ethompson
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La paradoja es contraintuitiva pero es sobre todo feliz. Quizá no sean muchos hoy quienes recuerden que la mejor literatura escrita en español después de la Guerra Civil llegó durante décadas de tierras americanas. Fue hija primero del exilio y después del goteo incesante de escritores colombianos, peruanos, argentinos o chilenos que escapaban de sus dictaduras militares en los sesenta para encontrar refugio en la España del final del franquismo y de la titubeante democracia en fabricación tras 1975.
América Latina está en el origen de los títulos mayores de las letras españolas durante tres décadas, al menos, en cualquier género y, en particular, narrativa y poesía. No dice eso nuestra cartilla local, pringada de nacionalismo, y el recuerdo común en la escuela tiende a enlazar a Laforet con Delibes o apreciables novelas de Cela o de este y aquel. Pero la realidad es que en América Latina empieza o acaba la aclimatación de escritores que explotan antes o después pero encarnan el despliegue de títulos y autores más valioso y perdurable para el lector de hoy.
La mejor literatura en español se hizo fuera de España durante prácticamente tres décadas de posguerra, y algún año más. Ni Juan Ramón Jiménez culminó su sacerdocio poético en España en verso y en prosa, ni Luis Cernuda cuajó su voz más propia aquí, ni Pedro Salinas dio sus versos y sus prosas menos sentimentales en Madrid ni tampoco aquí cuajó el pensamiento lento de José Gaos o de Eugenio Ímaz ni las ensoñaciones especulativas de María Zambrano ni la organización mental de panzer que exhibió Josep M. Ferrater Mora para fabricar su inconcebible Diccionario de filosofía.
Pero tampoco serían imaginables sin la secuencia de expatriación e impatriación americana de los exiliados en América Latina los ciclos novelescos y autobiográficos de Ramón J. Sender en Crónica del alba, los de Max Aub y sus múltiples campos en El laberinto mágico, o las memorias suculentas de Rafael Alberti en La arboleda perdida o de Corpus Barga y Los pasos contados, o novelas tan originales como El diario de Hamlet García, de Paulino Masip, o algunos de los relatos de Francisco Ayala o algunas de las novelas de infinita tristeza de Rosa Chacel.
Pero mientras reflexionaban en sus desgracias y sus desganas quienes reencontraban nuevos países para su madurez, se gestaban en español las primeras armas de una literatura que apenas tenía contacto con la española expatriada, fuera de perfiles mixtos como Guillermo de Torre, pero que crecía con la inaudita personalidad de una figura como Jorge Luis Borges, la magia fúnebre de Pedro Páramo y Juan Rulfo o la poderosa imaginación culta de Alejo Carpentier y José Lezama Lima, los tanteos con el periodismo creativo y pronto con la novela lujuriosa de un colombiano como Gabriel García Márquez enfrascado en Cien años de soledad, las fantasías sentimentales y paradójicas de un sensible argentino y traductor como Julio Cortázar con su Rayuela o sus cronopios, las primeras rebeldías de Carlos Fuentes en un Aura turbadora, la asfixiante ruta depresiva de Ernesto Sabato o las imaginaciones engañosas de Adolfo Bioy Casares, la irritabilidad casi siempre cómica de Guillermo Cabrera Infante enredado con Tres tristes tigres mientras ponía las bases de un fulgor crónico el peruano Mario Vargas Llosa desde La ciudad y los perros, y aun antes, y surfeaba depresiones otro peruano, Julio Ramón Ribeyro, entre cuentos y diarios tan incontestablemente titulados La tentación del fracaso, como incontestable habría de ser la crítica y el ensayo del poeta Octavio Paz o el perfecto poeta antipoeta que fue Nicanor Parra.
Se venían a veces incluso desde finales de los cincuenta, o irían viniendo a medida que el terror militar los expulsaba de sus países. Pero lo mejor es que fueron trayéndose sus biografías y sus talentos a España para hacerla, esta vez sí, más grande y más libre de verdad, sobrepasada por el poder de la ficción, las ideas y los versos de una pléyade de bárbaros que enseñaron a los españoles a escribir, leer y pensar mejor de lo que lo hacíamos y a otra escala que la usual en el suelo acartonado de miedo y sumisión del franquismo, y a pesar de que la lengua y el pensamiento se envalentonaba de veras con nombres nativos como Juan Goytisolo, José Ángel Valente, Juan Benet, Carmen Martín Gaite, Juan Marsé.
Con esa mezcla de maduración y patente relevo local y la revolucionaria inyección americana, las cosas habrían de cambiar por fuerza y por suerte, y este relato caduca ya a las puertas de finales de los años sesenta y tras los setenta. La hibridación entre los unos y los otros fue fértil y a veces reservona o directamente envidiosa, pero eso fue cosa de los menos. Nuestra literatura de hoy, siglo XXI, es hija del mestizaje feroz entre americanos extraordinarios y españoles en rebeldía contra su país y su formación, aunque alguno dijese que no los leía, como Javier Marías. Seguro que era mentira y, si era verdad, peor.
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América Latina está en el origen de los títulos mayores de las letras españolas durante tres décadas, al menos, en cualquier género y, en particular, narrativa y poesía. No dice eso nuestra cartilla local, pringada de nacionalismo, y el recuerdo común en la escuela tiende a enlazar a Laforet con Delibes o apreciables novelas de Cela o de este y aquel. Pero la realidad es que en América Latina empieza o acaba la aclimatación de escritores que explotan antes o después pero encarnan el despliegue de títulos y autores más valioso y perdurable para el lector de hoy.
La mejor literatura en español se hizo fuera de España durante prácticamente tres décadas de posguerra, y algún año más. Ni Juan Ramón Jiménez culminó su sacerdocio poético en España en verso y en prosa, ni Luis Cernuda cuajó su voz más propia aquí, ni Pedro Salinas dio sus versos y sus prosas menos sentimentales en Madrid ni tampoco aquí cuajó el pensamiento lento de José Gaos o de Eugenio Ímaz ni las ensoñaciones especulativas de María Zambrano ni la organización mental de panzer que exhibió Josep M. Ferrater Mora para fabricar su inconcebible Diccionario de filosofía.
Pero tampoco serían imaginables sin la secuencia de expatriación e impatriación americana de los exiliados en América Latina los ciclos novelescos y autobiográficos de Ramón J. Sender en Crónica del alba, los de Max Aub y sus múltiples campos en El laberinto mágico, o las memorias suculentas de Rafael Alberti en La arboleda perdida o de Corpus Barga y Los pasos contados, o novelas tan originales como El diario de Hamlet García, de Paulino Masip, o algunos de los relatos de Francisco Ayala o algunas de las novelas de infinita tristeza de Rosa Chacel.
Pero mientras reflexionaban en sus desgracias y sus desganas quienes reencontraban nuevos países para su madurez, se gestaban en español las primeras armas de una literatura que apenas tenía contacto con la española expatriada, fuera de perfiles mixtos como Guillermo de Torre, pero que crecía con la inaudita personalidad de una figura como Jorge Luis Borges, la magia fúnebre de Pedro Páramo y Juan Rulfo o la poderosa imaginación culta de Alejo Carpentier y José Lezama Lima, los tanteos con el periodismo creativo y pronto con la novela lujuriosa de un colombiano como Gabriel García Márquez enfrascado en Cien años de soledad, las fantasías sentimentales y paradójicas de un sensible argentino y traductor como Julio Cortázar con su Rayuela o sus cronopios, las primeras rebeldías de Carlos Fuentes en un Aura turbadora, la asfixiante ruta depresiva de Ernesto Sabato o las imaginaciones engañosas de Adolfo Bioy Casares, la irritabilidad casi siempre cómica de Guillermo Cabrera Infante enredado con Tres tristes tigres mientras ponía las bases de un fulgor crónico el peruano Mario Vargas Llosa desde La ciudad y los perros, y aun antes, y surfeaba depresiones otro peruano, Julio Ramón Ribeyro, entre cuentos y diarios tan incontestablemente titulados La tentación del fracaso, como incontestable habría de ser la crítica y el ensayo del poeta Octavio Paz o el perfecto poeta antipoeta que fue Nicanor Parra.
Se venían a veces incluso desde finales de los cincuenta, o irían viniendo a medida que el terror militar los expulsaba de sus países. Pero lo mejor es que fueron trayéndose sus biografías y sus talentos a España para hacerla, esta vez sí, más grande y más libre de verdad, sobrepasada por el poder de la ficción, las ideas y los versos de una pléyade de bárbaros que enseñaron a los españoles a escribir, leer y pensar mejor de lo que lo hacíamos y a otra escala que la usual en el suelo acartonado de miedo y sumisión del franquismo, y a pesar de que la lengua y el pensamiento se envalentonaba de veras con nombres nativos como Juan Goytisolo, José Ángel Valente, Juan Benet, Carmen Martín Gaite, Juan Marsé.
Con esa mezcla de maduración y patente relevo local y la revolucionaria inyección americana, las cosas habrían de cambiar por fuerza y por suerte, y este relato caduca ya a las puertas de finales de los años sesenta y tras los setenta. La hibridación entre los unos y los otros fue fértil y a veces reservona o directamente envidiosa, pero eso fue cosa de los menos. Nuestra literatura de hoy, siglo XXI, es hija del mestizaje feroz entre americanos extraordinarios y españoles en rebeldía contra su país y su formación, aunque alguno dijese que no los leía, como Javier Marías. Seguro que era mentira y, si era verdad, peor.
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