‘Dejad que el río fluya’: el activismo sami que no rompe el hielo

marc.lebsack

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Impulsada por un fenómeno Disney como Frozen, la historia de los indígenas sami empezó a calar en la cultura popular hace no tanto. Detrás quedaba un reguero de silencio y desgracia alrededor de un pueblo nómada, originario del norte de Escandinavia, que vivía de la pesca y de la caza y pastoreo de renos. El relato de este pueblo de Laponia está salpicado de violencia y racismo. En el siglo XVII, más de 300 mujeres samis fueron ejecutadas acusadas de brujería y su religión pagana, con un importante culto a las diosas, fue sepultada por la cristiana. Los cantos a los animales y a la naturaleza formaban parte de una sociedad cuyo núcleo de población más grande resiste hoy en Noruega.

Dejad que el río fluya abre una puerta interesante a la histórica tragedia que rodea a este pueblo, pero su retrato de la toma de conciencia de una joven sami sabe a poco. La película, bienintencionada, no acaba de amarrar ni su contexto histórico y ni su asunto central: el íntimo trauma y la culpa por no querer ser quien eres. La historia y el punto de vista abren posibilidades que Ole Giæver, director y guionista de esta película de producción noruega, no acaba de encauzar, sin lograr imprimir suficiente peso a un relato dramático marcado por los complejos de raza y el trágico destino de los sami.

Imagen de 'Dejad que el río fluya'

La historia se centra en una joven que de forma azarosa decide embarcarse en la lucha para frenar la construcción de una planta hidroeléctrica en el río Alta, en Finnmark, un lugar clave para la vida animal de Laponia. Esos hechos nos remiten a los años setenta y al despertar de una temerosa y tímida joven profesora que se debate entre la necesidad seguir adelante y la llamada de sus orígenes, marcados desde la primera secuencia por la fatalidad. Ole Giæver introduce un personaje clave, un primo activista, cuya importancia en el relato no acaba de encontrar su sitio.

Dejad que el río fluya apunta maneras, pero fluir no fluye, y finalmente no logra ir más allá de la reivindicación de las ropas tradicionales sami, que se presentan como metáfora de los miedos y complejos de un pueblo que es objeto de burla por los vivos colores y ornamentos de sus indumentarias. Lamentablemente, la película deja escapar esos símbolos y paradojas de una historia de racismo nórdico.

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