nauseabundo procedente de las alcantarillas abiertas, sin una brizna de aire, y el rechazo de la gente: los hombres de la ciudad se pusieron celosos ante el entusiasmo con que las mujeres recibieron la llegada del joven equipo de rodaje, y les culparon de la sequía. En Saiyun, Pasolini decidió que la habitación del demonio, uno de los espacios más fascinantes de la película, necesitaba una luz amarillenta. Para ello, adosaron grandes láminas de gelatina ocre a las ventanas. La luz fue perfecta, pero la temperatura aumentó como en un horno. Y todo ello sucedía a pocos metros de la base militar donde recibían entrenamiento las fuerzas armadas revolucionarias de Yemen del Sur.
Toda esta dificultad, sin embargo, se transforma en la pantalla en una película fascinantemente ligera y densa al mismo tiempo, donde los relatos se suceden y encadenan de forma onírica. Es un filme recorrido por el erotismo y el humor, y también por la luz. Así lo escribió Terenci Moix, que conoció bien a Pasolini en Roma y estaba muy familiarizado con su obra cinematográfica. “La trilogía corresponde todavía a un poeta enfrascado en la búsqueda de la pureza, tratando de devolver el mito a sus orígenes y hallando, en esta restitución, una huida del hastío que la sociedad neocapitalista le producía”, apuntó el catalán. “Cualquier análisis crítico parece gratuito, y es posible que el propio Pasolini desease que su obra fuese contemplada, cuando menos por una vez, como el sueño de un mago prehistórico”. Ese sueño de un mago prehistórico se vuelve complicado porque la narración no siempre es lineal y la propia estética de la película salta de un escenario a otro, de un país a otro, de un continente a otro.
Aunque aparecen algunos actores habituales en el cine de Pasolini, la mayoría de los elegidos fueron seleccionados in situ. De ahí surge otra extravagancia de la película, cuyos intérpretes parecen jugar o bromear, lejos de la severidad de los actores profesionales. Hay risas, guiños, bostezos. Una gestualidad de función escolar que, sin embargo, logra transmitir esa sensación de realidad que Pasolini buscaba: no la realidad de lo narrado, sino de lo mostrado. De hecho, el flamante vestuario, diseñado por Danilo Donati, quedó eclipsado en la película por el atuendo de los parroquianos y espontáneos. Cuenta Roberto Villa que, al ver las cámaras y los trajes de los actores, los espontáneos improvisaban atuendos extravagantes con su propia ropa para estar a la altura. Daba igual que no supieran actuar: el director los elegía por su aspecto o su expresividad y, en el set, les daba instrucciones precisas sobre lo que quería. Posteriormente, los diálogos se introducían en el estudio de doblaje, que no por casualidad estaba en Lecce (Apulia), en el sur de Italia: el director quería un acento meridional que, creía, encajaba mejor que el acento estándar del doblaje convencional.
El resultado es fascinante, complicado y sencillo a la vez. Y de alto voltaje. Ya desde el guion, que escribió junto a Dacia Maraini, Pasolini había concebido una película de tres horas y media, “lleno de sexo”. En cada relato, distintos personajes mantienen relaciones con aire lúdico e intrascendente, ajenos a conceptos burgueses como la fidelidad o la promiscuidad. “La historia es un pretexto para expresar la importancia del cuerpo”, apunta Dalmau. “El gran debate de Mayo del 68 fue una actitud más libre sobre la utilización del cuerpo y la sexualidad, una reivindicación del cuerpo libre y desnudo”. En efecto, la película muestra una gran cantidad de desnudos de actores de ambos sexos y una sexualidad desprejuiciada que evoca, en sus mejores momentos, esa inocencia precapitalista con que soñaba Pasolini y, en otros, su fijación sexual con los jóvenes del subproletariado que no le abandonó hasta la muerte.
Y todo ello sucedía en países en conflicto con gobiernos revolucionarios, muchos de los cuales franquearon el paso a Pasolini por su compromiso con la izquierda y con el marxismo. En plena Guerra Fría, sin embargo, había imprevistos no contemplados en los manuales de política. Cuenta Roberto Villa que los gobiernos revolucionarios, de signo islámico, hacían imposible rodar en Yemen las escenas eróticas. Los encuentros sexuale, tuvieron que rodarse paradójicamente en Irán, donde Pasolini había obtenido el apoyo oficial del Sha y su hermana. Pero incluso allí caminaron sobre la cuerda floja. La trama que sirve como hilo conductor de todo el relato, la historia de amor entre Nur-ed-Din y la esclava Zumurrud (interpretada por la actriz italiana Ines Pellegrini), tiene su culmen en una escena en que Zumurrud, disfrazada de rey, decide tomar el pelo a su amado, que aún no ha descubierto su verdadera identidad, y amenaza con penetrarlo contra su voluntad. Pues bien, aquella escena se rodó en una estancia de la Mezquita del Viernes de Isfahán. El director de arte Dante Ferretti, futuro ganador de tres premios Oscar, ideó un palco en forma de plataforma para simular una estancia en lo alto de la bóveda. En realidad, era una estrategia para que nadie supiera lo que estaban rodando. “Se estaba cometiendo un sacrilegio que, si se descubría, podía costar caro a todos”, escribió Villa.
Tras su estreno en el Festival de Cannes, la película ganó el Premio Especial del Jurado, pero fue denunciada en el preestreno. Llama la atención que el fiscal Giovanni Caizzi, que pidió el sobreseimiento, alegara que la película no era obscena debido a “la representación de una sexualidad y de una afectividad que no son enfermizas… porque están libres de la idea de pecado propia de la tradición cristiana”. Sin embargo, los hechos discurrieron de un modo que Pasolini no había imaginado. En su defensa de un erotismo libre y desprejuiciado, no previó que sus películas darían origen a toda una estirpe de películas eróticas de baja estofa basadas en su misma fórmula. Ese fue uno de los motivos de su Abjuración de la Trilogía de la vida, un texto que publicó en 1975 y que precedió a Saló o los 120 días de Sodoma, la que sería su última película. “La abjuración llegó porque Pasolini se dio cuenta de que aquella celebración de la sexualidad en realidad formaba parte de la estrategia del poder, que había decidido tolerar el sexo”, explica Dalmau. “Por eso abjura de esas películas. El problema es el poder, y Pasolini nunca se deja atrapar por los clichés que impone el poder”.
De ahí viene otra paradoja muy contemporánea: cincuenta años después de su estreno, pocos se acuerdan de Las mil y una noches, igual que, en general, del cine de Pasolini. Sin embargo, su prolífica obra literaria, especialmente la ensayística y periodística, se ha convertido en un elemento imprescindible de la vida pública. Se cita a Pasolini continuamente, y en ocasiones desde posiciones políticas muy distintas. “Todo el mundo puede aprovechar el Pasolini que quiera”, explica Dalmau, que alude a ese carácter contradictorio. Giuseppe Grosso, editor en Altamarea, ha recuperado en los últimos años para el público español buena parte de la obra ensayística y narrativa de Pasolini, y confirma este interés por parte del público. “Ha envejecido mejor que otros autores de su época, porque se puede leer a un nivel más profundo, desligado de la contingencia política”. Grosso señala, por ejemplo, su análisis del capitalismo incipiente “que hoy ya no es incipiente”, reflexiona. “Fue uno de los primeros en alzar la voz frente al entusiasmo del desarrollismo y habló de las consecuencias antropológicas del capitalismo como tótem social, en hablar de la urbanización masiva o el consumismo”.
Pero, al mismo tiempo, es una voz escurridiza, un intelectual de izquierdas que, en mayo del 68, se puso del lado de la policía, porque consideraba que eran los auténticos proletarios, o a posicionarse contra el aborto en 1975, un episodio que le valió enfrentamientos con amigos y amigas muy cercanos. “Siempre fue herético, hay que recordar que el propio partido comunista le expulsó por conducta inmoral”, explica Grosso. Sin embargo, apunta, no todo vale. “El contacto con cierto populismo de derechas viene por su crítica al progreso y la tecnología. Hay ciertos textos donde Pasolini ensalza un modo de vida rural, más simple, ligado a la tradición. Pero la tradición, tal y como él la entendía, no es la misma que reivindica la derecha de hoy. Puede haber puntos de contacto desde una lectura superficial, pero solo de ese modo”. Dalmau cree que esta ambivalencia es parte de su negativa a ejercer como intelectual orgánico. “Creo que le habría encantado esta interpretación”, replica. “Ser canonizado le habría repugnado”.
El cierto modo, el medio siglo que ha transcurrido desde el rodaje de Las mil y una noches invita a pensar sobre una obra construida a contracorriente y, probablemente, desde la plena consciencia de que estaba destinada a la contradicción. Si el erotismo aparentemente inocente de la película inauguró involuntariamente la corriente más kitsch de la commedia sexy all’italiana, sus imágenes de paraísos perdidos rodadas cinco minutos antes de su desaparición conllevaban también el descubrimiento de estos lugares y, como una cueva rupestre reabierta tras siglos de clausura, su desaparición. Pero ahí está la paradoja. Pasolini murió salvajemente asesinado en 1975. Si su legado sigue vivo, tal vez sea porque muchas de las preguntas que planteó eran tan irresolubles y fundamentales como sus propias contradicciones.
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