raheem54
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Sevilla, 1618. Interior de una casa. Un joven de 19 años llamado Diego Rodríguez de Silva y Velázquez piensa en cómo componer una escena que represente una casa popular de su ciudad natal. Elige, cómo no, el espacio por excelencia durante siglos de una vivienda: el hogar, el lugar donde se cocinan los alimentos y las decisiones más trascendentales de una familia. Un hogar de comienzos del siglo XVII exige una mujer, preferiblemente entrada en años, que, con sosiego y destreza, se encuentra inmersa en su quehacer diario cuando un muchacho parece sacarla, pero no del todo, de sus pensamientos. El contexto ya está marcado, pero el joven Velázquez necesita ahora objetos e ingredientes que refuercen la verosimilitud de la escena y que demuestren, de paso, su habilidad representando superficies de todo tipo: un cestillo, unas jarras, un almirez, un anafe o una cuchara de madera con la que la señora ayuda a que la clara de los huevos cuaje. Pero, además de huevos, Velázquez decide introducir otros ingredientes que llenen de verdad el cuadro, como la cebolla, que, a comienzos del siglo XVII, conformaba, junto al ajo, la base de cualquier guiso popular.
Frente a la tradición ancestral de esos ingredientes y formando un eje con los ojos de la mujer, su mano y el plato con el cuchillo, emerge en la penumbra un ingrediente insólito en las pinturas de la época: el pimiento americano. Podría parecer una simple anécdota, pero el joven pintor llamado a retratar a los más grandes de la España del siglo XVII no solo daba con ello la última pincelada de veracidad al cuadro, sino que, quizá sin saberlo, representaba por primera vez en la historia de la pintura este fruto americano como un alimento y no como una mera curiosidad.
Ante esa novedosa imagen, cabe preguntarse: ¿cómo había llegado el pimiento a convertirse a comienzos del siglo XVII en un ingrediente básico de la cocina popular andaluza hasta el punto de representar a todo un grupo social en este cuadro?
Como siempre, conviene comenzar por el principio. Para entenderlo, recordemos que el argumento de Colón para convencer a los Reyes Católicos de que financiaran su expedición no era salir a la conquista de nuevos mundos, sino, simple y llanamente, encontrar una ruta alternativa de acceso a las codiciadas especias asiáticas sin entrar en conflicto con Portugal. Por ello, no es de extrañar la emoción que sintió Colón al localizar el ají, como se trasluce de la anotación en su diario del 15 de enero de 1493: “Hay mucho ají, que es su pimienta, y toda la gente no come sin ella, que la hallan muy sana. Puédense cargar cincuenta carabelas cada año en aquella Española”.
Pero, como suele suceder, la realidad tenía otros planes. La llegada de la planta puso en evidencia un hecho que daba al traste con los sueños del almirante: la planta y sus frutos crecían con pasmosa facilidad en el sur de España. Ya lo observó Pedro Mártir de Anglería, que advertía a comienzos del siglo XVI de la rapidez con la que se daba y lamentaba que la insensatez humana le confiriera por ello menos valor que a la inalcanzable pimienta. A finales de ese siglo, el médico sevillano Nicolás Monardes confirmaba lo inevitable: “No hay jardín, ni huerta, ni macetón que no la tenga sembrada”. De esta manera, su abundancia desbarataba el anhelo de un comercio de las especias con las Indias Occidentales y, de paso, desincentivaba su consumo entre las clases privilegiadas, que, a la hora de elegir alimentos (o tejidos, o muebles), primaban a aquellos de carácter limitado e inaccesible.
El pimiento entró como ornato, pero no como alimento, en los jardines de los palacios desde el siglo XVI, como confirmaba el jardinero de Felipe II Gregorio de los Ríos, y también en cuadros, como la insignia que pende del pecho de Rodolfo II en traje de Vertumno (1590) de Arcimboldo, o la maceta de frutos rojos en una escena amorosa de Peeter Gijsels. Pero tardaría siglos en salir de las pinturas y los parterres hasta hacerse un hueco en las mesas nobles.
En cambio, las clases populares, sin posibilidad de tener ese tipo de reparos, aplaudieron la llegada de este nuevo fruto, que en fresco aportaba color y sabor a recetas consumidas desde hacía siglos, como el gazpacho primigenio, y, en seco, daba intensidad a los guisos, convirtiéndose desde finales del siglo XVI en “la pimienta de los pobres”. Que alguien como Velázquez captase ese detalle y lo elevase a la categoría de arte y de marca de clase en su Vieja friendo huevos era solo cuestión de tiempo y, también, de perspicacia.
A partir de entonces, las referencias al pimiento en textos y pinturas son constantes. Su uso (y abuso) por parte de las clases populares generó a veces desagrado, como en Rinconete y Cortadillo, donde Cervantes habla de unos “alcaparrones ahogados en pimientos”. Otras veces suscitó curiosidad, especialmente entre los viajeros extranjeros que, como le pasó a Bartolomé Joly, se vieron obligados a probar ese fruto “que se da en España y no lo he visto en los demás países donde he estado”. Sus colores y formas no pasaron inadvertidos a los literatos del Siglo de Oro, que no dudaron en emplearlo para sus ingeniosas metáforas sobre la ira o la sexualidad desaforada, como en aquellos versos atribuidos a Góngora: “Lo que más gusto le daba/ de la hortaliza y el huerto/ era, según imagino,/ un colorado pimiento,/ porque otro como aquel tuvo, su marido Diego”. Más comedidos, cuadros como Cristo en casa de Marta y María, realizado también por Velázquez en 1618, o Pícaro en cocina (ca. 1620) de López Caro confirmaban su presencia cotidiana en ámbitos humildes.
Con la llegada del siglo XVIII, sin embargo, asistimos a un cambio radical en la consideración y uso del pimiento. La paulatina revalorización de los vegetales, denostados durante siglos en las cocinas nobles, y un mayor conocimiento científico sobre los beneficios de su consumo provocaron que alimentos reducidos hasta entonces a las clases populares, como el pimiento o su pariente el tomate, comenzaran a encontrar un hueco en mesas acomodadas, ya no como aderezo de guisos sino, sobre todo, como hortaliza fresca. Así lo muestran los elegantes bodegones de López Enguídanos a comienzos del XIX o recetarios como La cocina española antigua (1913) de Emilia Pardo Bazán, en el que confirma que el gazpacho “se ha puesto de moda y, helado, se sirve como sopa de verano en la mesa del Rey y en las casas más aristocráticas”. Definitivamente, el pimiento había escapado de la humilde cocina de una casa sevillana para convertirse, hasta hoy, en un ingrediente capaz de alegrar las comidas veraniegas de todos los hogares.
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Frente a la tradición ancestral de esos ingredientes y formando un eje con los ojos de la mujer, su mano y el plato con el cuchillo, emerge en la penumbra un ingrediente insólito en las pinturas de la época: el pimiento americano. Podría parecer una simple anécdota, pero el joven pintor llamado a retratar a los más grandes de la España del siglo XVII no solo daba con ello la última pincelada de veracidad al cuadro, sino que, quizá sin saberlo, representaba por primera vez en la historia de la pintura este fruto americano como un alimento y no como una mera curiosidad.
Ante esa novedosa imagen, cabe preguntarse: ¿cómo había llegado el pimiento a convertirse a comienzos del siglo XVII en un ingrediente básico de la cocina popular andaluza hasta el punto de representar a todo un grupo social en este cuadro?
La “pimienta de los pobres”
Como siempre, conviene comenzar por el principio. Para entenderlo, recordemos que el argumento de Colón para convencer a los Reyes Católicos de que financiaran su expedición no era salir a la conquista de nuevos mundos, sino, simple y llanamente, encontrar una ruta alternativa de acceso a las codiciadas especias asiáticas sin entrar en conflicto con Portugal. Por ello, no es de extrañar la emoción que sintió Colón al localizar el ají, como se trasluce de la anotación en su diario del 15 de enero de 1493: “Hay mucho ají, que es su pimienta, y toda la gente no come sin ella, que la hallan muy sana. Puédense cargar cincuenta carabelas cada año en aquella Española”.
Pero, como suele suceder, la realidad tenía otros planes. La llegada de la planta puso en evidencia un hecho que daba al traste con los sueños del almirante: la planta y sus frutos crecían con pasmosa facilidad en el sur de España. Ya lo observó Pedro Mártir de Anglería, que advertía a comienzos del siglo XVI de la rapidez con la que se daba y lamentaba que la insensatez humana le confiriera por ello menos valor que a la inalcanzable pimienta. A finales de ese siglo, el médico sevillano Nicolás Monardes confirmaba lo inevitable: “No hay jardín, ni huerta, ni macetón que no la tenga sembrada”. De esta manera, su abundancia desbarataba el anhelo de un comercio de las especias con las Indias Occidentales y, de paso, desincentivaba su consumo entre las clases privilegiadas, que, a la hora de elegir alimentos (o tejidos, o muebles), primaban a aquellos de carácter limitado e inaccesible.
El pimiento entró como ornato, pero no como alimento, en los jardines de los palacios desde el siglo XVI, como confirmaba el jardinero de Felipe II Gregorio de los Ríos, y también en cuadros, como la insignia que pende del pecho de Rodolfo II en traje de Vertumno (1590) de Arcimboldo, o la maceta de frutos rojos en una escena amorosa de Peeter Gijsels. Pero tardaría siglos en salir de las pinturas y los parterres hasta hacerse un hueco en las mesas nobles.
En cambio, las clases populares, sin posibilidad de tener ese tipo de reparos, aplaudieron la llegada de este nuevo fruto, que en fresco aportaba color y sabor a recetas consumidas desde hacía siglos, como el gazpacho primigenio, y, en seco, daba intensidad a los guisos, convirtiéndose desde finales del siglo XVI en “la pimienta de los pobres”. Que alguien como Velázquez captase ese detalle y lo elevase a la categoría de arte y de marca de clase en su Vieja friendo huevos era solo cuestión de tiempo y, también, de perspicacia.
De lo popular a lo global
A partir de entonces, las referencias al pimiento en textos y pinturas son constantes. Su uso (y abuso) por parte de las clases populares generó a veces desagrado, como en Rinconete y Cortadillo, donde Cervantes habla de unos “alcaparrones ahogados en pimientos”. Otras veces suscitó curiosidad, especialmente entre los viajeros extranjeros que, como le pasó a Bartolomé Joly, se vieron obligados a probar ese fruto “que se da en España y no lo he visto en los demás países donde he estado”. Sus colores y formas no pasaron inadvertidos a los literatos del Siglo de Oro, que no dudaron en emplearlo para sus ingeniosas metáforas sobre la ira o la sexualidad desaforada, como en aquellos versos atribuidos a Góngora: “Lo que más gusto le daba/ de la hortaliza y el huerto/ era, según imagino,/ un colorado pimiento,/ porque otro como aquel tuvo, su marido Diego”. Más comedidos, cuadros como Cristo en casa de Marta y María, realizado también por Velázquez en 1618, o Pícaro en cocina (ca. 1620) de López Caro confirmaban su presencia cotidiana en ámbitos humildes.
Con la llegada del siglo XVIII, sin embargo, asistimos a un cambio radical en la consideración y uso del pimiento. La paulatina revalorización de los vegetales, denostados durante siglos en las cocinas nobles, y un mayor conocimiento científico sobre los beneficios de su consumo provocaron que alimentos reducidos hasta entonces a las clases populares, como el pimiento o su pariente el tomate, comenzaran a encontrar un hueco en mesas acomodadas, ya no como aderezo de guisos sino, sobre todo, como hortaliza fresca. Así lo muestran los elegantes bodegones de López Enguídanos a comienzos del XIX o recetarios como La cocina española antigua (1913) de Emilia Pardo Bazán, en el que confirma que el gazpacho “se ha puesto de moda y, helado, se sirve como sopa de verano en la mesa del Rey y en las casas más aristocráticas”. Definitivamente, el pimiento había escapado de la humilde cocina de una casa sevillana para convertirse, hasta hoy, en un ingrediente capaz de alegrar las comidas veraniegas de todos los hogares.
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Cuando Velázquez descubrió el pimiento en un hogar de Sevilla
El cuadro ‘Vieja friendo huevos’ introduce por primera vez en la historia de la pintura este vegetal traído de América como alimento y no como curiosidad
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