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Hace medio año salía irritada de ver Perfect Days. La película era un encargo a Wim Wenders para poner en valor The Tokyo Toilet, los baños públicos que 17 arquitectos reconocidos construyeron en la ciudad en motivo de los juegos olímpicos de Tokio 2020. Pero lo que tenía que ser un documental fue una película y Wenders convirtió los baños de diseño en el escenario del trabajador que los limpia, el verdadero protagonista.
El centro de gravedad es la soledad de un hombre de mediana edad que cada día se levanta, recoge el colchón, se afeita, riega las plantas y limpia los retretes con una delicadeza devota. Pero lo que pretende la película no es presentarlo como un hombre hastiado con su vida monótona y precaria: vive momentos de plenitud cuando escucha Lou Reed (de ahí el título, de la canción de Transformer) por la mañana, lee clásicos universales en el suelo bajo la luz de una bombilla o saca fotos analógicas del rayo de sol que se filtra a través de los árboles desde el mismo ángulo todos los días. Hay cierta amargura en la película, pero no la suficiente para evitar que quienes aquel martes por la noche nos habíamos refugiado en un cine saliéramos pensando que nuestra soledad era problema nuestro.
Lo que molesta de Perfect Days es que ni una sola de estas pequeñas epifanías diarias del protagonista son verosímiles sin nosotros sentados al otro lado de la pantalla para aplaudir su humilde belleza. Él cree que no está solo, pero lo está tanto que no se da cuenta de que, sin nadie para apreciar su relación sensible con el mundo, ésta acaba en un acto de falsa soberanía. Wim Wenders me decía que la soledad se salva aprendiendo a admirar la delicadeza de una flor, pero la película me pareció preciosismo naíf. “Es fácil estetizar la vida de este hombre si no vemos la mierda que limpia”, opina Juan Gómez Bárcena cuando le pregunto si la vio. Acaba de publicar Mapa de soledades (Seix Barral), un ensayo donde repasa todas las acepciones de la soledad y, sobre todo, explora su ambivalencia. “Mitificamos una vida como la del protagonista de Perfect Days a través de la noción de libertad: quien está solo, es libre, creemos. Pero la soledad es esclava en muchos otros sentidos”, afirma.
Autor de varias novelas y un libro de relatos, Juan Gómez Bárcena (Santander, 1984) ha saltado a la no-ficción sin abandonar a su narrador. No olvida la literatura científica ni la filosofía, pero trata el tema partiendo de su propia experiencia y la de personajes que van desde Horacio Quiroga hasta Miley Cyrus, Emily Dickinson, Leonora Carrington, la ballena más solitaria del mundo, o los monjes de Santa María de Huerta, un monasterio cisterciense en Soria. Desde allí Gómez Bárcena escribió parte del libro, a mano, y sin ninguna conexión a internet “para experimentar el vacío”.
Cuando le pregunto sobre el retiro, me corrige la palabra autoimposición por deseo: “Me intriga y siempre quise conocer la soledad de los monjes porque en cierto modo me recuerda a la soledad de la artista: al menos los artistas que a mí me gustan, consagran todas sus energías en algo que también es inmaterial. Hacer una obra de arte perfecta tiene algo de la entrega a lo divino”. La redención improbable del protagonista de Perfect Days, ante los ojos del Dios de los cistercienses o del público imaginado, se vuelve posible: “La literatura, por tanto, está atravesada por la soledad, pero esta debe ser superada para convertirse, precisamente, en literatura”, escribe Gómez Bárcena.
Le gusta pasear por el parque del Retiro de Madrid, escribir de madrugada, y reconoce los personajes de sus novelas como gente solitaria. Pero buena parte de la génesis del libro viene de una angustia: en una estancia en Buenos Aires, se vio a sí mismo vagabundeando por calles desconocidas a la espera de una vida social prometida que nunca llegó. “Ahí conocí una nueva forma de soledad”, escribe, “la que solo puede florecer en los limbos, en las salas de espera, en los períodos de cuarentena. La soledad que se asienta en el tiempo conjetural de las promesas”. Desde ese limbo, el escritor empezó a teñir la ciudad de su propia soledad: Buenos Aires entera parecía languidecer con él.
Hay otro origen de Mapa de soledades: en ese momento de desamparo, Gómez Bárcena visitó la casa de Horacio Quiroga, quien, por un delirio épico, vivió en medio de la selva de Misiones para alejarse del mundo. “La soledad de Quiroga es expansiva, manifiesta, quiere ser vista. Se parece en algo a la soledad del estilita que se yergue sobre la columna y proclama: Miradme todos, estoy solo”. Una frente a otra, su soledad y la de Quiroga, se le aparecieron como complementarias: “Me sorprendió hasta qué punto es un tema transversal e importante en el arte; hay un campo de reflexión muy amplio que ahora mismo está teniendo lugar porque estamos viviendo más conciencia acerca del problema de la soledad, pero hasta ahora sólo se había planteado como enfermedad crónica o como salvación”. No es lo mismo la soledad trascendente del desierto que la ansiedad del autor en su viaje y de ahí el mapa: el libro está dividido por capítulos topográficos donde Gómez Bárcena habita múltiples soledades en sus distintos espacios, reales y metafóricos, del casquete polar —”cuanto más solos estamos, más frío tenemos”— a la ciudad atomizada.
***
Que la ciudad moderna trajo consigo la soledad, o al menos una forma distinta de expresarla, es ya un tópico. Vivimos más juntos que nunca, las estadísticas sobre la soledad percibida no dejan de crecer, y ese desencajamiento urbano produce cada vez más libros y películas, especialmente en la cultura anglosajona por lo exagerado de su individualismo.
De los pasillos del hotel de Lost In Translation a los paseos de Vivian Gornick por Nueva York, las astracanadas de las protagonistas de Girls o las figuras que Edward Hopper nos permite observar hastiadas en no-lugares, sabemos identificar inmediatamente lo que Olivia Laing define como esa “inquietante combinación de aislamiento y exposición”. En La ciudad solitaria (Galaxia Gutenberg, traducido por Catalina Martínez Muñoz), ensayo de referencia para Gómez Bárcena, Laing resume la soledad urbana como “la incertidumbre de que nos vean: de que nos miren de pasada, quizá, pero también de que no nos vean, de que nos ignoren, de ser invisibles, de que nos desprecien, de que no nos deseen”. En los cuadros de Hopper suele haber ventanas abiertas desde la que se alcanzan otros edificios. Es imposible saber si nos arropa o nos juzga, pero sabemos que hay alguien ahí.
La ciudad proporcionó libertad al individuo, que mezclado entre la muchedumbre podía dejar atrás las constricciones sociales, pero olvidó la comunidad por el camino. Exactamente al revés que todas las generaciones previas, nuestro estado por defecto es la soledad y cualquier forma de compañía se percibe como una victoria individual. “Hay una presión sobre la felicidad del individuo en las ciudades desarrolladas”, me dice Gómez Bárcena, “es probable que ante una pequeña frustración en el logro de esas metas nos sintamos profundamente decepcionados y solos; en la ciudad hay mayor libertad, pero si no se emplea bien uno acaba aislado en medio de la masa”.
Olivia Laing considera que la gentrificación de los barrios, cada vez más higiénicamente indistinguibles, ha llegado a las emociones. Por una fantasía de control, hemos ido eliminando impurezas y protegiendo “nuestro espacio” para eliminar el riesgo a la inconveniencia. Gómez Bárcena menciona el documental La teoría sueca del amor, de Erik Gandini, que explica bien las consecuencias que el estado del bienestar del norte de Europa tiene en la soledad de sus habitantes. Resulta que cuando lo tenemos todo, se dispara el número de mujeres que deciden tener hijos por inseminación artificial porque no encuentran hombres a la altura de sus expectativas y de cadáveres que pasan semanas en los apartamentos porque nadie los echa en falta.
“Es evidente que el feminismo ha afectado positivamente, pero también ha obligado a los hombres a reconfigurar nuestro papel, y por tanto hay una crisis de identidad, hecho que me parece sano, pero también nos enfrenta como sociedad a circunstancias de insatisfacción más altas”, afirma. No sorprende cuando el documental acaba con una oda a la interdependencia de Zygmunt Bauman, que, sin quererlo, es el culpable de que demasiados articulistas hayan abusado del adjetivo líquido.
Le pido pronósticos a Gómez Bárcena y me dice que estamos en un “momento bisagra”: la gente es cada vez más pesimista con estructuras tan decimonónicas como la familia o el amor romántico y ganan importancia la amistad y las utopías comunitaristas. Mientras eso sólo tiene lugar en las conversaciones de las élites culturales, cada vez más gente fía la búsqueda de la pareja a los algoritmos. Una pareja matemáticamente compatible, como la promesa de libertad, planta un ideal que cualquier desajuste o incomodidad se hace intolerable. El deseo imposible de un otro diseñado para comprendernos perfectamente produce un nuevo tipo de soledad.
Ese es el tema que lleva al extremo Fallen leaves, que compartió cartelera con Perfect Days el invierno pasado. En la película de Aki Kaurismäki, un hombre y una mujer se conocen y desean de formas cómicamente incómodas por las calles de un Helsinki retro de 2022, encadenan trabajos precarios y ocio decadente en un bar-karaoke. La gracia de la película es que presenta como raro lo que era esperable en las comedias románticas de toda la vida. La sociedad tiene problemas y empieza la invasión en Ucrania, pero los personajes no se encuentran en la belleza de un momento perfecto y autocontenido, sino cuando suben al escenario de un bar-karaoke sórdido, delante de desconocidos, y desafinan.
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El centro de gravedad es la soledad de un hombre de mediana edad que cada día se levanta, recoge el colchón, se afeita, riega las plantas y limpia los retretes con una delicadeza devota. Pero lo que pretende la película no es presentarlo como un hombre hastiado con su vida monótona y precaria: vive momentos de plenitud cuando escucha Lou Reed (de ahí el título, de la canción de Transformer) por la mañana, lee clásicos universales en el suelo bajo la luz de una bombilla o saca fotos analógicas del rayo de sol que se filtra a través de los árboles desde el mismo ángulo todos los días. Hay cierta amargura en la película, pero no la suficiente para evitar que quienes aquel martes por la noche nos habíamos refugiado en un cine saliéramos pensando que nuestra soledad era problema nuestro.
Lo que molesta de Perfect Days es que ni una sola de estas pequeñas epifanías diarias del protagonista son verosímiles sin nosotros sentados al otro lado de la pantalla para aplaudir su humilde belleza. Él cree que no está solo, pero lo está tanto que no se da cuenta de que, sin nadie para apreciar su relación sensible con el mundo, ésta acaba en un acto de falsa soberanía. Wim Wenders me decía que la soledad se salva aprendiendo a admirar la delicadeza de una flor, pero la película me pareció preciosismo naíf. “Es fácil estetizar la vida de este hombre si no vemos la mierda que limpia”, opina Juan Gómez Bárcena cuando le pregunto si la vio. Acaba de publicar Mapa de soledades (Seix Barral), un ensayo donde repasa todas las acepciones de la soledad y, sobre todo, explora su ambivalencia. “Mitificamos una vida como la del protagonista de Perfect Days a través de la noción de libertad: quien está solo, es libre, creemos. Pero la soledad es esclava en muchos otros sentidos”, afirma.
Autor de varias novelas y un libro de relatos, Juan Gómez Bárcena (Santander, 1984) ha saltado a la no-ficción sin abandonar a su narrador. No olvida la literatura científica ni la filosofía, pero trata el tema partiendo de su propia experiencia y la de personajes que van desde Horacio Quiroga hasta Miley Cyrus, Emily Dickinson, Leonora Carrington, la ballena más solitaria del mundo, o los monjes de Santa María de Huerta, un monasterio cisterciense en Soria. Desde allí Gómez Bárcena escribió parte del libro, a mano, y sin ninguna conexión a internet “para experimentar el vacío”.
Cuando le pregunto sobre el retiro, me corrige la palabra autoimposición por deseo: “Me intriga y siempre quise conocer la soledad de los monjes porque en cierto modo me recuerda a la soledad de la artista: al menos los artistas que a mí me gustan, consagran todas sus energías en algo que también es inmaterial. Hacer una obra de arte perfecta tiene algo de la entrega a lo divino”. La redención improbable del protagonista de Perfect Days, ante los ojos del Dios de los cistercienses o del público imaginado, se vuelve posible: “La literatura, por tanto, está atravesada por la soledad, pero esta debe ser superada para convertirse, precisamente, en literatura”, escribe Gómez Bárcena.
Le gusta pasear por el parque del Retiro de Madrid, escribir de madrugada, y reconoce los personajes de sus novelas como gente solitaria. Pero buena parte de la génesis del libro viene de una angustia: en una estancia en Buenos Aires, se vio a sí mismo vagabundeando por calles desconocidas a la espera de una vida social prometida que nunca llegó. “Ahí conocí una nueva forma de soledad”, escribe, “la que solo puede florecer en los limbos, en las salas de espera, en los períodos de cuarentena. La soledad que se asienta en el tiempo conjetural de las promesas”. Desde ese limbo, el escritor empezó a teñir la ciudad de su propia soledad: Buenos Aires entera parecía languidecer con él.
Hay otro origen de Mapa de soledades: en ese momento de desamparo, Gómez Bárcena visitó la casa de Horacio Quiroga, quien, por un delirio épico, vivió en medio de la selva de Misiones para alejarse del mundo. “La soledad de Quiroga es expansiva, manifiesta, quiere ser vista. Se parece en algo a la soledad del estilita que se yergue sobre la columna y proclama: Miradme todos, estoy solo”. Una frente a otra, su soledad y la de Quiroga, se le aparecieron como complementarias: “Me sorprendió hasta qué punto es un tema transversal e importante en el arte; hay un campo de reflexión muy amplio que ahora mismo está teniendo lugar porque estamos viviendo más conciencia acerca del problema de la soledad, pero hasta ahora sólo se había planteado como enfermedad crónica o como salvación”. No es lo mismo la soledad trascendente del desierto que la ansiedad del autor en su viaje y de ahí el mapa: el libro está dividido por capítulos topográficos donde Gómez Bárcena habita múltiples soledades en sus distintos espacios, reales y metafóricos, del casquete polar —”cuanto más solos estamos, más frío tenemos”— a la ciudad atomizada.
***
Que la ciudad moderna trajo consigo la soledad, o al menos una forma distinta de expresarla, es ya un tópico. Vivimos más juntos que nunca, las estadísticas sobre la soledad percibida no dejan de crecer, y ese desencajamiento urbano produce cada vez más libros y películas, especialmente en la cultura anglosajona por lo exagerado de su individualismo.
De los pasillos del hotel de Lost In Translation a los paseos de Vivian Gornick por Nueva York, las astracanadas de las protagonistas de Girls o las figuras que Edward Hopper nos permite observar hastiadas en no-lugares, sabemos identificar inmediatamente lo que Olivia Laing define como esa “inquietante combinación de aislamiento y exposición”. En La ciudad solitaria (Galaxia Gutenberg, traducido por Catalina Martínez Muñoz), ensayo de referencia para Gómez Bárcena, Laing resume la soledad urbana como “la incertidumbre de que nos vean: de que nos miren de pasada, quizá, pero también de que no nos vean, de que nos ignoren, de ser invisibles, de que nos desprecien, de que no nos deseen”. En los cuadros de Hopper suele haber ventanas abiertas desde la que se alcanzan otros edificios. Es imposible saber si nos arropa o nos juzga, pero sabemos que hay alguien ahí.
La ciudad proporcionó libertad al individuo, que mezclado entre la muchedumbre podía dejar atrás las constricciones sociales, pero olvidó la comunidad por el camino. Exactamente al revés que todas las generaciones previas, nuestro estado por defecto es la soledad y cualquier forma de compañía se percibe como una victoria individual. “Hay una presión sobre la felicidad del individuo en las ciudades desarrolladas”, me dice Gómez Bárcena, “es probable que ante una pequeña frustración en el logro de esas metas nos sintamos profundamente decepcionados y solos; en la ciudad hay mayor libertad, pero si no se emplea bien uno acaba aislado en medio de la masa”.
Olivia Laing considera que la gentrificación de los barrios, cada vez más higiénicamente indistinguibles, ha llegado a las emociones. Por una fantasía de control, hemos ido eliminando impurezas y protegiendo “nuestro espacio” para eliminar el riesgo a la inconveniencia. Gómez Bárcena menciona el documental La teoría sueca del amor, de Erik Gandini, que explica bien las consecuencias que el estado del bienestar del norte de Europa tiene en la soledad de sus habitantes. Resulta que cuando lo tenemos todo, se dispara el número de mujeres que deciden tener hijos por inseminación artificial porque no encuentran hombres a la altura de sus expectativas y de cadáveres que pasan semanas en los apartamentos porque nadie los echa en falta.
“Es evidente que el feminismo ha afectado positivamente, pero también ha obligado a los hombres a reconfigurar nuestro papel, y por tanto hay una crisis de identidad, hecho que me parece sano, pero también nos enfrenta como sociedad a circunstancias de insatisfacción más altas”, afirma. No sorprende cuando el documental acaba con una oda a la interdependencia de Zygmunt Bauman, que, sin quererlo, es el culpable de que demasiados articulistas hayan abusado del adjetivo líquido.
Le pido pronósticos a Gómez Bárcena y me dice que estamos en un “momento bisagra”: la gente es cada vez más pesimista con estructuras tan decimonónicas como la familia o el amor romántico y ganan importancia la amistad y las utopías comunitaristas. Mientras eso sólo tiene lugar en las conversaciones de las élites culturales, cada vez más gente fía la búsqueda de la pareja a los algoritmos. Una pareja matemáticamente compatible, como la promesa de libertad, planta un ideal que cualquier desajuste o incomodidad se hace intolerable. El deseo imposible de un otro diseñado para comprendernos perfectamente produce un nuevo tipo de soledad.
Ese es el tema que lleva al extremo Fallen leaves, que compartió cartelera con Perfect Days el invierno pasado. En la película de Aki Kaurismäki, un hombre y una mujer se conocen y desean de formas cómicamente incómodas por las calles de un Helsinki retro de 2022, encadenan trabajos precarios y ocio decadente en un bar-karaoke. La gracia de la película es que presenta como raro lo que era esperable en las comedias románticas de toda la vida. La sociedad tiene problemas y empieza la invasión en Ucrania, pero los personajes no se encuentran en la belleza de un momento perfecto y autocontenido, sino cuando suben al escenario de un bar-karaoke sórdido, delante de desconocidos, y desafinan.
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Del monasterio a la gran ciudad: el escritor Juan Gómez Bárcena se sumerge en la soledad contemporánea
El autor cántabro, que se recluyó en un convento sin conexión a internet para “experimentar el vacío”, explora la ambivalencia artística de la soledad en su nuevo libro. Su ensayo conecta con la escritura de Olivia Laing y las últimas películas de Wim Wenders y Aki Kaurismäki
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