Cuando J. D. Vance era el autor de ‘Hillbilly: una elegía rural’, antes de ser el número dos de Trump

Lurline_Goyette

New member
Registrado
27 Sep 2024
Mensajes
43
Cuando apareció la autobiografía de J. D. Vance en 2016, Hillbilly: una elegía rural (Deusto, traducción de Ramón González Férriz), su autor podía decir que era un joven de 31 años que no había inventado una tecnología genial pese a trabajar en Silicon Valley, ni había fundado una gran empresa ni había hecho nada extraordinario. Solo se había graduado en la muy elitista universidad de Yale, pese a venir de una familia pobre y de un lugar arrasado: los inmensos Apalaches y la devastación industrial que había vivido ya y sigue viviendo el Cinturón del Óxido, como dice varias veces: “Del este de Kentucky al sudoeste de Ohio”.

El actual aspirante republicano a la vicepresidencia, número dos de Donald Trump, es lo que los estadounidenses llaman un hillbilly, gente dura y pobre, blancos que han trabajado en la minería del carbón, después en las acerías y más tarde en la nada. La edición inicial de 10.000 ejemplares saltó hasta los 300.000 a toda velocidad sin perder nada de su inconfundible estilo, o quizá precisamente por eso: “Le metemos una sierra eléctrica por el culo a quien insulta a nuestra madre” o dos bragas en la boca al idiota que ha dicho que le comería las bragas a una hermana: el honor de la familia y el sentido compacto de comunidad es sagrado.

Una sociabilidad familiar fundada en la violencia, la incontinencia emocional, las peleas y los insultos como norma está detrás de su diagnóstico sobre una crisis existencial que no se debe solo a las malas políticas gubernamentales sino a factores que hay que abordar como problemas reales e insolubles de forma instantánea. Él contó con una abuela que le salvó la vida, sin contemplaciones y soltando tacos como una ametralladora, y fue “lo mejor” que le ha “ocurrido jamás”. Cuando Vance siente dudas sobre su identidad sexual, su abuela le pregunta si le gusta “chupar pollas”, él contesta que no, así que la abuela concluye prudentemente: “Entonces no eres gay. Y aunque quisieras chupar pollas, no pasaría nada. Dios te querría igual”, un poco antes de amenazar a la madre con plantarle “el cañón” de su pistola en la cara si ella volvía a amenazar de muerte al chaval. Aunque la madre no cambió el hábito de la “puerta giratoria de figuras paternas” (Vance apenas conoció a su padre biológico pero sí a infinidad de novios de la madre), ni abandonó el consumo abrasivo e intermitente de alcohol, sedantes y heroína.

Fue la abuela quien le compró una calculadora científica de 180 dólares para el instituto, y le dijo: “Mejor que empieces [los deberes] de una puta vez. No me gasté hasta el último centavo que tenía en ese pequeño ordenador para que te toques los huevos todo el día”. Es la misma ley de la “justicia hillbilly”, al estilo de su madre, que roció de gasolina a su marido y le prendió fuego con una cerilla mientras dormía la borrachera (lo salvó la hija). Gente extrema quiere decir la ley del clan y un sentido impreciso de la legalidad, como el abuelo que tenía una gigantesca planta de marihuana en el patio trasero de casa. ¿Y qué iba a hacer el abuelo más que enseñarle cómo se liaba un porro al joven Vance de 12 años?

De hecho, el libro quiere ser un manual pedagógico para aprender a revertir la descomposición social de un orden estable y previsible que arrancó en los ochenta, y reducir su crueldad y su irracionalidad impulsiva. En la encrucijada de escoger la universidad o los marines, Vance escoge los marines un año después del 11-S sin el menor fervor patriótico, sino como salida útil en términos de disciplina y estabilidad interior (pero lleno de miedos). Lo que se llevó de aquellos cuatro años (con unos meses destacado en Irak en 2005) fue una inédita confianza en sí mismo, una vida pautada, información útil y una regularidad desconocida hasta llegar, ya como veterano marine (y en parte financiado con fondos públicos) a la universidad pública de Ohio State para buscarse allí la vida como trabajador a tiempo parcial en una ONG para niños maltratados y abandonados, y ser también asesor de un senador de la cámara estatal de Ohio.

Bastó ese escaso tiempo para comprobar que no, que su abuela no siempre tenía razón y no todos los políticos eran una panda de ladrones. Pese al contagioso espíritu de derrota y desapego de su tribu —“Soy la clase de patriota del que se ríen en la costa Este”—, y pese a pecar de “sentimentaloide”, no calla su “abrumador agradecimiento” a Estados Unidos. Mientras Barack Obama encarna el buen funcionamiento de la meritocracia, todos sus amigos hillbillies saben que no está hecha para ellos, aunque las recomendaciones alimentarias de Michelle Obama sean saludables y pertinentes o Barack Obama sea un buen padre: “Obama golpea en el corazón de nuestras inseguridades más profundas” precisamente porque tiene razón. Y sí, es verdad que existe “una industria de teóricos de la conspiración y lunáticos”, escribe en 2016, pero la desconfianza de la clase trabajadora blanca es más honda y ha calado muy profundamente. “Para muchos de nosotros, la prensa libre —baluarte de la democracia estadounidense— está de mierda hasta el cuello”, añade.

J. D. Vance, delante del Capitolio de Washington en 2017, cuando publicó sus memorias.

El cuadro resultante es un reto directo al discurso conservador sobre la clase trabajadora blanca: no, no es culpa únicamente del gobierno el fracaso vital sino el resultado de malas decisiones y del feroz escepticismo social sobre las posibilidades de futuro. La cultura del resentimiento arraigada empequeñece un poco más el horizonte y acentúa el miedo a escapar de la tribu y sentir una incomodidad crónica, una inseguridad paralizante, vivir con el sentimiento del desplazado encima desde siempre, el que está fuera de lugar, el que no encaja, el que no tiene modales, el que no sabe vestirse para una entrevista o… el que estudia Derecho con beca en Yale casi gratis el primer año porque es el más pobre de la facultad.

Cuando trabaja como cajero de un súper descubre que a su familia de pobres no le darían el crédito que sí le dan a otras más pudientes, pero descubre sobre todo la desconfianza ante los abusos del estado del bienestar por parte de los subsidiados, sus trampas, su indiferencia para prosperar. Ahí anida el aceleramiento del rencor contra la propia clase por vaga, por negligente, por indolente y perezosa a costa de los impuestos que él, y otros como él, pagan con su sueldo, como veía cada mes en la nómina. Es el “primer indicio” de que las políticas del “partido de los trabajadores” que vota su abuela “no eran tan buenas como se decía”, por sobreprotección o protección equivocada y tardía. Identifica en su propio entorno social la corresponsabilidad de la pérdida de una época dorada que nunca existió, asociada a la disminución de la fe y del sentido de comunidad como red de apoyo para chavales pobres y familias descompuestas entre mudanzas incesantes, peleas furiosas en casa y en el resto del vecindario y la omnipresencia de las drogas y las armas.

El paso en una década del voto incondicional demócrata de los Apalaches y el Sur al voto incondicional a los republicanos se explica, según Vance, porque muchos de clase trabajadora blanca se sienten pagando la vida padre a los subsidiados que viven del “Estado del bienestar sin hacer nada”. O dicho de otro modo: se posiciona contra un gobierno “que alentaba la decadencia social mediante el estado del bienestar”, aunque la causa determinante está en el deterioro de una vieja comunidad de cultura y fe: esa es la auténtica elegía que entona este libro ante la disolución del orden familiar entre gentes derrochadoras, vociferantes, furiosas, violentas, inconsecuentes, caprichosas e irracionales. Por eso es también un canto de gratitud a la misma abuela que amenazó al muchacho con atropellar a los compañeros que fumaban hierba si incumplía la regla de no verlos.

AntiTrump​


La inequívoca conciencia de clase que exhibe en el libro tiene doble dirección: el sentimiento de estar traicionando a su comunidad por estudiar en Yale (hasta el extremo de ocultarlo cuando vuelve a su pueblo en Ohio) y la vivencia del desplazamiento o incluso el desprecio tácito al saber que procedes de un ambiente pobre de misericordia. La cena al principio del segundo curso con los cazatalentos de un altísimo despacho de abogados es antológica (“Turismo de clase” lo llama brillantemente), incluida la angustia de no saber que podía existir un vino blanco chardonnay y otro sauvignon blanco… Se inclinó por el más fácil de pronunciar mientras descubría la megademocrática “sociedad de los contactos” y el significado práctico de la expresión “capital social”, sin reprimir el humor que empapa casi todas las páginas.

Los artículos científicos de The Yale Law Journal (de la que sería editor el propio Vance) “parecen las instrucciones de un calefactor: secos, formularios y escritos parcialmente en otro idioma” (mi padre diría que más bien en arameo). Pero tampoco se corta con la herencia de un entorno infantil violento, faltón y agresivo: “Mete a dos como yo en la misma casa y, sin duda, tendrás un accidente radioactivo”, porque esa herencia perdura y actúa, siempre lista a emerger en forma de impulsividad agresiva, desplante, algarada o choque frontal contra un conductor descuidado o un comentario impertinente.

Hace ocho años Vance no creía en las monsergas del populismo trumpista: “Estos problemas de familia, fe y cultura no son como el cubo de Rubik, y no creo que existan las soluciones” mágicas o innovadores programas gubernamentales para solucionarlos de una vez. La furibunda reacción de la campaña electoral Biden / Harris contra el nuevo candidato en un comunicado intempestivo es la desesperada reacción ante una decisión política realmente inteligente y con música vencedora por parte de los republicanos: malas noticias electorales de cara a noviembre y al menos a día de hoy, se mire como se mire, aunque pueda ser también Vance el futuro que reubique al Partido Republicano en coordenadas que expulsen el trumpismo desquiciado, destructivo y demagógico. De hecho, es algo más que gratificante su convicción de hace ocho años de que “podemos ajustar cómo nuestros servicios sociales tratan a familias como la mía”, entender de otro modo lo que es el sentido de familia extendida en ese entorno, comprender mejor los obstáculos que encuentran los chavales en medio del caos, la pobreza y la violencia estructural. La esperanza democrática es que el Vance de ayer esté en algún lugar del Vance de hoy, aunque sea tácticamente agazapado.

Seguir leyendo

 

Miembros conectados

No hay miembros conectados.
Atrás
Arriba