Ya sabemos que la escritura desceñida y sinuosa del ensayo (ondulante la llamó Montaigne) carece de reglas y está abierta a todos los vientos temáticos e ideológicos, bajo la única férula de una voz que expresa a un sujeto frente al mundo. Solo la imaginación crítica de esa voz, en alianza con una inexcusable tensión de estilo, determina la bondad del resultado. Con más razón esa falta de ley restrictiva se aplica al ensayo literario, nos refiramos con el adjetivo al asunto (la literatura y los escritores) o a la arquitectura y el tratamiento del lenguaje. Ni que decir tiene que en los mejores ensayos asunto, estructura y dicción establecen una solidaridad indisociable.
Los dos ensayos que comento aquí, de Javier Peña y Jorge Freire, pertenecen a esa región brumosa del ensayo literario y prueban hasta qué punto nos hallamos en un territorio vasto y hospitalario para la experimentación. Ambos son autores relativamente jóvenes (de 1979 y 1985) con trayectorias diversas: Peña, que estudió Periodismo, ha publicado dos novelas en Blackie Books, Infelices (2019) y Agnes (2022); Freire, de formación filosófica, ha publicado en Páginas de Espuma un par de ensayos notables: Agitación. Sobre el mal de la impaciencia (2020) y La banalidad del bien (2023). Ambos ofrecen en Tinta invisible y Los extrañados un festín de literatura, si bien con propósitos diferentes y no para los mismos paladares. Si Peña subordina la profusa catarata de anécdotas y resúmenes argumentales de su libro a un objetivo superior de índole privada: mitigar el duelo por la muerte de su padre, Freire se propone ilustrar la experiencia del desarraigo a través de cuatro escritores, dos anglosajones, Wodehouse y Edith Wharton, y dos españoles, José Bergamín y Blasco Ibáñez. Si Peña hibrida el ensayo con la confesión y la autoayuda, Freire busca el fértil mestizaje de la biografía con el pensamiento.
Tinta invisible es una emotiva incursión en la escritura de duelo que sitúa al autor ante la muerte de un padre del que se distanció cuatro años atrás pero al que le debe, ahora lo descubre, el mundo consolador de las historias imaginarias. Peña utiliza como pilares estructurales del libro las visitas que hizo a su padre aquejado de fibrosis pulmonar. Entre las visitas se interpolan capítulos sobre aspectos de la vida literaria (imaginación, mentira, ego, envidia, juego, significado, experiencia, personajes, obsesión, sufrimiento, mercado y suerte) en los que se encadenan anécdotas de escritores de lo más variopinto (Poe, Melville, Hrabal o Knausgård, pero también Isaac Asimov o Lobsang Rampa). El torrente de anécdotas (muchas bien conocidas) no encaja bien en el marco de duelo delimitado por las visitas y el paulatino reencuentro con la figura paterna. Que aparezcan dentro de un remedo de los manuales de autoayuda para escritores wannabe no resuelve el problema. El “vosotros” al que se dirige Peña suena a los alumnos de una clase de escritura creativa (“¿no me creéis?”, “¿entendéis ahora…?”) y produce tanto incomodidad en el lector que se ve puerilizado, como discordancia con las visitas al padre y la catártica revelación final, estas de indudable eficacia.
En Los extrañados, por el contrario, no hay disonancia, Freire mide bien lo que quiere decir sobre cada uno de los cuatro autores elegidos y elabora cada microbiografía con ostensible voluntad literaria y acusado prurito de estilo. Fija el instante significativo de esas vidas y desde ahí mueve el reloj hacia atrás y adelante, enfoca con tino un símbolo (como las naranjas de la suerte de Blasco Ibáñez) y desciende a la intimidad de alguna de sus criaturas, como Edith Wharton, sobre la que, por cierto, escribió en 2015 una biografía. Y digo criaturas porque Freire recrea a los cuatro escritores con un lujo de detalles más propio de la novela que del ensayo, atendiendo las facetas que le interesan (muy evidente en Wodehouse) y soslayando otras que hubieran complementado la imagen de los retratados. Es el caso de Bergamín, cuyo paso por Venezuela y Uruguay después de abandonar México en 1947 se despacha diciendo: “Se dejaba llevar de un lado a otro, como un pájaro impulsado por el viento”, sin entrar en los conflictos que la atrabiliaria personalidad del escritor causó a su paso. Más allá de esto, el ensayo de Freire sobre cuatro “inactuales e intempestivos”, muy bien escrito, se lee con placer, lo que no es pequeña recompensa.
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Los dos ensayos que comento aquí, de Javier Peña y Jorge Freire, pertenecen a esa región brumosa del ensayo literario y prueban hasta qué punto nos hallamos en un territorio vasto y hospitalario para la experimentación. Ambos son autores relativamente jóvenes (de 1979 y 1985) con trayectorias diversas: Peña, que estudió Periodismo, ha publicado dos novelas en Blackie Books, Infelices (2019) y Agnes (2022); Freire, de formación filosófica, ha publicado en Páginas de Espuma un par de ensayos notables: Agitación. Sobre el mal de la impaciencia (2020) y La banalidad del bien (2023). Ambos ofrecen en Tinta invisible y Los extrañados un festín de literatura, si bien con propósitos diferentes y no para los mismos paladares. Si Peña subordina la profusa catarata de anécdotas y resúmenes argumentales de su libro a un objetivo superior de índole privada: mitigar el duelo por la muerte de su padre, Freire se propone ilustrar la experiencia del desarraigo a través de cuatro escritores, dos anglosajones, Wodehouse y Edith Wharton, y dos españoles, José Bergamín y Blasco Ibáñez. Si Peña hibrida el ensayo con la confesión y la autoayuda, Freire busca el fértil mestizaje de la biografía con el pensamiento.
Tinta invisible es una emotiva incursión en la escritura de duelo que sitúa al autor ante la muerte de un padre del que se distanció cuatro años atrás pero al que le debe, ahora lo descubre, el mundo consolador de las historias imaginarias. Peña utiliza como pilares estructurales del libro las visitas que hizo a su padre aquejado de fibrosis pulmonar. Entre las visitas se interpolan capítulos sobre aspectos de la vida literaria (imaginación, mentira, ego, envidia, juego, significado, experiencia, personajes, obsesión, sufrimiento, mercado y suerte) en los que se encadenan anécdotas de escritores de lo más variopinto (Poe, Melville, Hrabal o Knausgård, pero también Isaac Asimov o Lobsang Rampa). El torrente de anécdotas (muchas bien conocidas) no encaja bien en el marco de duelo delimitado por las visitas y el paulatino reencuentro con la figura paterna. Que aparezcan dentro de un remedo de los manuales de autoayuda para escritores wannabe no resuelve el problema. El “vosotros” al que se dirige Peña suena a los alumnos de una clase de escritura creativa (“¿no me creéis?”, “¿entendéis ahora…?”) y produce tanto incomodidad en el lector que se ve puerilizado, como discordancia con las visitas al padre y la catártica revelación final, estas de indudable eficacia.
‘Los extrañados’ enfoca a cuatro “inactuales e intempestivos”: Wodehouse, Edith Wharton, Blasco Ibáñez y José Bergamín
En Los extrañados, por el contrario, no hay disonancia, Freire mide bien lo que quiere decir sobre cada uno de los cuatro autores elegidos y elabora cada microbiografía con ostensible voluntad literaria y acusado prurito de estilo. Fija el instante significativo de esas vidas y desde ahí mueve el reloj hacia atrás y adelante, enfoca con tino un símbolo (como las naranjas de la suerte de Blasco Ibáñez) y desciende a la intimidad de alguna de sus criaturas, como Edith Wharton, sobre la que, por cierto, escribió en 2015 una biografía. Y digo criaturas porque Freire recrea a los cuatro escritores con un lujo de detalles más propio de la novela que del ensayo, atendiendo las facetas que le interesan (muy evidente en Wodehouse) y soslayando otras que hubieran complementado la imagen de los retratados. Es el caso de Bergamín, cuyo paso por Venezuela y Uruguay después de abandonar México en 1947 se despacha diciendo: “Se dejaba llevar de un lado a otro, como un pájaro impulsado por el viento”, sin entrar en los conflictos que la atrabiliaria personalidad del escritor causó a su paso. Más allá de esto, el ensayo de Freire sobre cuatro “inactuales e intempestivos”, muy bien escrito, se lee con placer, lo que no es pequeña recompensa.
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