Solo se usan 12 notas musicales, y la mayor parte de la música popular se basa en estructuras similares de compases y acordes. Así que las acusaciones de plagio son algo muy corriente en este mundillo. Le pasó a George Harrison, que tuvo que ceder dos tercios de los derechos de su primer gran éxito en solitario, My Sweet Lord, porque se parecía demasiado a He’s so Fine, de la banda de chicas The Chiffons. El beatle tuvo que admitir que conocía esa canción, porque había sonado mucho en las radios, pero estaba convencido de haber compuesto algo original. Por situaciones parecidas, no siempre bien resueltas, han pasado Led Zeppelin, The Beach Boys, Bob Dylan, Michael Jackson, Lana del Rey, Oasis o Coldplay, entre muchos otros. Se imitan las melodías y también las letras: a Enrique Bunbury le señalaron 37 canciones digamos que inspiradas en textos de otros autores, en su mayoría poetas.
Al plagio involuntario o inconsciente se le ha puesto un nombre: criptomnesia, y no tiene que ver con el bitcoin sino con los recuerdos ocultos, los que se quedan en la memoria sin atribuir a su fuente y contexto. La composición de canciones es algo complicado: el creador da vueltas a una melodía que le ronda la cabeza, a unos versos que encajen ahí. Ninguna canción es creada desde la nada, sino desde el pasado de lo que se ha escuchado. Por otro lado, hay una larga tradición en las músicas norteamericanas, del folk y el country al blues o el primer rock and roll, de versionar temas de otros con mínimas variaciones sin acreditarlo. Solo al profesionalizarse la industria del disco, años cuarenta y cincuenta, apareció un cuerpo de compositores para los grandes intérpretes; solo en los sesenta, a partir de los Beatles, se impuso la idea de que los músicos compusieran sus propias piezas.
Cuando a un artista se le acusa de plagio, tiene dos estrategias posibles. Alegar criptomnesia le salva el honor, pero implica negociar una retribución para el autor original y añadirlo a los créditos. Así que algunos artistas prefieren la otra vía: proclamar muy solemnes que nunca supieron nada del tema de los demandantes, y convencer de que cualquier parecido es una mera coincidencia. En esos casos, los jueces tienen que recurrir a peritos musicales (difícil pero fascinante trabajo) o literarios, y finalmente mojarse al dilucidar cuánto se parece una canción a otra.
Quizás sea el tema más conocido del gran fenómeno del pop actual, Taylor Swift, es Shake It Off. Su estribillo dice: “Cause the players gonna play, play, play, play, play / and the haters gonna hate, hate, hate, hate, hate” (Porque los jugadores van a jugar, jugar, jugar / y los odiadores van a odiar, odiar, odiar), un mensaje que sugiere no hacer caso a los abusones, o más bien que le dan igual las críticas. La canción fue un abrumador éxito en 2014, y aún suena mucho, pero resulta que ese fragmento de la letra es casi idéntico a uno de una canción muy diferente: Playas Gon’ Play, escrita por Sean Hall y Nathan Butler para 3LW, un trío femenino que la publicó en 2001 (”Playas, they gon’ play / they gon’ play / And haters, they gonna hate / they gon’ hate”). Hicieron falta cinco años de lucha en los tribunales para que las partes llegaran en 2022 a un acuerdo, que se mantiene en secreto.
El pleito, interesante aunque no sepamos el desenlace, se narra en un documental de la CNN: Taking on Taylor Swift. “Enfrenándose a Taylor Swift” sería la traducción más atinada, pero se le ha puesto en España un título más obvio como es habitual: Taylor Swift: Original o plagio, y está disponible en Max. Hablan Hall y su abogada, hablan expertos en música y en derechos de autor, y se mencionan muchos otros casos de plagio cuyo grado de inconsciencia es difícil de estimar: en algunos de ellos, los músicos fueron diligentes en admitir la autoría de otros. Interviene Olivia Rodrigo, una estrella muy influida por Swift y que la ha reconocido como coautora de varias de sus canciones.
No tenemos la versión de Swift ni de sus abogados. Pero se cuenta la estrategia de defensa del equipo de la gran diva del pop, que fue un tanto confusa. En su primera declaración por escrito, aseguró que nunca había escuchado el tema de 3LW, porque en su casa solo se ponían CD de country y nunca la radio; eso se vino abajo cuando apareció una antigua grabación en la que la joven cantante se declaraba una entusiasta del programa de la MTV Total Request Live, donde se había interpretado, con cierto impacto en su día, Playas Gon’ Play. Los jueces inicialmente consideraron demasiado “banal” la frase en disputa como para estar protegida por la ley, pero las sucesivas apelaciones acabaron en el pacto del que no sabemos nada. Es lícito deducir que hubo alguna compensación económica, pero no un reconocimiento en los créditos (tampoco un pacto de confidencialidad, visto lo que se dice en este programa).
Lo más polémico del documental es que algunas voces coinciden en que hay un patrón en este tipo de usurpaciones que relacionan con el racismo sistémico de la industria cultural. En la música popular americana ha sido demasiado frecuente que artistas blancos se apropien de creaciones de autores negros y las hagan llegar a un público mayor. No solo canciones: estilos, ritmos, versos, expresiones en jerga. Puede considerarse una conclusión demasiado rotunda para este caso concreto, una mancha menor dada la dimensión y trayectoria de la cantante, pero no faltan precedentes. Y, como en My Sweet Lord, tenemos a una gran estrella blanca utilizando elementos de la canción de una banda menos ilustre de chicas afroamericanas.
Sin embargo, sobre el supuesto plagio contenido en Shake It Off el reportaje no llega a un veredicto claro, como no lo hubo en los tribunales. Se señala que, igual que una melodía exitosa permanece en el subconsciente de muchos que la escucharon, una frase afortunada de una canción puede trascender al vocabulario popular, cuanto menos el de ciertos grupos de población. Tarde o temprano va a reaparecer en algún lugar. Argumentaba la defensa de Swift que no sería posible hacer canciones hoy sin repetir ni una sola expresión que hayan dicho otros. Queda abierto un debate muy complejo. La música popular siempre fue voraz al nutrirse de influencias ajenas. Demasiado voraz en muchos casos.
Claro que la criptomnesia no es algo que ocurra solo a los músicos. ¿De verdad te crees que son originales todas tus ideas?
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Al plagio involuntario o inconsciente se le ha puesto un nombre: criptomnesia, y no tiene que ver con el bitcoin sino con los recuerdos ocultos, los que se quedan en la memoria sin atribuir a su fuente y contexto. La composición de canciones es algo complicado: el creador da vueltas a una melodía que le ronda la cabeza, a unos versos que encajen ahí. Ninguna canción es creada desde la nada, sino desde el pasado de lo que se ha escuchado. Por otro lado, hay una larga tradición en las músicas norteamericanas, del folk y el country al blues o el primer rock and roll, de versionar temas de otros con mínimas variaciones sin acreditarlo. Solo al profesionalizarse la industria del disco, años cuarenta y cincuenta, apareció un cuerpo de compositores para los grandes intérpretes; solo en los sesenta, a partir de los Beatles, se impuso la idea de que los músicos compusieran sus propias piezas.
Cuando a un artista se le acusa de plagio, tiene dos estrategias posibles. Alegar criptomnesia le salva el honor, pero implica negociar una retribución para el autor original y añadirlo a los créditos. Así que algunos artistas prefieren la otra vía: proclamar muy solemnes que nunca supieron nada del tema de los demandantes, y convencer de que cualquier parecido es una mera coincidencia. En esos casos, los jueces tienen que recurrir a peritos musicales (difícil pero fascinante trabajo) o literarios, y finalmente mojarse al dilucidar cuánto se parece una canción a otra.
Quizás sea el tema más conocido del gran fenómeno del pop actual, Taylor Swift, es Shake It Off. Su estribillo dice: “Cause the players gonna play, play, play, play, play / and the haters gonna hate, hate, hate, hate, hate” (Porque los jugadores van a jugar, jugar, jugar / y los odiadores van a odiar, odiar, odiar), un mensaje que sugiere no hacer caso a los abusones, o más bien que le dan igual las críticas. La canción fue un abrumador éxito en 2014, y aún suena mucho, pero resulta que ese fragmento de la letra es casi idéntico a uno de una canción muy diferente: Playas Gon’ Play, escrita por Sean Hall y Nathan Butler para 3LW, un trío femenino que la publicó en 2001 (”Playas, they gon’ play / they gon’ play / And haters, they gonna hate / they gon’ hate”). Hicieron falta cinco años de lucha en los tribunales para que las partes llegaran en 2022 a un acuerdo, que se mantiene en secreto.
El pleito, interesante aunque no sepamos el desenlace, se narra en un documental de la CNN: Taking on Taylor Swift. “Enfrenándose a Taylor Swift” sería la traducción más atinada, pero se le ha puesto en España un título más obvio como es habitual: Taylor Swift: Original o plagio, y está disponible en Max. Hablan Hall y su abogada, hablan expertos en música y en derechos de autor, y se mencionan muchos otros casos de plagio cuyo grado de inconsciencia es difícil de estimar: en algunos de ellos, los músicos fueron diligentes en admitir la autoría de otros. Interviene Olivia Rodrigo, una estrella muy influida por Swift y que la ha reconocido como coautora de varias de sus canciones.
No tenemos la versión de Swift ni de sus abogados. Pero se cuenta la estrategia de defensa del equipo de la gran diva del pop, que fue un tanto confusa. En su primera declaración por escrito, aseguró que nunca había escuchado el tema de 3LW, porque en su casa solo se ponían CD de country y nunca la radio; eso se vino abajo cuando apareció una antigua grabación en la que la joven cantante se declaraba una entusiasta del programa de la MTV Total Request Live, donde se había interpretado, con cierto impacto en su día, Playas Gon’ Play. Los jueces inicialmente consideraron demasiado “banal” la frase en disputa como para estar protegida por la ley, pero las sucesivas apelaciones acabaron en el pacto del que no sabemos nada. Es lícito deducir que hubo alguna compensación económica, pero no un reconocimiento en los créditos (tampoco un pacto de confidencialidad, visto lo que se dice en este programa).
Lo más polémico del documental es que algunas voces coinciden en que hay un patrón en este tipo de usurpaciones que relacionan con el racismo sistémico de la industria cultural. En la música popular americana ha sido demasiado frecuente que artistas blancos se apropien de creaciones de autores negros y las hagan llegar a un público mayor. No solo canciones: estilos, ritmos, versos, expresiones en jerga. Puede considerarse una conclusión demasiado rotunda para este caso concreto, una mancha menor dada la dimensión y trayectoria de la cantante, pero no faltan precedentes. Y, como en My Sweet Lord, tenemos a una gran estrella blanca utilizando elementos de la canción de una banda menos ilustre de chicas afroamericanas.
Sin embargo, sobre el supuesto plagio contenido en Shake It Off el reportaje no llega a un veredicto claro, como no lo hubo en los tribunales. Se señala que, igual que una melodía exitosa permanece en el subconsciente de muchos que la escucharon, una frase afortunada de una canción puede trascender al vocabulario popular, cuanto menos el de ciertos grupos de población. Tarde o temprano va a reaparecer en algún lugar. Argumentaba la defensa de Swift que no sería posible hacer canciones hoy sin repetir ni una sola expresión que hayan dicho otros. Queda abierto un debate muy complejo. La música popular siempre fue voraz al nutrirse de influencias ajenas. Demasiado voraz en muchos casos.
Claro que la criptomnesia no es algo que ocurra solo a los músicos. ¿De verdad te crees que son originales todas tus ideas?
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De la criptomnesia, el plagio que dicen inconsciente, no se libra ni Taylor Swift
El documental ‘Taylor Swift: Original o plagio’ repasa el conflicto por la autoría del estribillo de ‘Shake It Off’, exitazo de la gran diva del pop. No llega a un veredicto rotundo, como no llegó la justicia, pero aporta reflexiones sobre las fronteras de la apropiación cultural
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