‘Desertar’, de Mathias Enard: la ecuación de la violencia

dayna.hettinger

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Heredera universal de todos y cada uno de los muchos bienes literarios de su obra narrativa, Desertar recibe tanto el legado de su joyciana proeza técnica de convertir una única frase de 400 páginas en esa gran novela, Zone (2008), a la vez ejercicio de vindicación de la memoria y juicio de una barbarie inexorable, cuanto la constatación en Brújula (2015, Premio Goncourt) de que la guerra de Siria pareció darles la razón a quienes asocian oriente con violencia porque se les fuerza a olvidar que hubo un tiempo, el expuesto por Said en Orientalismo, en que todo fue al revés: “El horror está en todas partes; se mezcla con la belleza”, la esmerada belleza de su prosa y el perpetuo y universal horror al que nos acostumbramos.

Escrita cuando la prolongada blitzkrieg que emprendió Rusia contra Ucrania había ya refrendado que la guerra no es sino imperecedera, Desertar es una suerte de alegato tácito en favor de la paz, en la estela de Sin novedad en el frente, de Remarque, o de Senderos de gloria, de Kubrick, al mismo tiempo que una denuncia de la violencia y la guerra no como relato de algún modo historicista que ejerce de alegato, a la manera de Céline en Viaje al fin de la noche, Pierre Lemaitre en Nos vemos allá arriba o en La batalla de Occidente, de Éric Vuillard, sino como experiencia inmanente, como testimonio del indeseable estrago que sobrellevamos porque siempre será quimérica la concordia universal.

Y para emprender semejante empresa elige Enard escribir dos relatos paralelos que fluyen y se acompasan en capítulos sucesivos en apariencia independientes. Las penurias de un soldado desconocido que huye de una guerra ignota (se evoca sin remedio Refus d’obéissance, de Jean Giono) refugiándose en la naturaleza y en su memoria, y el homenaje, a bordo de un crucero fluvial en el Wannsee berlinés y sacudido por la noticia del ataque a las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001, a un matemático fiel al comunismo y represaliado de la antigua Alemania del Este.

La historia del soldado se describe con morosa meticulosidad y una asepsia que recuerda la objetividad de Buzatti en El desierto de los tártaros o de algunos textos del nouveau roman, si no fuera por el espléndido empleo de un estilo indirecto libre que da voz al pensamiento íntimo del personaje, que deviene en impagables monólogos interiores: una imagen de la renuncia a la violencia desde fuera y por dentro. La historia del matemático Paul Heudeber, narrada por su hija Irina (per)siguiendo el guión de la violencia del siglo XX, de Buchenwald a la Stasi comunista, los Balcanes y el yihadismo, y entreverada de poéticas, exquisitas, cartas de amor del científico a su amada Maja Scharnhorst, envueltos ambos en la niebla tenaz de la atrocidad (“es la guerra esta mañana te he soñado”, 1 de septiembre de 1939, “nos manteníamos de pie frente a las ruinas por venir”, 1 de septiembre de 1968).

Una novela escindida como un verso en sus hemistiquios, dos historias cruzadas que se reflejan (por lo menos en el antagonismo entre el hombre resuelto a la deserción y el hombre asido al compromiso), suerte de endíadis que no obedece tanto a una necesaria sofisticación técnica, como en el caso del Diario de un mal año, de Coetzee, cuanto a una necesaria voluntad enfática si de lo que se trata es de mostrar hasta qué punto la muerte ubicua atraviesa la historia y nos es consustancial. Una forma inteligente de contribuir al viejo tópico del memento mori de la mano de la conexión, la incongruencia y de la simultaneidad.

Enard enaltece aquí esa prosa suya esmerada, capaz de un lirismo exacerbado (“en la fuerza de la mañana tan poderoso el Señor que no lo podemos mirar a la cara”) y tentado en ocasiones por ciertas veleidades surrealistas (“la córnea estriada por un trazo carmín de estrellas fugaces”) con querencia por el versículo y el recuerdo de ritmos propios de antiguos cantares de gesta y, a la vez, de un estilo cercano a la crónica, siempre enriquecido por su seductora erudición, Oriente y Occidente como vasos comunicantes, y su indefectible condición de testigo de su tiempo, capaz de hermanar matemática y poética y escribir algo tan inapelable como “era terco como un axioma”.

Impresiona advertir cómo el autor de El manual del perfecto terrorista —y con él su espléndido traductor— alcanza a lograr que cohabiten en su texto el placer de desentrañar su prodigiosa dificultad literaria y el de asumir definitivamente que si la literatura es extraordinaria siempre es capaz de redimirnos, poco importa la abyección que nos quiera delatar. Dijo Pierre Michon en Llega el rey cuando quiere que “escribir es cambiar el signo de las cosas, transformar el dolor pasado en placer presente, hacer arte con la muerte, […] solo la escritura puede sublimar el dolor en júbilo”, y consagra Enard su talento artístico a convertir la delicadeza de su escritura en el lenitivo que nos preserva, siquiera durante el tiempo que dedicamos a leerlo, de la vesania que nos envuelve. No en vano confesó André Gide que “la obra de arte es un equilibrio fuera del tiempo, una salud artificial”. Desertar, en fin, despliega con maestría su obstinado compromiso con la paz que pedimos junto a su empecinada obligación con la literatura en mayúsculas que nos da.

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