Kamille_Flatley
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De pronto, hacia el final de una tarde cálida pero nublada, Lucía Viacava, una joven de 15 años con parálisis cerebral a causa de un accidente al nacer, ha podido escribir en la pantalla de un Ipad, con sus propias manos y gracias a la aplicación Proloquo2go, las palabras “Hoy voy al ballet”. Su madre, Hilda Buller, la mira con ternura; Layra Marcas, su compañera de baile, sonríe.
Minutos antes, ha practicado algunos ejercicios tomada de una barra de madera que tiene en una habitación de su casa, dispuesta para sus prácticas de danza y sus terapias. Nos mira y logra articular algunas palabras nebulosas que su madre descifra. “Ha dicho que le gusta”, explica Buller. Desde el fondo de su cuerpo, y acaso de su corazón, quiere contar que goza, baila y vive.
Tanto Lucía como Layra forman parte de El ballet de Maricarmen, una iniciativa solidaria de la experimentada bailarina Maricarmen Silva, quien formó parte del Ballet Nacional del Perú. La puso en marcha hacia 2017 luego de enseñar en el colegio Brígida Silva de Ochoa, ubicado en el distrito limeño de Chorrillos. Allí, según cuenta, reparó en que esas clases no bastaban.
“Me di cuenta de que yo podía enseñar ballet, pero que muchas de las niñas no tenían cómo conseguir un traje para practicarlo, y que además tenían otras necesidades”, dice Silva, quien decidió no sólo ser profesora en el colegio, sino ir más allá. Logró construir este colectivo de danza, bajo un lema central: “No importa quién eres, ni de dónde vienes, todos somos iguales”.
Lucía, que ahora participa en una coreografía donde sus compañeras la rodean con velos, puede dar testimonio de ello. Con sus gestos, con sus palabras anudadas, con su mirada dulce. Está ahora arropada por sus amigas, y también baila, parece salir un poco más de su cuerpo, al ritmo de una versión de ‘Aleluya’, la legendaria canción de Leonard Cohen, cantada por una mujer.
“Estuvo antes en clases de ballet, cuando era más pequeña- cuenta su madre-, hasta que una profesora le dijo que, si no podía ponerse en pie, no podía bailar. Yo me molesté, pero conseguí el contacto de Maricarmen y acá está”. Silva recuerda que no tuvo problema alguno en aceptarla. Por sus clases han pasado chicas y chicos con síndrome de down o con discapacidades físicas e intelectuales.
Hoy tiene un alumno con esta última condición, que es unos de los tres hombres dentro de un grupo de cerca de 80 alumnos de entre 4 y 16 años. Las clases las ofrece en la Parroquia de Fátima, ubicada en Miraflores, un distrito residencial de Lima, pero vienen chicas de Chorrillos, San Juan de Miraflores o Villa El Salvador, distritos mayoritariamente pobres.
Pero también del propio Miraflores, lo que produce una situación inédita en Lima, donde la discriminación hiere: bailan juntas María José Rodríguez, quien vive en Túpac Amaru, zona pobre de Chorrillos; Caterina Vlasica, hija de un médico que vive cerca de la parroquia; Nicole Chávez, que con su hermana Keith vive en la zona de San Genaro, en lo alto de un cerro; Ashley Távara, una migrante venezolana; y Victoria Arévalo, que reside en Villa El Salvador.
Acá se percibe una suerte de milagro de la inclusión, tan difícil de vivir entre los abismos sociales del Perú. No importa el origen social, el colegio donde estudian, el color de la piel. Todas bailan juntas, comparten su vida, sus esfuerzos, y hasta han viajado al extranjero. Este año, se han propuesto ir a España para participar en curso de verano del Barcelona Dance Center.
“Si puedes soñarlo, puedes hacerlo”, afirma Silva, quien para llevar adelante esta tarea cuenta con el apoyo de la Fundación Oli y con el esfuerzo mancomunado de las propias alumnas y sus padres de familia. En una lógica ecológica, además. Continuamente, recolectan residuos inorgánicos y los reciclan en masa en el colegio Brígida Silva, en el que comenzó la aventura.
Silva y toda su comunidad están atentas a quienes, en vez de echar al basurero papel y vidrio (o Tetrapak), se los entregan para que ‘El ballet de Maricarmen’ haga su breve aporte a la economía circular y a la vez se autofinancie. También hacen rifas y recolectan ropa usada o juguetes que luego la venden en una transitada y popular esquina de Chorrillos.
Reciclar-reusar-bailar-incluir, un circuito esperanzador para una ciudad llena de turbulencias, que a ellas mismas las alcanzan o las rondan. En la atmósfera donde viven varias de las bailarinas, campean la delincuencia, la violencia familiar, el tráfico de drogas.
Otra comenta que tiene compañeras de aula, de 15 o 16 años, que ya tienen hijos. Pero ella tiene claro que bailar y ser disciplinada le va a permitir entrar en otra frecuencia. Muchos de sus barrios son considerados ‘bravos’. En el de Layra, que es Pamplona Alta (distrito de San Juan de Miraflores), el funeral de un delincuente se realizó con balazos al aire.
Según Silva, el ballet es, además de un arte, una “terapia emocional”, una forma de ubicarse de otra manera en el mundo. “Cambian ellas y a la vez cambian un poco sus familias, como a veces lo he podido comprobar”, manifiesta. Al comienzo, en algunos hogares hubo resistencias, por parte sobre todo de los papás, aunque luego comprendieron y sintieron el cambio.
Lo mismo ocurrió con algunos amigos de ellas, que se burlaron o hasta ejercieron buylling por rechazar salir de fiesta para ir todos los días al ballet. “Cuando bailo es como si sintiera chispas en mi cuerpo, me siento más libre”, dice Nicole, desde su modesta casa en San Genaro donde no hay agua potable.
En este momento de la clase, Lucía se coge de la barra de madera y hace contorsiones que desafían su discapacidad. Su madre explica que se da cuenta de todo, que siente la música y la comprende. Y que incluso ha propuesto piezas de música para algunas sesiones de ballet.
Una de ellas ha sido la de una escena de Tinker Bell, la película en dibujos animados llamada en español Campanita. Con Keith, la hermana de Nicole, ha hecho dúos de ballet, que se han presentado en concursos de All Dance. Esta hermandad de la danza ha cosechado numerosos logros, entre ellos 42 premios en el All Dance World realizado en Orlando, Florida, en 2023.
Contra viento, marea y hasta desprecio, Silva saca adelante esta escuela que salva un poco las heridas del cuerpo y del alma, y las heridas sociales, que no son pocas en este país. “Esta experiencia es como una luciérnaga que entra en una caverna oscura y comienza a iluminar”, dice tras indicarles a las chicas que ensayan: “estira, abre y estira, abajo…”.
En el centro de la pista de baile, Lucía ha vuelto a ser rodeada por sus compañeras, que parecen elevarla del suelo con los velos. La música sigue sonando entre la plasticidad de los movimientos, entre el sudor de lo bailado y lo sufrido. En un espejo se reflejan sus figuras, como si pintaran un cuadro de Edgar Degas en vivo mientras una tenue luz entra por la ventana.
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De pronto, hacia el final de una tarde cálida pero nublada, Lucía Viacava, una joven de 15 años con parálisis cerebral a causa de un accidente al nacer, ha podido escribir en la pantalla de un Ipad, con sus propias manos y gracias a la aplicación Proloquo2go, las palabras “Hoy voy al ballet”. Su madre, Hilda Buller, la mira con ternura; Layra Marcas, su compañera de baile, sonríe.
Minutos antes, ha practicado algunos ejercicios tomada de una barra de madera que tiene en una habitación de su casa, dispuesta para sus prácticas de danza y sus terapias. Nos mira y logra articular algunas palabras nebulosas que su madre descifra. “Ha dicho que le gusta”, explica Buller. Desde el fondo de su cuerpo, y acaso de su corazón, quiere contar que goza, baila y vive.
El baile de todos
Tanto Lucía como Layra forman parte de El ballet de Maricarmen, una iniciativa solidaria de la experimentada bailarina Maricarmen Silva, quien formó parte del Ballet Nacional del Perú. La puso en marcha hacia 2017 luego de enseñar en el colegio Brígida Silva de Ochoa, ubicado en el distrito limeño de Chorrillos. Allí, según cuenta, reparó en que esas clases no bastaban.
“Me di cuenta de que yo podía enseñar ballet, pero que muchas de las niñas no tenían cómo conseguir un traje para practicarlo, y que además tenían otras necesidades”, dice Silva, quien decidió no sólo ser profesora en el colegio, sino ir más allá. Logró construir este colectivo de danza, bajo un lema central: “No importa quién eres, ni de dónde vienes, todos somos iguales”.
Lucía, que ahora participa en una coreografía donde sus compañeras la rodean con velos, puede dar testimonio de ello. Con sus gestos, con sus palabras anudadas, con su mirada dulce. Está ahora arropada por sus amigas, y también baila, parece salir un poco más de su cuerpo, al ritmo de una versión de ‘Aleluya’, la legendaria canción de Leonard Cohen, cantada por una mujer.
“Estuvo antes en clases de ballet, cuando era más pequeña- cuenta su madre-, hasta que una profesora le dijo que, si no podía ponerse en pie, no podía bailar. Yo me molesté, pero conseguí el contacto de Maricarmen y acá está”. Silva recuerda que no tuvo problema alguno en aceptarla. Por sus clases han pasado chicas y chicos con síndrome de down o con discapacidades físicas e intelectuales.
Hoy tiene un alumno con esta última condición, que es unos de los tres hombres dentro de un grupo de cerca de 80 alumnos de entre 4 y 16 años. Las clases las ofrece en la Parroquia de Fátima, ubicada en Miraflores, un distrito residencial de Lima, pero vienen chicas de Chorrillos, San Juan de Miraflores o Villa El Salvador, distritos mayoritariamente pobres.
Pero también del propio Miraflores, lo que produce una situación inédita en Lima, donde la discriminación hiere: bailan juntas María José Rodríguez, quien vive en Túpac Amaru, zona pobre de Chorrillos; Caterina Vlasica, hija de un médico que vive cerca de la parroquia; Nicole Chávez, que con su hermana Keith vive en la zona de San Genaro, en lo alto de un cerro; Ashley Távara, una migrante venezolana; y Victoria Arévalo, que reside en Villa El Salvador.
Acá se percibe una suerte de milagro de la inclusión, tan difícil de vivir entre los abismos sociales del Perú. No importa el origen social, el colegio donde estudian, el color de la piel. Todas bailan juntas, comparten su vida, sus esfuerzos, y hasta han viajado al extranjero. Este año, se han propuesto ir a España para participar en curso de verano del Barcelona Dance Center.
Soñar y hacer
“Si puedes soñarlo, puedes hacerlo”, afirma Silva, quien para llevar adelante esta tarea cuenta con el apoyo de la Fundación Oli y con el esfuerzo mancomunado de las propias alumnas y sus padres de familia. En una lógica ecológica, además. Continuamente, recolectan residuos inorgánicos y los reciclan en masa en el colegio Brígida Silva, en el que comenzó la aventura.
Silva y toda su comunidad están atentas a quienes, en vez de echar al basurero papel y vidrio (o Tetrapak), se los entregan para que ‘El ballet de Maricarmen’ haga su breve aporte a la economía circular y a la vez se autofinancie. También hacen rifas y recolectan ropa usada o juguetes que luego la venden en una transitada y popular esquina de Chorrillos.
Reciclar-reusar-bailar-incluir, un circuito esperanzador para una ciudad llena de turbulencias, que a ellas mismas las alcanzan o las rondan. En la atmósfera donde viven varias de las bailarinas, campean la delincuencia, la violencia familiar, el tráfico de drogas.
Otra comenta que tiene compañeras de aula, de 15 o 16 años, que ya tienen hijos. Pero ella tiene claro que bailar y ser disciplinada le va a permitir entrar en otra frecuencia. Muchos de sus barrios son considerados ‘bravos’. En el de Layra, que es Pamplona Alta (distrito de San Juan de Miraflores), el funeral de un delincuente se realizó con balazos al aire.
Según Silva, el ballet es, además de un arte, una “terapia emocional”, una forma de ubicarse de otra manera en el mundo. “Cambian ellas y a la vez cambian un poco sus familias, como a veces lo he podido comprobar”, manifiesta. Al comienzo, en algunos hogares hubo resistencias, por parte sobre todo de los papás, aunque luego comprendieron y sintieron el cambio.
Lo mismo ocurrió con algunos amigos de ellas, que se burlaron o hasta ejercieron buylling por rechazar salir de fiesta para ir todos los días al ballet. “Cuando bailo es como si sintiera chispas en mi cuerpo, me siento más libre”, dice Nicole, desde su modesta casa en San Genaro donde no hay agua potable.
Integrar, caminar, bailar
En este momento de la clase, Lucía se coge de la barra de madera y hace contorsiones que desafían su discapacidad. Su madre explica que se da cuenta de todo, que siente la música y la comprende. Y que incluso ha propuesto piezas de música para algunas sesiones de ballet.
Una de ellas ha sido la de una escena de Tinker Bell, la película en dibujos animados llamada en español Campanita. Con Keith, la hermana de Nicole, ha hecho dúos de ballet, que se han presentado en concursos de All Dance. Esta hermandad de la danza ha cosechado numerosos logros, entre ellos 42 premios en el All Dance World realizado en Orlando, Florida, en 2023.
Contra viento, marea y hasta desprecio, Silva saca adelante esta escuela que salva un poco las heridas del cuerpo y del alma, y las heridas sociales, que no son pocas en este país. “Esta experiencia es como una luciérnaga que entra en una caverna oscura y comienza a iluminar”, dice tras indicarles a las chicas que ensayan: “estira, abre y estira, abajo…”.
En el centro de la pista de baile, Lucía ha vuelto a ser rodeada por sus compañeras, que parecen elevarla del suelo con los velos. La música sigue sonando entre la plasticidad de los movimientos, entre el sudor de lo bailado y lo sufrido. En un espejo se reflejan sus figuras, como si pintaran un cuadro de Edgar Degas en vivo mientras una tenue luz entra por la ventana.
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