Eve_Carter
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Está la noche de FIL en que logré escaparme del delirio de Vallarino, convencido de que habíamos alcanzado un nivel etílico como salvoconducto para abordar la nave nodriza que habría de llevarnos de vuelta al planeta Venus y en otra edición, el inolvidable baile en la Mutualista cuando una escritora obesa tuvo a bien enseñar a la comunidad editorial lo mal que se ve la tanga entre cuatro lonjas colgantes y glúteos de luchador sumo.
Está el instante eléctrico en que el poeta Nicanor Parra contestó a un insistente necio y teco de la Autónoma de Guadalajara que sí creía en Dios. “Se llamó Juan Sebastián Bach”, le dijo y el facha quedó mudo y está también el bendito año en que Juan José Arreola ganó el Premio en ese entonces llamado Juan Rulfo y luego de que me honró presentándole un librito nos fuimos a una juerga psicodélica que inundó al corazón de Guadalajara con versos en francés y muchos latines o la bendita tarde en que Aura y yo nos acercamos a Papá Eliseo Diego y felicitándolo, recibimos como respuesta la bendición de mano abierta y sonrisa á la Conrad sin que tuviésemos que decirle que estábamos embarazados de nuestro primer hijo.
Están más de tres décadas de autores y escritoras, libros y libros y más libros que marcaron el biorritmo y ecosistema de mi mente. Por eso no empieza ningún diciembre sin la íntima sensación de que abrazo a los poetas entrañables y beso la mano de las cuentistas que conozco desde niñas… nace diciembre de cada año con la barba blanca que he de afeitarme cada mes de marzo para volver a sumar los meses hasta lograr otro diciembre en que los ecos de la FIL me remitan a la nómina de los autores que ya se fueron, los recién premiados, los que están por presentar su primer libro… porque nace diciembre y llegan los jóvenes editores, independientes, y los viejos carcamanes y los inmensos consorcios y el mar del millón de lectores, de niños que sueñan con los libros que abaten toda pantalla mágica y las abuelas que miran impresos los cuentos que cuentan de memoria.. y por el pasillo desfila la sombra de un inmortal entre páginas como sábanas que levitan a pocos metros del suelo del recinto espectacular que de noche no se queda en silencio porque está el año en que descubrimos que cada año hay un Náufrago de la FIL. Un güey que dicen trabajó en Planeta y se quedó ebrio durmiendo la mona en la FIL’99 (cuando premiaron a Pitol) y vive de papel que moja en las aguas de los baños, encerrado en el recinto ferial año con año hasta que vuelven a abrir y logra pergeñar botanas aisladas y restos de lonches, media torta ahogada y cacahuates a medias para sobrevivir otra aventura libresca entre las mejores plumas del mundo con eñe.
Está el año en que me equivoqué de presentación y entré con prisa a la mesa dedicada a “Cactáceas de Sinaloa” y la noche en que Saramago compartió con Gabo y Fuentes el gran chisme de que yo lo confundí una mañana helada con Roger Bartra en pleno Paseo de Recoletos y la media mañana en que conocí a mi ídolo Sergio Aragonés o el largo pasillo de los cajeros automáticos donde también se le cayeron los pantalones al entrañable José Emilio Pacheco y las veces en que hubo mesitas para la ingesta de esa noble bebida tradicional jalisciense capitalizada por la familia Sauza, de cuando fui a la FIL como editor del Fondo de Cultura Económica como editor de la colección barata y accesible de FONDO 2000 inmaculada ante el populoide engendro de la ventolera pueblerina con la que ahora humillan al lector limitado y pensar que ese mismo año me integré al trío del piano bar de un hotel cercano a la Expo Guadalajara (con camisa floreada y guitarra al canto) y el director de FCE (expresidente de México) no pudo contravenir que ganaba yo más con las propinas que la suma de los viáticos que se me asignaron para estar al pie del stand todas las horas de todos los días en que la vida misma desfila por los pasillos interminables de esa bendita feria donde hubo el año en que engañé a una doña tapatía con el cuento de que yo era el hijo único de Pavarotti y la noche en que firmé 11 ejemplares de un libro de Guillermo del Toro ante unos pobres incautos que erraron en el parecido o la cantidad de FILibusteros a quienes engañé afirmando que me llamaba Rosario Castellanos o la noche con los mil jóvenes anónimos que de verdad se la creyeron que me llamaba Margo Glantz.
Que por la FIL he vivido mucha vida a la sombra de mis Maestros con Mayúscula: Luis González y José Luis Martínez, que he seguido de cerca los párrafos ascendentes de escritoras que llegaron en ciernes y autores que ya suman dos o tres generaciones de fieles lectores y grandes editores de veras, tipógrafos a la antigua y diseñadores de restirador y pinceles anteriores a la magia cibernética y el oleaje conmovedor de lectores de todo el Occidente de México, los que vienen del Bajío y de todo el Estado de Jalisco que esperan el diciembre que nace con la FIL para hacerse de libros que se leen por placer, no los que piden la lista de las escuelas, sino los que te laten por la portada o tipografías, los que te toca ver presentar en boca de autores de carne y hueso en ese raro sortilegio de feria expansiva y contagiosa que tanto bien le hace al mancillado panorama del país.
Están las FIL que solo sirvieron para cazar autógrafos sin imaginar remotamente que llegaría la tecnología para poderse fotografiar al lado de un Nobel y están las FIL en que empezaron a pedir el afortunado honor de presentar libros ajenos y luego, la epifanía de presentar párrafos propios con la pretenciosa, pero honesta convicción de poder venir cada diciembre con un nuevo título en la egoteca y está el año en que —habiendo transpirado todos los días de la FIL y habiendo exprimido todas sus horas poco más allá de la clausura— me fui cabizbajo y recargado de libros al aeropuerto de Guadalajara para volver a sellar el milagro… y arrastré el sobrepeso hasta la última sala del hangar vacío donde esperaba leyendo en silencio el legendario aventurero, editor, guerrero invencible llamado Jesús Anaya Rosique, famoso en mi memoria por haber secuestrado un avión en 1969 y acercarme sin querer molestarlo, ambos en digestión de tanta FIL, para que me iluminara el ánimo con una amplia sonrisa, preguntándome “¿A dónde quieres volar?”.
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Está el instante eléctrico en que el poeta Nicanor Parra contestó a un insistente necio y teco de la Autónoma de Guadalajara que sí creía en Dios. “Se llamó Juan Sebastián Bach”, le dijo y el facha quedó mudo y está también el bendito año en que Juan José Arreola ganó el Premio en ese entonces llamado Juan Rulfo y luego de que me honró presentándole un librito nos fuimos a una juerga psicodélica que inundó al corazón de Guadalajara con versos en francés y muchos latines o la bendita tarde en que Aura y yo nos acercamos a Papá Eliseo Diego y felicitándolo, recibimos como respuesta la bendición de mano abierta y sonrisa á la Conrad sin que tuviésemos que decirle que estábamos embarazados de nuestro primer hijo.
Están más de tres décadas de autores y escritoras, libros y libros y más libros que marcaron el biorritmo y ecosistema de mi mente. Por eso no empieza ningún diciembre sin la íntima sensación de que abrazo a los poetas entrañables y beso la mano de las cuentistas que conozco desde niñas… nace diciembre de cada año con la barba blanca que he de afeitarme cada mes de marzo para volver a sumar los meses hasta lograr otro diciembre en que los ecos de la FIL me remitan a la nómina de los autores que ya se fueron, los recién premiados, los que están por presentar su primer libro… porque nace diciembre y llegan los jóvenes editores, independientes, y los viejos carcamanes y los inmensos consorcios y el mar del millón de lectores, de niños que sueñan con los libros que abaten toda pantalla mágica y las abuelas que miran impresos los cuentos que cuentan de memoria.. y por el pasillo desfila la sombra de un inmortal entre páginas como sábanas que levitan a pocos metros del suelo del recinto espectacular que de noche no se queda en silencio porque está el año en que descubrimos que cada año hay un Náufrago de la FIL. Un güey que dicen trabajó en Planeta y se quedó ebrio durmiendo la mona en la FIL’99 (cuando premiaron a Pitol) y vive de papel que moja en las aguas de los baños, encerrado en el recinto ferial año con año hasta que vuelven a abrir y logra pergeñar botanas aisladas y restos de lonches, media torta ahogada y cacahuates a medias para sobrevivir otra aventura libresca entre las mejores plumas del mundo con eñe.
Está el año en que me equivoqué de presentación y entré con prisa a la mesa dedicada a “Cactáceas de Sinaloa” y la noche en que Saramago compartió con Gabo y Fuentes el gran chisme de que yo lo confundí una mañana helada con Roger Bartra en pleno Paseo de Recoletos y la media mañana en que conocí a mi ídolo Sergio Aragonés o el largo pasillo de los cajeros automáticos donde también se le cayeron los pantalones al entrañable José Emilio Pacheco y las veces en que hubo mesitas para la ingesta de esa noble bebida tradicional jalisciense capitalizada por la familia Sauza, de cuando fui a la FIL como editor del Fondo de Cultura Económica como editor de la colección barata y accesible de FONDO 2000 inmaculada ante el populoide engendro de la ventolera pueblerina con la que ahora humillan al lector limitado y pensar que ese mismo año me integré al trío del piano bar de un hotel cercano a la Expo Guadalajara (con camisa floreada y guitarra al canto) y el director de FCE (expresidente de México) no pudo contravenir que ganaba yo más con las propinas que la suma de los viáticos que se me asignaron para estar al pie del stand todas las horas de todos los días en que la vida misma desfila por los pasillos interminables de esa bendita feria donde hubo el año en que engañé a una doña tapatía con el cuento de que yo era el hijo único de Pavarotti y la noche en que firmé 11 ejemplares de un libro de Guillermo del Toro ante unos pobres incautos que erraron en el parecido o la cantidad de FILibusteros a quienes engañé afirmando que me llamaba Rosario Castellanos o la noche con los mil jóvenes anónimos que de verdad se la creyeron que me llamaba Margo Glantz.
Que por la FIL he vivido mucha vida a la sombra de mis Maestros con Mayúscula: Luis González y José Luis Martínez, que he seguido de cerca los párrafos ascendentes de escritoras que llegaron en ciernes y autores que ya suman dos o tres generaciones de fieles lectores y grandes editores de veras, tipógrafos a la antigua y diseñadores de restirador y pinceles anteriores a la magia cibernética y el oleaje conmovedor de lectores de todo el Occidente de México, los que vienen del Bajío y de todo el Estado de Jalisco que esperan el diciembre que nace con la FIL para hacerse de libros que se leen por placer, no los que piden la lista de las escuelas, sino los que te laten por la portada o tipografías, los que te toca ver presentar en boca de autores de carne y hueso en ese raro sortilegio de feria expansiva y contagiosa que tanto bien le hace al mancillado panorama del país.
Están las FIL que solo sirvieron para cazar autógrafos sin imaginar remotamente que llegaría la tecnología para poderse fotografiar al lado de un Nobel y están las FIL en que empezaron a pedir el afortunado honor de presentar libros ajenos y luego, la epifanía de presentar párrafos propios con la pretenciosa, pero honesta convicción de poder venir cada diciembre con un nuevo título en la egoteca y está el año en que —habiendo transpirado todos los días de la FIL y habiendo exprimido todas sus horas poco más allá de la clausura— me fui cabizbajo y recargado de libros al aeropuerto de Guadalajara para volver a sellar el milagro… y arrastré el sobrepeso hasta la última sala del hangar vacío donde esperaba leyendo en silencio el legendario aventurero, editor, guerrero invencible llamado Jesús Anaya Rosique, famoso en mi memoria por haber secuestrado un avión en 1969 y acercarme sin querer molestarlo, ambos en digestión de tanta FIL, para que me iluminara el ánimo con una amplia sonrisa, preguntándome “¿A dónde quieres volar?”.
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