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Natalia Junquera Añón
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Los deportistas de élite son los únicos seres de la tierra capaces de asistir a su propio funeral, porque a eso, como explicó uno de los mejores tenistas de todos los tiempos, Roger Federer, es a lo que equivale la retirada: a despedirse de tu “propia vida”. Mueren jóvenes, año arriba, año abajo, según la disciplina. Y casi nadie los prepara para la jornada posterior, es decir, para la resurrección, como advertía Jorge Valdano: “El mismo día pierdes el juego, la gran pasión; el privilegio de la fama y unos ingresos desproporcionados. Cuando uno juega, jamás habla de esto, es un tabú, igual que los amigos no hablan entre ellos de la muerte. A mí me habría gustado que me hubiesen obligado a prepararme para ese momento. Es un déficit de los clubes porque el fútbol es presente rabioso”. Todo eso explica que la coincidencia la pasada semana en la cancha de Lebron James y su hijo Bronny haya recibido el tratamiento de “hecho histórico”. Lo es. En mitad de esas carreras efímeras e intensísimas, diseñadas para amasar en una el dinero de varias vidas, dos generaciones de una misma familia se miraron a los ojos antes de pasarse la pelota en la cima del baloncesto mundial, la NBA. No pasa todos los días.
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