htremblay
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Protectores, amenazantes, delatores, mediadores, poderosos, frágiles… La figura de los porteros, plagada de matices y prejuicios, forma parte del imaginario colectivo. “Se trata de una profesión que surge en un contexto de desarrollo urbano, a finales del siglo XIX, vinculado a los barrios, pero también al control de la ciudadanía. Es una figura que media entre los vecinos y el espacio público ―la calle―, incluida la autoridad”, explica Daniel Oviedo Silva (Segovia, 36 años). Este profesor de Historia Contemporánea en la Universidad Pública de Navarra se ha convertido en experto en porteros, porteras y porterías. Además de investigarlos durante cuatro años para su tesis doctoral, es autor de El enemigo a las puertas. Porteros y prácticas acusatorias en Madrid (1936-1945), editado por Comares, donde analiza el papel que jugaron durante la Guerra Civil y la posguerra.
Pregunta. ¿Qué pasó con los porteros en esa época?
Respuesta. Se trata de una figura subalterna ―generalmente en una posición social vulnerable― que, al mismo tiempo, tiene un poder de facto sobre las relaciones, tan complejas y diversas, de un vecindario. Entre 1900 y la Guerra Civil, Madrid prácticamente duplica su población. Ese crecimiento acelerado desbordó a los aparatos policiales, que vieron en los porteros una figura de proximidad que conocía muy bien los vecindarios. Ahí se inician las prácticas de colaboración con la autoridad, que en muchos casos son forzadas, obligatorias por legislación. Durante los años previos al conflicto, en muchos portales había un cartel que ponía: “Nadie pasa sin hablar al portero”. Me propuse identificar los modos en los que los porteros participaron en las prácticas acusatorias.
P. ¿Qué son prácticas acusatorias?
R. Prefiero este término, más plural, al de delación o chivato. Los porteros participaban en las relaciones sociales que desembocaron en la violencia. La idea era buscar si la facilitaron o contribuyeron a ella, primero, en colaboración con la policía republicana; o, después, con las autoridades franquistas. Porque también tenían capacidad para cortocircuitar esa violencia haciendo caso omiso cuando eran preguntados. Sin olvidar que ellos también fueron víctimas.
P. ¿Tenían tanta capacidad de acción?
R. Se ha exagerado sobre esa capacidad, aunque la coerción y los constreñimientos están ahí. Durante la guerra, imagina que viene un grupo de milicianos armados. Teóricamente, los porteros debían avisar a la Dirección General de Seguridad. Pero claro, te tienes que encontrar con una decena de milicianos armados que están intentando acceder al inmueble y tú ahí en la portería. En la posguerra, además, hubo todo un aparataje legal y judicial que forzaba a los porteros a emitir declaraciones, o a posicionarse respecto al comportamiento que habían tenido los vecinos, e incluso el servicio doméstico, durante la contienda. A la vez, los porteros estaban siendo investigados como posibles delatores. Estas situaciones no dejan mucho margen de maniobra.
P. Sin duda, son figuras en las que se deposita mucha confianza.
R. Y por ello pagan el precio de ser sospechosos permanentes de cualquier cosa que suceda. Si ha habido un robo es porque no han sido suficientemente vigilantes o incluso porque están compinchados. La idea de que “el portero siempre sabe algo” emana de ahí.
P. ¿Se magnificó su papel durante la guerra tras el triunfo de los fascistas?
R. El tema fue muy explotado por el franquismo. También es cierto que, en Madrid, durante la guerra, hubo un grupo de porteros [del bando republicano] que estuvo activo en el seno de la Brigada García Atadell, que participó en muchas detenciones y fue responsable de numerosos asesinatos. Lo que pongo en tela de juicio es que lograsen construir una red que permitiese una sistematización efectiva de las denuncias, como difundió la propaganda fascista. De los más de 20.000 porteros que había en Madrid ―teóricamente, la legislación obligaba a los inmuebles a disponer de uno―, se puede hablar de que solo una treintena participó activamente en esa brigada. Además, estuvo vigente poco tiempo: hasta el otoño del 36. Hubo, en cualquier caso, otras formas de participar en la violencia.
P. ¿Qué pasa con las porteras?
R. Esto es difícil de documentar. En las porterías de los barrios más humildes, es complicado delimitar quién ejercía. A veces, la profesión estaba vinculada a una familia, y todos sus miembros ―hijos, pareja, pero también otros allegados― participaban en las tareas. Otras, el contrato estaba a nombre del hombre, pero como tenía otro trabajo, lo ejercía la mujer. Sí, era bastante característico que en los barrios de rentas más altas, como el de Salamanca, la portería fuese ocupada por hombres. Además, ejercían uniformados, con librea, lo que los hacía más reconocibles, a la vez que destilaban clasismo con respecto al sector menos acomodado de la profesión. Las porteras estuvieron más presentes en los barrios más populares.
P. ¿Cuánto ganaba un portero?
R. En la República, cuando se regulan los sueldos de los porteros, la diferencia entre los que más cobran y los que menos puede multiplicarse por diez: los salarios van desde las 30 pesetas a las 350.
P. Los porteros también juegan una relevante función social, vinculada a los cuidados de los vecinos, de la finca, o del jardín.
R. Sí, son una figura referencial, relacionada con la construcción de vínculos. Esto es debido a las funciones que han desempeñado históricamente. En sus orígenes en Francia, a principios del siglo XIX, tenían relación con el estatus. Luego, sus funciones se diversificaron (hacia los mencionados cuidados o la vigilancia). Son figuras liminales, intersticiales, que pueden cohesionar una comunidad. De hecho, hay programas de reintroducción de porteros en edificios de vivienda social en Reino Unido, en Francia, o en Noruega.
P. ¿Sabemos poco de los porteros?
R. Se debería investigar más; elaborar una historia social, pero también urbana y cultural. Hay trabajos muy buenos en Francia; también, una investigación sobre el papel de los porteros en el Holocausto en Budapest; o un trabajo genial sobre Barcelona, coordinado por el antropólogo Joan Bestard.
P. La serie de El encargado, protagonizada por un portero argentino, explota muchos de los arquetipos que menciona.
R. La serie condensa la figura del portero con tacto, habilidad y ritmo. Evidencia todas esas situaciones tan contradictorias relacionadas con la profesión: el personaje servil, subalterno, que, al mismo tiempo, puede mover los hilos de una comunidad o barrio. Incurre en alguno de los estigmas asociados a la profesión, pero de una manera simpática. Y con un equilibrio muy fino entre la faceta pública y privada del portero, que el espectador ve en todo momento. Un portero es íntimo: tiene las llaves de tu casa; sabe cuándo entras, cuándo sales; conoce tus visitas…
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Pregunta. ¿Qué pasó con los porteros en esa época?
Respuesta. Se trata de una figura subalterna ―generalmente en una posición social vulnerable― que, al mismo tiempo, tiene un poder de facto sobre las relaciones, tan complejas y diversas, de un vecindario. Entre 1900 y la Guerra Civil, Madrid prácticamente duplica su población. Ese crecimiento acelerado desbordó a los aparatos policiales, que vieron en los porteros una figura de proximidad que conocía muy bien los vecindarios. Ahí se inician las prácticas de colaboración con la autoridad, que en muchos casos son forzadas, obligatorias por legislación. Durante los años previos al conflicto, en muchos portales había un cartel que ponía: “Nadie pasa sin hablar al portero”. Me propuse identificar los modos en los que los porteros participaron en las prácticas acusatorias.
P. ¿Qué son prácticas acusatorias?
R. Prefiero este término, más plural, al de delación o chivato. Los porteros participaban en las relaciones sociales que desembocaron en la violencia. La idea era buscar si la facilitaron o contribuyeron a ella, primero, en colaboración con la policía republicana; o, después, con las autoridades franquistas. Porque también tenían capacidad para cortocircuitar esa violencia haciendo caso omiso cuando eran preguntados. Sin olvidar que ellos también fueron víctimas.
P. ¿Tenían tanta capacidad de acción?
R. Se ha exagerado sobre esa capacidad, aunque la coerción y los constreñimientos están ahí. Durante la guerra, imagina que viene un grupo de milicianos armados. Teóricamente, los porteros debían avisar a la Dirección General de Seguridad. Pero claro, te tienes que encontrar con una decena de milicianos armados que están intentando acceder al inmueble y tú ahí en la portería. En la posguerra, además, hubo todo un aparataje legal y judicial que forzaba a los porteros a emitir declaraciones, o a posicionarse respecto al comportamiento que habían tenido los vecinos, e incluso el servicio doméstico, durante la contienda. A la vez, los porteros estaban siendo investigados como posibles delatores. Estas situaciones no dejan mucho margen de maniobra.
P. Sin duda, son figuras en las que se deposita mucha confianza.
R. Y por ello pagan el precio de ser sospechosos permanentes de cualquier cosa que suceda. Si ha habido un robo es porque no han sido suficientemente vigilantes o incluso porque están compinchados. La idea de que “el portero siempre sabe algo” emana de ahí.
P. ¿Se magnificó su papel durante la guerra tras el triunfo de los fascistas?
R. El tema fue muy explotado por el franquismo. También es cierto que, en Madrid, durante la guerra, hubo un grupo de porteros [del bando republicano] que estuvo activo en el seno de la Brigada García Atadell, que participó en muchas detenciones y fue responsable de numerosos asesinatos. Lo que pongo en tela de juicio es que lograsen construir una red que permitiese una sistematización efectiva de las denuncias, como difundió la propaganda fascista. De los más de 20.000 porteros que había en Madrid ―teóricamente, la legislación obligaba a los inmuebles a disponer de uno―, se puede hablar de que solo una treintena participó activamente en esa brigada. Además, estuvo vigente poco tiempo: hasta el otoño del 36. Hubo, en cualquier caso, otras formas de participar en la violencia.
P. ¿Qué pasa con las porteras?
R. Esto es difícil de documentar. En las porterías de los barrios más humildes, es complicado delimitar quién ejercía. A veces, la profesión estaba vinculada a una familia, y todos sus miembros ―hijos, pareja, pero también otros allegados― participaban en las tareas. Otras, el contrato estaba a nombre del hombre, pero como tenía otro trabajo, lo ejercía la mujer. Sí, era bastante característico que en los barrios de rentas más altas, como el de Salamanca, la portería fuese ocupada por hombres. Además, ejercían uniformados, con librea, lo que los hacía más reconocibles, a la vez que destilaban clasismo con respecto al sector menos acomodado de la profesión. Las porteras estuvieron más presentes en los barrios más populares.
P. ¿Cuánto ganaba un portero?
R. En la República, cuando se regulan los sueldos de los porteros, la diferencia entre los que más cobran y los que menos puede multiplicarse por diez: los salarios van desde las 30 pesetas a las 350.
P. Los porteros también juegan una relevante función social, vinculada a los cuidados de los vecinos, de la finca, o del jardín.
R. Sí, son una figura referencial, relacionada con la construcción de vínculos. Esto es debido a las funciones que han desempeñado históricamente. En sus orígenes en Francia, a principios del siglo XIX, tenían relación con el estatus. Luego, sus funciones se diversificaron (hacia los mencionados cuidados o la vigilancia). Son figuras liminales, intersticiales, que pueden cohesionar una comunidad. De hecho, hay programas de reintroducción de porteros en edificios de vivienda social en Reino Unido, en Francia, o en Noruega.
P. ¿Sabemos poco de los porteros?
R. Se debería investigar más; elaborar una historia social, pero también urbana y cultural. Hay trabajos muy buenos en Francia; también, una investigación sobre el papel de los porteros en el Holocausto en Budapest; o un trabajo genial sobre Barcelona, coordinado por el antropólogo Joan Bestard.
P. La serie de El encargado, protagonizada por un portero argentino, explota muchos de los arquetipos que menciona.
R. La serie condensa la figura del portero con tacto, habilidad y ritmo. Evidencia todas esas situaciones tan contradictorias relacionadas con la profesión: el personaje servil, subalterno, que, al mismo tiempo, puede mover los hilos de una comunidad o barrio. Incurre en alguno de los estigmas asociados a la profesión, pero de una manera simpática. Y con un equilibrio muy fino entre la faceta pública y privada del portero, que el espectador ve en todo momento. Un portero es íntimo: tiene las llaves de tu casa; sabe cuándo entras, cuándo sales; conoce tus visitas…
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