Cuentecillo navideño del rey sin corte

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Érase una vez un reino cuyas gentes vivían tan enfrentadas, salpicadas de fango, atronadas por el ruido, que el rey no se atrevía a conceder títulos nobiliarios a ningún súbdito que hubiera merecido la máxima consideración para en adelante servir de ejemplo y modelo de virtudes al resto de la nación, a la que falta le hacía contar con un cuerpo estable, si no de aristocracia, de meritocracia y nobleza , en su primera y más pura acepción. Enfrascado en una secular riña a garrotazos y escupitajos, emborrizado en una charca a la que cada bando, mitad y mitad, accedía por orillas distintas, el pueblo practicaba el innoble arte del prejuicio sumarísimo para descalificar a todo aquel que cojeara de un pie distinto al que determinaba su osamenta ladeada. Ni siquiera valían los que aparentemente caminaban sin altibajos y mantenían el tipo: para unos u otros, todos eran sospechosos de tara hasta que no se demostrase lo contrario. Sobraban las radiografías.El rey sin corte no se atrevía a proponer a nadie como dechado, no fuera a irritarse la mitad de sus súbditos. Lo que en él era precaución y prudencia se había convertido en la persona de su valido –mi persona decía de sí mismo– en todo lo contrario: no se cansaba el primer ministro, un buscavidas sin palabra, de soliviantar a la mitad de la nación a partir del elogio sistemático y nada inocente de cualquier prohombre –promujer por lo inclusivo– que destacara no ya por su cojera sistémica, signo de distinción y seña de identidad, sino por las patadas que con su pierna buena propinaba a los del otro lado del muro y la charca. La soledad del rey sin corte contrastaba con la tropa de lisiados, todos cortados por el mismo patrón motriz, que su valido subía a los altares de la excelencia. Vivos o muertos.El rey sin corte preparaba su tradicional mensaje de Navidad cuando, como a cualquiera por las mismas fechas, le dio por recordar los buenos momentos vividos a lo largo del año, hasta detenerse en las figuras públicas a las que en tiempos mejores hubiera ennoblecido por su inapelable servicio a la nación. En palacio olía a pan frito, quizá picatostes para el caldo, pero no estaba el horno para bollos. «Aquel tenista que tan alto, tantas veces y con tanto orgullo levantó por el mundo la bandera; aquel juez que hizo del escrúpulo su máxima para aplicar la misma ley que un día tuve que salir a defender...». No quiso seguir haciendo memoria el rey sin corte, prudente y sacrificado. «Total, ¿para qué?», se dijo. «Hay personas interesadas en que el enfado crezca», había confesado en una reciente y convulsa salida de palacio.Como a cualquiera por las mismas fechas, al rey sin corte también le dio por acordarse de la familia, y de los títulos nobiliarios, tampoco muchos, que su augusto padre había concedido durante su reinado como recompensa al servicio prestado a la patria por algunos hombres más o menos buenos, ninguno de los cuales hubiera pasado, por hache o por be, el filtro que licua el fango que hoy nos reboza y envenena. Al rey sin corte no le afligía su impotencia, sino la condición de un pueblo al que ni siquiera podía proporcionar una galería de espejos donde mirarse, o de retratos al natural con los que medirse.

 

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