Michelle_Bechtelar
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La llegada de una nueva compañía al magro y siempre renqueante panorama de la danza española es —y no puede ser de otro modo— motivo de alborozo y de esperanza; si se trata además de una compañía de ballet contemporáneo que se confía enteramente a la explotación de la técnica académica y sus infinitas y probadas posibilidades, pues dos alegrías en una. El ambiente local desprecia e ignora olímpicamente al ballet. Un error que pagamos todos y que dobla el interés de la propuesta, así como su trinchera.
Tanto Lucía Lacarra como Matthew Golding, artistas en su conciencia y madurez, muy hechos, han desarrollado sus carreras en grandes compañías y con estructuras muy civilizadas, eficientes y a disposición del mejor resultado espectacular. Ese es un punto de unión importante y que se evidencia en la factura de la producción de Lost Letters, que pudo verse ayer en los madrileños Teatros del Canal. Golding pasó —y bailando muy bien— por Royal Ballet de Londres y Het National de Amsterdam, entre otras agrupaciones; Lacarra, lo mismo en el Ballet Nacional de Marsella Roland Petit y en el Ballet Estatal de la Ópera de Múnich. Esto es para dar un botón de muestra que ya justifica y premia al nuevo empeño. La obra que presentan ahora está muy terminada, es muy profesional en todos sus aspectos técnicos y artísticos, agradable de ver y buscando establecer un lenguaje propio, distinto de lo que hay hoy en el corrillo doméstico donde deberán bregar y encontrar su sitio. Y de añadidura, destáquese que ambos se sostienen en una buena forma física y dinámica que les permite encabezar el elenco.
Las cartas como objeto y motivo siempre han estado inveteradamente en el teatro de danza; es uno de esos elementos de largo recorrido que viene de lo clásico arcaico, pasa por el teatro isabelino (del que el ballet es deudor en tantas cosas temáticas, estilísticas y estructurales) y llega hasta el Romanticismo primero y el siglo XX después.
Lost Letters [Cartas perdidas] se ancla en un sustancial poético de largo aliento, y tanto es así, que puede verse, vivirse, como un poema largo y programático, de jornadas de remembranza donde el espectador debe escoger y fijar las claves que culminan, neorrománticamente, en un trágico final (¿esperanzado?). En obras como esta puede constatarse que poesía (y poema, opcionalmente) y danza no están tan lejos, a veces maridados en secreto para lazar al público. Eso era más o menos lo que decían Auden y Balanchine, que eran muy amigos y colaboraron más de una vez; Ashbery lo resumía así: ante la emoción de la danza lo demás palidece, y Martha Graham sacó el título de Appalachian Spring troceando un verso de Hart Crane en su poema La Danza. En todo ello, como en Lost Letters, hay una búsqueda refugiada en la belleza donde incidan respiración, instinto, formulaciones de un lirismo honesto.
Lacarra y Golding hacen hincapié precisamente en un prolongado hasta el infinito adagio cuyo combustible es el lirismo, el acento elevado y la ilusión de lo aéreo. Todo en la pieza es sobrio y está medido. Acaso es por momento repetitiva, esto es opinable y la música de Richter lo alimenta. Ese tono que a veces quejumbra tiene sus riesgos; 10 minutos menos ayudarían al redondeo.
El filme es como un bailarín más. No es un decorado, sino un abrazo cinético de color y formas que culmina en el portentoso efecto final bajo las aguas, esa solución que anega almas dentro de una fotografía de lugares hermosos, pero duros, nada complacientes. La difícil sincronía que consiguen los artistas entre filmado y vivo llega a formalizar en algunos momentos un delicioso trampantojo. El viento representado se usa como vitola de la intensidad. Golding se siente influido por Cranko, Ashton y MacMillan; no lo oculta, y las figuras aparecen perfumadas por esa zona del gran ballet de nuestro tiempo.
¿Casan Max Richter y Rajmáninov en la banda sonora de un ballet? En principio, no. Aquí hay esa disociación tanto tímbrica como de empaste: dos mundos, dos épocas, dos intenciones que ni se rozan; la cuita la resuelve la linealidad del material coréutico, sumiéndonos en ese loop que compadrea a lo extensivo de los compases con el vuelo rasante sobre el campo de amapolas: una de las mejores escenas de la velada.
La nueva compañía está formada por cuatro parejas de jóvenes bailarines que cumplen y se entregan, muy concentrados, a lo propuesto por el coreógrafo y la directora.
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Tanto Lucía Lacarra como Matthew Golding, artistas en su conciencia y madurez, muy hechos, han desarrollado sus carreras en grandes compañías y con estructuras muy civilizadas, eficientes y a disposición del mejor resultado espectacular. Ese es un punto de unión importante y que se evidencia en la factura de la producción de Lost Letters, que pudo verse ayer en los madrileños Teatros del Canal. Golding pasó —y bailando muy bien— por Royal Ballet de Londres y Het National de Amsterdam, entre otras agrupaciones; Lacarra, lo mismo en el Ballet Nacional de Marsella Roland Petit y en el Ballet Estatal de la Ópera de Múnich. Esto es para dar un botón de muestra que ya justifica y premia al nuevo empeño. La obra que presentan ahora está muy terminada, es muy profesional en todos sus aspectos técnicos y artísticos, agradable de ver y buscando establecer un lenguaje propio, distinto de lo que hay hoy en el corrillo doméstico donde deberán bregar y encontrar su sitio. Y de añadidura, destáquese que ambos se sostienen en una buena forma física y dinámica que les permite encabezar el elenco.
Las cartas como objeto y motivo siempre han estado inveteradamente en el teatro de danza; es uno de esos elementos de largo recorrido que viene de lo clásico arcaico, pasa por el teatro isabelino (del que el ballet es deudor en tantas cosas temáticas, estilísticas y estructurales) y llega hasta el Romanticismo primero y el siglo XX después.
Lost Letters [Cartas perdidas] se ancla en un sustancial poético de largo aliento, y tanto es así, que puede verse, vivirse, como un poema largo y programático, de jornadas de remembranza donde el espectador debe escoger y fijar las claves que culminan, neorrománticamente, en un trágico final (¿esperanzado?). En obras como esta puede constatarse que poesía (y poema, opcionalmente) y danza no están tan lejos, a veces maridados en secreto para lazar al público. Eso era más o menos lo que decían Auden y Balanchine, que eran muy amigos y colaboraron más de una vez; Ashbery lo resumía así: ante la emoción de la danza lo demás palidece, y Martha Graham sacó el título de Appalachian Spring troceando un verso de Hart Crane en su poema La Danza. En todo ello, como en Lost Letters, hay una búsqueda refugiada en la belleza donde incidan respiración, instinto, formulaciones de un lirismo honesto.
Lacarra y Golding hacen hincapié precisamente en un prolongado hasta el infinito adagio cuyo combustible es el lirismo, el acento elevado y la ilusión de lo aéreo. Todo en la pieza es sobrio y está medido. Acaso es por momento repetitiva, esto es opinable y la música de Richter lo alimenta. Ese tono que a veces quejumbra tiene sus riesgos; 10 minutos menos ayudarían al redondeo.
El filme es como un bailarín más. No es un decorado, sino un abrazo cinético de color y formas que culmina en el portentoso efecto final bajo las aguas, esa solución que anega almas dentro de una fotografía de lugares hermosos, pero duros, nada complacientes. La difícil sincronía que consiguen los artistas entre filmado y vivo llega a formalizar en algunos momentos un delicioso trampantojo. El viento representado se usa como vitola de la intensidad. Golding se siente influido por Cranko, Ashton y MacMillan; no lo oculta, y las figuras aparecen perfumadas por esa zona del gran ballet de nuestro tiempo.
¿Casan Max Richter y Rajmáninov en la banda sonora de un ballet? En principio, no. Aquí hay esa disociación tanto tímbrica como de empaste: dos mundos, dos épocas, dos intenciones que ni se rozan; la cuita la resuelve la linealidad del material coréutico, sumiéndonos en ese loop que compadrea a lo extensivo de los compases con el vuelo rasante sobre el campo de amapolas: una de las mejores escenas de la velada.
La nueva compañía está formada por cuatro parejas de jóvenes bailarines que cumplen y se entregan, muy concentrados, a lo propuesto por el coreógrafo y la directora.
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Cuando el viento también es belleza
La nueva compañía de ballet moderno liderada por la donostiarra Lucía Lacarra debuta en Madrid con ‘Lost Letters’
elpais.com