garland.bailey
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La noche del 26 al 27 de marzo de 1945, durante la II Guerra Mundial, en el marco de la operación Tómbola (que ya es nombre para una acción de comandos), un grupo de paracaidistas británicos de las fuerzas especiales, junto a partisanos italianos, atacó el cuartel general del correoso 51º Cuerpo de Montaña alemán instalado en dos villas (Villa Rossi y Villa Calvi) en Albinea, cerca de Módena, al norte de la Línea Gótica. La partida incluía un gaitero escocés que tocó Highland Laddie —imaginamos que una vez perdido el factor sorpresa— para enfatizar que se trataba de fuerzas británicas y evitar las represalias nazis sobre la población local. En aquella acción, digna de una novela de aventuras o filmes como Doce del patíbulo o Malditos bastardos, destacó por su valentía y fiereza un soldado del SAS (el Special Air Service, la legendaria unidad creada en el desierto líbico por David Stirling) que entró como una tromba en Villa Rossi, mató a seis oficiales alemanes en la escalera en espiral que llevaba a los pisos superiores y, al resultar herido uno de los mandos de la operación, su capitán, cargó con él y lo puso a salvo en medio de intenso fuego enemigo.
Durante dos días, nuestro hombre y otro paracaidista transportaron a su oficial en una escalera de mano como improvisada camilla mientras las furiosas patrullas alemanas deseosas de venganza peinaban el área. El soldado fue condecorado con la Medalla Militar (Military Medal) del ejército británico y en la citación se destaca que “mostró notable valor durante y después del ataque”. También que “su inteligencia e iniciativa en un país extranjero 30 millas tras las líneas enemigas reflejaron una devoción al deber merecedora del mayor elogio, y resultaron en preservar la vida de un valioso oficial británico”. Ese soldado ejemplar se llamaba Rafael Ramos Masens, y era catalán.
Ex combatiente republicano, Ramos Masens había nacido en Barcelona en 1919 y tras luchar en la Batalla del Ebro, caer prisionero, escapar, alistarse en la Legión Extranjera francesa y verse obligado a realizar trabajos forzados en Marruecos al firmarse el armisticio de 1940 tras la derrota de Francia, volvió a alistarse, esta vez en el Ejército británico, en el SAS, después de los desembarcos Aliados en el Norte de África.
En la audaz operación Tómbola tomaron parte además otros dos españoles, el vasco Justo Balerdi, de Sestao, y el andaluz Francisco Gerónimo, ambos asimismo miembros del SAS y con trayectorias similares a la de Ramos. Balerdi resultaría muerto en combate de un disparo en la cabeza en un ataque posterior el 21 de abril y fue enterrado bajo el nombre de R. Bruce, por Robert the Bruce, el rey de Escocia que sale en Braveheart y que fue el nom de guerre que escogió, como era habitual, para evitar que lo devolvieran a España si caía prisionero.
Las aventuras bélicas de estos tres combatientes son solo algunas de las muchísimas y apasionantes de españoles con uniforme británico en la II Guerra Mundial que explica en su documentadísmo libro Churchill’s Spaniards (Los españoles de Churchill, Helion & Company, 2024, pendiente aún de encontrar editorial en nuestro país) Séan F. Scullion, teniente coronel en activo del Ejército británico. Scullion (Londres, 55 años), que ha pasado 8 años investigando la presencia de soldados españoles en el British Army durante la II Guerra Mundial, presentó su libro el jueves en la Embajada Española en Londres en compañía de amigos historiadores militares como Antony Beevor.
El autor, con el espaldarazo de Paul Preston, James Holland o Saul David, ha recogido el testigo de estudios anteriores, especialmente los de Daniel Arasa, para profundizar y documentar exhaustivamente la aventura de esos españoles que vistieron el uniforme de los Tommies (el apelativo genérico para los soldados británicos) convirtiéndose a todos los efectos en militares de Gran Bretaña. De alguna manera son un reverso redentor de los españoles del otro bando que combatieron con el uniforme alemán en la División Azul.
Séan Scullion ha identificado rigurosamente, con su número de matrícula oficial, a 1.072 españoles (sin duda hubo más, afirma) que sirvieron en el ejército de tierra británico. Lo hicieron en todos los escenarios bélicos de Europa y en otros lugares como el Norte de África y Oriente Medio —Tobruk, Creta, Salerno, Normandía, Arnhem, Ardenas…— y en no pocos casos adscritos a unidades de élite como los comandos, el SAS (una docena), o en la Dirección de Operaciones Especiales (SOE), la célebre organización encargada de sabotajes y acciones clandestinas. Algunos, en el D Squadron del SAS, compartieron aventuras con el Long Range Desert Grup (LRDG), las patrullas de las arenas.
Pese a los iniciales prejuicios británicos hacia los “aliens” (los extranjeros), en su ejército, el miedo al quintacolumnismo (se restringía incluso el acceso de los exbrigadistas británicos) y algunos problemas cómicos de nuestros compatriotas con el idioma, los españoles fueron muy bien valorados y su paso por el servicio, destaca Scullion, está lleno de actos de “fortaleza y bravura”. Los oficiales británicos reconocieron pronto que los españoles en sus filas, la mayoría experimentados excombatientes republicanos curtidos en la Guerra Civil y luego en la Legión Extranjera (o sea que pelearon bajo tres banderas), eran tan buenos como los mejores soldados británicos y ardían en deseo de luchar contra italianos y alemanes. Sus mandos destacaron que resultaban excelentes especialmente en la labor de comandos. “No eran en general grandes tiradores”, anota Scullion, “pero les encantaba sentir el frío acero en sus manos: cuchillos y bayonetas”. Se les acreditaba ser hábiles despachando centinelas enemigos. Del tópico de la indisciplina española, dice que no los veían así los británicos. Y que, aunque hubo situaciones de “hotheads” achacables al individualismo y la impulsividad mediterránea, jamás hubo indisciplina colectiva.
En el caso de la única unidad formada íntegramente por españoles (aunque mandados por oficiales británicos), la No. 1 Spanish Company of the Auxiliary Military Pionner Corps (AMPC), se procuró que los cabos y sargentos fueran compatriotas de los soldados. Scullion tiene noticia de que hubo al menos 4 españoles en el ejército británico con rango de oficiales. Había por supuesto muchos españoles que habían sido oficiales en el ejército republicano y servían en el británico como simples soldados. Hubo cierta controversia sobre si esos militares no hubieran podido ser aprovechados mejor con su rango original.
Scullion muestra cómo hubo dos grandes oleadas de alistamientos de españoles en el ejército británico. La primera en 1940, tras la caída de Francia, cuando se formó la Spanish Company, con muchos que habían peleado en el ejército francés en Narvik y Dunkerque, aunque también con españoles residentes en Reino Unido y otros que habían escapado directamente desde España, alguno nadando a Gibraltar como Francesc Dalmau. La Spanish Company estuvo acantonada en Gran Bretaña hasta su despliegue en Normandía en 1944. Llevaban una “S” en la manga y su lema era “1940 hasta la Victoria”. Varios miembros de la compañía fueron reclutados para el SOE de cara a emprender operaciones clandestinas en España y se relacionaron con personajes como Ian Fleming y Kim Philby.
Scullion incluye la valoración que hizo el SOE de los españoles reclutados, como el sargento Manuel Espallargas, Fernando Casabayo o Luis Álvarez, del que se indica desconsideradamente: “No initiative and does not seem to have much guts. Not recommended” (sin iniciativa y parece no tener agallas. No recomendable). Claro que dado que de Casabayo se dice que es “an intelligent man and quick thinker” (hombre inteligente y despierto de mente) y se le da una calificación alta, no te puedes fiar mucho del SOE: Casabayo fue un traidor y vendió secretos al régimen franquista a través de la embajada española en Londres. En el SOE estuvo también Esteban Molina, de Valdepeñas, que fue lanzado en paracaídas en Francia para preparar a la Resistencia de cara al Día D, y cuyo hijo es el actor de Hollywood Alfred Molina.
La segunda gran oleada de alistamientos tuvo lugar a finales de 1942 de resultas de la operación Torch que liberó el Norte de África, y posibilitó que españoles que estaban allí en campos de internamiento en Túnez o Marruecos se enrolaran. Numerosos españoles ingresaron en el ejército británico tras dejar el ejército francés —en el que se habían alistado desde los campos de refugiados tras la Guerra Civil— al caer derrotado este e instaurarse la Francia de Vichy, en la que no tenían un gran futuro, precisamente.
Un episodio notable es el de los 300 légionnaries españoles amotinados en Avonmouth, cerca de Bristol, por negarse a regresar a la Francia petanista y que tras proponer sus mandos franceses que se fusilara a uno de cada tres “pour encourager les autres” se quedaron en Gran Bretaña e ingresaron en masa en el ejército británico. Los había reticentes a pelear en las filas de la Francia libre de De Gaulle por la mala experiencia con los franceses: consideraban que el trato de los británicos era mejor.
Al acabar la II Guerra Mundial, muchos de los españoles del ejército británico llevaban luchando contra el fascismo diez años y, recalca Scullion, pese a la paradoja de estar ahora en el bando ganador, tuvieron que tragarse la amarga píldora de ver como la dictadura de Franco pervivía. “Les decepcionó mucho no ir entonces a por Franco”. Su historia, apunta, es también la del exilio republicano español y su tragedia. Y de hecho, él, Scullion, continúa esa historia contando la vida de los que al acabar la guerra se quedaron en Gran Bretaña y parte de los cuales se organizaron (The Spanish Ex Sevicemen’s Association) y siguieron siendo muy activos en protestas contra el régimen franquista.
“La apertura de nuevos archivos me ha permitido ir más allá de lo que era conocido”, explica Scullion, que agradece muy deportivamente todos los trabajos previos, incluido el de Joaquín Mañes Postigo (Españoles en el ejército británico en la II Guerra Mundial, Magase, 2022). “Es sorprendente ver que los españoles del ejército británico estuvieron en todos sitios”, señala. El investigador considera que hay que difundir que los españoles que sirvieron en el bando Aliado en el frente occidental —otra historia es la de los que sirvieron con el Ejército Rojo— fueron muchos más que los de la tan popular La Nueve (la novena compañía de la 2ª división blindada de la Francia libre de Leclerc que entraron los primeros en París, y de los que “se ha hablado tanto”).
Scullion aboga por recuperar la memoria de estos otros españoles en uniforme británico. A diferencia de Arasa él no ha podido entrevistar ya a ningún veterano, “pues ya no están vivos”, pero sí ha hablado con sus familias, cuyo apoyo agradece en el libro. “Tenemos el deber de contar la historia de esos soldados y preservar su recuerdo”, dice, y destaca que esa historia “es parte integral de la historia del Ejército Británico”.
De la valoración como combatientes de los españoles recuerda que muchos eran “soldados de primerísima calidad”, que a la experiencia en la Guerra Civil añadían haber pasado luego por la Legión Extranjera. “Protagonizaron actos de valentía increíbles”, destaca. Y menciona como ejemplo tres casos, en los que sendos soldados españoles ganaron medallas al coraje. Josep Vilanova en el cruce del río Volturno: lo pasó él primero, nadando, mató con su metralleta a tres alemanes en la orilla y salvó de una emboscada a una patrulla. Alfonso Cánovas García en la liberación de Foix con el SOE y los maquisards locales: tras recibir un balazo en la pierna continuó luchando con gran valor logrando la retirada de varias ametralladoras alemanas del puente de entrada a la ciudad. Y el referido episodio de Rafael Ramos relatado al inicio.
El autor ha rastreado incluso la presencia de dos españoles, José Redondo y Manuel Surera, en la acción de comandos para matar a Rommel (operación Flipper), aunque no llegaron a formar parte de la malhadada partida que atacó el cuartel general del zorro del desierto.
Capítulo aparte merece la famosa presencia de españoles con uniforme británico (y gorra tam o’shanter) en Creta, adonde llegaron 63 como miembros de la Layforce, la fuerza de comandos de Bob Laycock, y se convirtieron en “la retaguardia de la retaguardia”, formada como línea de choque para proteger la desesperada evacuación de la isla tras la invasión de las fuerzas aerotransportadas alemanas. La mitad de los españoles fueron capturados (se hicieron pasar por nacidos en Gibraltar), varios murieron y Francisco Gerónimo, de Málaga, un luchador nato que había estado en la Legión Extranjera, pasó 11 meses evadido escondiéndose por las montañas bajo el nombre de Kosta Spirachi hasta que pudo escapar en caique a Egipto en una operación del SOE. Luego estuvo en el SAS en Italia y enterró a Balerdi, su amigo. ¿Pudo conocer Paddy Leigh Fermor en Creta a algún español? “No creo, cuando realizó su operación para capturar al general Kreipe, los españoles ya se habían marchado, quizá conoció a alguno del SAS en El Cairo o Alejandría”.
Por supuesto hubo también ovejas negras, y Scullion explica en su libro historias de algunos desertores, asesinos (el soldado López fue fusilado por matar a un oficial francés en una pelea en una cantina) y traidores. El malo por excelencia sería Casabayo, claro. “Pero era lo normal en cualquier contingente, en ese aspecto los españoles no eran peores que el resto del ejército británico”.
Scullion no habla en su libro de los españoles en la RAF o en la Marina británica, limitándose al ejército de tierra, pero recuerda que las autoridades no dejaron alistarse en la fuerza aérea a un centenar de expilotos republicanos que lo solicitaron (una foto de su libro muestra al as de Chatos Antonio Sandoval con miembros de la Spanish Company), aunque sí a algunos mecánicos. Hubo también incorporaciones a la marina mercante y aventuras de españoles en los peligrosos convoyes árticos a la URSS.
Séan Scullion, que vivió de joven en España, es teniente coronel de los Royal Engineers (RE), una unidad muy relacionada con el Royal Pioneer Corps (RPC) al que todos los españoles pertenecieron en uno u otro momento, y ha servido en misiones de combate en los Balcanes, Irak, Afganistán y África durante 35 años. Actualmente vive y trabaja en Holanda y sirve en la OTAN. “La experiencia militar me ha sido muy útil para entender lo que fue el servicio de los españoles; como ellos, que combatieron desde el norte de Noruega al Sahara, Siria, Eritrea, Sudán y hasta la India, he estado en lugares lejanos, extraños y peligrosos. Ser militar de carrera y mandar operaciones te permite comprender muy especialmente la aventura de esas personas increíbles”. Scullion, que apoya la idea de dedicar un monumento a los soldados españoles, recalca que estos estaban muy orgullosos de su servicio en el ejército británico, “y sus oficiales británicos estaban muy orgullosos de ellos”. Subraya que el ejército británico ha sido siempre muy inclusivo. “De hecho, insisto que este libro no es solo sobre los combatientes españoles sino sobre una parte de la tradición, la historia y la cultura del British Army”.
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Durante dos días, nuestro hombre y otro paracaidista transportaron a su oficial en una escalera de mano como improvisada camilla mientras las furiosas patrullas alemanas deseosas de venganza peinaban el área. El soldado fue condecorado con la Medalla Militar (Military Medal) del ejército británico y en la citación se destaca que “mostró notable valor durante y después del ataque”. También que “su inteligencia e iniciativa en un país extranjero 30 millas tras las líneas enemigas reflejaron una devoción al deber merecedora del mayor elogio, y resultaron en preservar la vida de un valioso oficial británico”. Ese soldado ejemplar se llamaba Rafael Ramos Masens, y era catalán.
Ex combatiente republicano, Ramos Masens había nacido en Barcelona en 1919 y tras luchar en la Batalla del Ebro, caer prisionero, escapar, alistarse en la Legión Extranjera francesa y verse obligado a realizar trabajos forzados en Marruecos al firmarse el armisticio de 1940 tras la derrota de Francia, volvió a alistarse, esta vez en el Ejército británico, en el SAS, después de los desembarcos Aliados en el Norte de África.
En la audaz operación Tómbola tomaron parte además otros dos españoles, el vasco Justo Balerdi, de Sestao, y el andaluz Francisco Gerónimo, ambos asimismo miembros del SAS y con trayectorias similares a la de Ramos. Balerdi resultaría muerto en combate de un disparo en la cabeza en un ataque posterior el 21 de abril y fue enterrado bajo el nombre de R. Bruce, por Robert the Bruce, el rey de Escocia que sale en Braveheart y que fue el nom de guerre que escogió, como era habitual, para evitar que lo devolvieran a España si caía prisionero.
Las aventuras bélicas de estos tres combatientes son solo algunas de las muchísimas y apasionantes de españoles con uniforme británico en la II Guerra Mundial que explica en su documentadísmo libro Churchill’s Spaniards (Los españoles de Churchill, Helion & Company, 2024, pendiente aún de encontrar editorial en nuestro país) Séan F. Scullion, teniente coronel en activo del Ejército británico. Scullion (Londres, 55 años), que ha pasado 8 años investigando la presencia de soldados españoles en el British Army durante la II Guerra Mundial, presentó su libro el jueves en la Embajada Española en Londres en compañía de amigos historiadores militares como Antony Beevor.
El autor, con el espaldarazo de Paul Preston, James Holland o Saul David, ha recogido el testigo de estudios anteriores, especialmente los de Daniel Arasa, para profundizar y documentar exhaustivamente la aventura de esos españoles que vistieron el uniforme de los Tommies (el apelativo genérico para los soldados británicos) convirtiéndose a todos los efectos en militares de Gran Bretaña. De alguna manera son un reverso redentor de los españoles del otro bando que combatieron con el uniforme alemán en la División Azul.
Séan Scullion ha identificado rigurosamente, con su número de matrícula oficial, a 1.072 españoles (sin duda hubo más, afirma) que sirvieron en el ejército de tierra británico. Lo hicieron en todos los escenarios bélicos de Europa y en otros lugares como el Norte de África y Oriente Medio —Tobruk, Creta, Salerno, Normandía, Arnhem, Ardenas…— y en no pocos casos adscritos a unidades de élite como los comandos, el SAS (una docena), o en la Dirección de Operaciones Especiales (SOE), la célebre organización encargada de sabotajes y acciones clandestinas. Algunos, en el D Squadron del SAS, compartieron aventuras con el Long Range Desert Grup (LRDG), las patrullas de las arenas.
Pese a los iniciales prejuicios británicos hacia los “aliens” (los extranjeros), en su ejército, el miedo al quintacolumnismo (se restringía incluso el acceso de los exbrigadistas británicos) y algunos problemas cómicos de nuestros compatriotas con el idioma, los españoles fueron muy bien valorados y su paso por el servicio, destaca Scullion, está lleno de actos de “fortaleza y bravura”. Los oficiales británicos reconocieron pronto que los españoles en sus filas, la mayoría experimentados excombatientes republicanos curtidos en la Guerra Civil y luego en la Legión Extranjera (o sea que pelearon bajo tres banderas), eran tan buenos como los mejores soldados británicos y ardían en deseo de luchar contra italianos y alemanes. Sus mandos destacaron que resultaban excelentes especialmente en la labor de comandos. “No eran en general grandes tiradores”, anota Scullion, “pero les encantaba sentir el frío acero en sus manos: cuchillos y bayonetas”. Se les acreditaba ser hábiles despachando centinelas enemigos. Del tópico de la indisciplina española, dice que no los veían así los británicos. Y que, aunque hubo situaciones de “hotheads” achacables al individualismo y la impulsividad mediterránea, jamás hubo indisciplina colectiva.
En el caso de la única unidad formada íntegramente por españoles (aunque mandados por oficiales británicos), la No. 1 Spanish Company of the Auxiliary Military Pionner Corps (AMPC), se procuró que los cabos y sargentos fueran compatriotas de los soldados. Scullion tiene noticia de que hubo al menos 4 españoles en el ejército británico con rango de oficiales. Había por supuesto muchos españoles que habían sido oficiales en el ejército republicano y servían en el británico como simples soldados. Hubo cierta controversia sobre si esos militares no hubieran podido ser aprovechados mejor con su rango original.
Scullion muestra cómo hubo dos grandes oleadas de alistamientos de españoles en el ejército británico. La primera en 1940, tras la caída de Francia, cuando se formó la Spanish Company, con muchos que habían peleado en el ejército francés en Narvik y Dunkerque, aunque también con españoles residentes en Reino Unido y otros que habían escapado directamente desde España, alguno nadando a Gibraltar como Francesc Dalmau. La Spanish Company estuvo acantonada en Gran Bretaña hasta su despliegue en Normandía en 1944. Llevaban una “S” en la manga y su lema era “1940 hasta la Victoria”. Varios miembros de la compañía fueron reclutados para el SOE de cara a emprender operaciones clandestinas en España y se relacionaron con personajes como Ian Fleming y Kim Philby.
Scullion incluye la valoración que hizo el SOE de los españoles reclutados, como el sargento Manuel Espallargas, Fernando Casabayo o Luis Álvarez, del que se indica desconsideradamente: “No initiative and does not seem to have much guts. Not recommended” (sin iniciativa y parece no tener agallas. No recomendable). Claro que dado que de Casabayo se dice que es “an intelligent man and quick thinker” (hombre inteligente y despierto de mente) y se le da una calificación alta, no te puedes fiar mucho del SOE: Casabayo fue un traidor y vendió secretos al régimen franquista a través de la embajada española en Londres. En el SOE estuvo también Esteban Molina, de Valdepeñas, que fue lanzado en paracaídas en Francia para preparar a la Resistencia de cara al Día D, y cuyo hijo es el actor de Hollywood Alfred Molina.
La segunda gran oleada de alistamientos tuvo lugar a finales de 1942 de resultas de la operación Torch que liberó el Norte de África, y posibilitó que españoles que estaban allí en campos de internamiento en Túnez o Marruecos se enrolaran. Numerosos españoles ingresaron en el ejército británico tras dejar el ejército francés —en el que se habían alistado desde los campos de refugiados tras la Guerra Civil— al caer derrotado este e instaurarse la Francia de Vichy, en la que no tenían un gran futuro, precisamente.
Un episodio notable es el de los 300 légionnaries españoles amotinados en Avonmouth, cerca de Bristol, por negarse a regresar a la Francia petanista y que tras proponer sus mandos franceses que se fusilara a uno de cada tres “pour encourager les autres” se quedaron en Gran Bretaña e ingresaron en masa en el ejército británico. Los había reticentes a pelear en las filas de la Francia libre de De Gaulle por la mala experiencia con los franceses: consideraban que el trato de los británicos era mejor.
Al acabar la II Guerra Mundial, muchos de los españoles del ejército británico llevaban luchando contra el fascismo diez años y, recalca Scullion, pese a la paradoja de estar ahora en el bando ganador, tuvieron que tragarse la amarga píldora de ver como la dictadura de Franco pervivía. “Les decepcionó mucho no ir entonces a por Franco”. Su historia, apunta, es también la del exilio republicano español y su tragedia. Y de hecho, él, Scullion, continúa esa historia contando la vida de los que al acabar la guerra se quedaron en Gran Bretaña y parte de los cuales se organizaron (The Spanish Ex Sevicemen’s Association) y siguieron siendo muy activos en protestas contra el régimen franquista.
“La apertura de nuevos archivos me ha permitido ir más allá de lo que era conocido”, explica Scullion, que agradece muy deportivamente todos los trabajos previos, incluido el de Joaquín Mañes Postigo (Españoles en el ejército británico en la II Guerra Mundial, Magase, 2022). “Es sorprendente ver que los españoles del ejército británico estuvieron en todos sitios”, señala. El investigador considera que hay que difundir que los españoles que sirvieron en el bando Aliado en el frente occidental —otra historia es la de los que sirvieron con el Ejército Rojo— fueron muchos más que los de la tan popular La Nueve (la novena compañía de la 2ª división blindada de la Francia libre de Leclerc que entraron los primeros en París, y de los que “se ha hablado tanto”).
Scullion aboga por recuperar la memoria de estos otros españoles en uniforme británico. A diferencia de Arasa él no ha podido entrevistar ya a ningún veterano, “pues ya no están vivos”, pero sí ha hablado con sus familias, cuyo apoyo agradece en el libro. “Tenemos el deber de contar la historia de esos soldados y preservar su recuerdo”, dice, y destaca que esa historia “es parte integral de la historia del Ejército Británico”.
De la valoración como combatientes de los españoles recuerda que muchos eran “soldados de primerísima calidad”, que a la experiencia en la Guerra Civil añadían haber pasado luego por la Legión Extranjera. “Protagonizaron actos de valentía increíbles”, destaca. Y menciona como ejemplo tres casos, en los que sendos soldados españoles ganaron medallas al coraje. Josep Vilanova en el cruce del río Volturno: lo pasó él primero, nadando, mató con su metralleta a tres alemanes en la orilla y salvó de una emboscada a una patrulla. Alfonso Cánovas García en la liberación de Foix con el SOE y los maquisards locales: tras recibir un balazo en la pierna continuó luchando con gran valor logrando la retirada de varias ametralladoras alemanas del puente de entrada a la ciudad. Y el referido episodio de Rafael Ramos relatado al inicio.
El autor ha rastreado incluso la presencia de dos españoles, José Redondo y Manuel Surera, en la acción de comandos para matar a Rommel (operación Flipper), aunque no llegaron a formar parte de la malhadada partida que atacó el cuartel general del zorro del desierto.
Capítulo aparte merece la famosa presencia de españoles con uniforme británico (y gorra tam o’shanter) en Creta, adonde llegaron 63 como miembros de la Layforce, la fuerza de comandos de Bob Laycock, y se convirtieron en “la retaguardia de la retaguardia”, formada como línea de choque para proteger la desesperada evacuación de la isla tras la invasión de las fuerzas aerotransportadas alemanas. La mitad de los españoles fueron capturados (se hicieron pasar por nacidos en Gibraltar), varios murieron y Francisco Gerónimo, de Málaga, un luchador nato que había estado en la Legión Extranjera, pasó 11 meses evadido escondiéndose por las montañas bajo el nombre de Kosta Spirachi hasta que pudo escapar en caique a Egipto en una operación del SOE. Luego estuvo en el SAS en Italia y enterró a Balerdi, su amigo. ¿Pudo conocer Paddy Leigh Fermor en Creta a algún español? “No creo, cuando realizó su operación para capturar al general Kreipe, los españoles ya se habían marchado, quizá conoció a alguno del SAS en El Cairo o Alejandría”.
Por supuesto hubo también ovejas negras, y Scullion explica en su libro historias de algunos desertores, asesinos (el soldado López fue fusilado por matar a un oficial francés en una pelea en una cantina) y traidores. El malo por excelencia sería Casabayo, claro. “Pero era lo normal en cualquier contingente, en ese aspecto los españoles no eran peores que el resto del ejército británico”.
Scullion no habla en su libro de los españoles en la RAF o en la Marina británica, limitándose al ejército de tierra, pero recuerda que las autoridades no dejaron alistarse en la fuerza aérea a un centenar de expilotos republicanos que lo solicitaron (una foto de su libro muestra al as de Chatos Antonio Sandoval con miembros de la Spanish Company), aunque sí a algunos mecánicos. Hubo también incorporaciones a la marina mercante y aventuras de españoles en los peligrosos convoyes árticos a la URSS.
Séan Scullion, que vivió de joven en España, es teniente coronel de los Royal Engineers (RE), una unidad muy relacionada con el Royal Pioneer Corps (RPC) al que todos los españoles pertenecieron en uno u otro momento, y ha servido en misiones de combate en los Balcanes, Irak, Afganistán y África durante 35 años. Actualmente vive y trabaja en Holanda y sirve en la OTAN. “La experiencia militar me ha sido muy útil para entender lo que fue el servicio de los españoles; como ellos, que combatieron desde el norte de Noruega al Sahara, Siria, Eritrea, Sudán y hasta la India, he estado en lugares lejanos, extraños y peligrosos. Ser militar de carrera y mandar operaciones te permite comprender muy especialmente la aventura de esas personas increíbles”. Scullion, que apoya la idea de dedicar un monumento a los soldados españoles, recalca que estos estaban muy orgullosos de su servicio en el ejército británico, “y sus oficiales británicos estaban muy orgullosos de ellos”. Subraya que el ejército británico ha sido siempre muy inclusivo. “De hecho, insisto que este libro no es solo sobre los combatientes españoles sino sobre una parte de la tradición, la historia y la cultura del British Army”.
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