Clyde_Schaden
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En ocasiones, a través de un aroma o un plato, viajamos a ese lugar intangible, el que nos lleva al extremo último de la emoción. Sentados a la mesa, podríamos preguntarnos ¿Con qué bocado saciaríamos nuestras carencias? ¿Con cuál otro viajaríamos a nuestro pasado? ¿Cuál sería el ingrediente que nos ayudaría a liberarnos de un momento difícil de nuestra vida? Cocinar es un acto de amor y también un diván sobre el que extendemos nuestro estado anímico, donde estimulamos las endorfinas, liberamos el estrés e intentamos comprender quiénes somos y hacia dónde vamos. Un amor perdido, una pasión rota, el deseo de un encuentro o la búsqueda de una verdad pueden ser los ingredientes necesarios para crear la trama de una gran novela.
“Desde que mi madre murió, lloro en H Mart”. Así comienza el libro de Michelle Zauner, Lágrimas en H Mart. Una historia de amor, pérdida y cocina coreana (editado por Neo Person y traducido por Ainhoa Segura Alcalde). La autora, cantante y guitarrista indie pop del grupo Japanese Breakfast, se desgarra con esta, su primera novela, donde narra la pérdida inesperada de una madre y lo que ello supone: un viaje envuelto en la nostalgia y el dolor por el recuerdo. “Mi madre expresaba su amor por medio de la comida. Por muy crítica o cruel que pudiera parecer, siempre sentía que su afecto irradiaba de los platos que me preparaba exactamente como a mí me gustaban”, escribe.
En esta novela late ese penar que produce la pérdida a la par que navega en la necesidad —la de autora— de identificarse en los recuerdos de su infancia; y aquí aparece la gastronomía como guía necesaria para la búsqueda de la identidad. Ella, de padre americano y madre coreana, criada en Estados Unidos y educada, gustativamente, en la cultura gastronómica de Corea, dibuja sus temores, sus amores, sus pasiones y sus olvidos a través de los platos que la vieron nacer. “Es muy probable que me encuentres llorando al lado de las cámaras de banchan, por el recuerdo del sabor de los huevos con salsa de soja y de la sopa fría de rábano de mi madre (…) O sollozando cerca de los productos deshidratados, preguntándome si sigo siendo coreana ahora que no tengo a nadie a quien llamar para que me diga qué marca de algas debo comprar”.
El relato, en primera persona, es sincero y, a ratos, desgarrador. Muestra el conflicto madre e hija desde esa mirada reflexiva de la madurez, del tiempo que ya no volverá; y en ese dolor, uno podría llegar a sentarse a la mesa con la autora y acompañarla degustando un sinfín de platos que forman parte de su árbol de vida: Las tortitas de arroz (ppeongtwigi), los jjamppong (sopa de fideos picantes), los mul-naengmyeon (sopa fría a la que se le añade vinagre y mostaza picante) o los aperitivos coreanos de arroz llamados tteokbokki, entre otros manjares.
El espacio gastronómico, como refugio o escenario en donde sucede la vida, lo hemos encontrado en otras grandes obras como Kitchen, de Banana Yoshimoto, en La Cena, de Herman Koch, o en el recientemente publicado por Salamandra, Mesa para dos, de Amor Towles. Todas ellas narran uno o varios conflictos del ser humano con la familia o la sociedad; en ninguno de ellos la gastronomía es protagonista, pero en todos, el escenario donde se desarrolla la trama juega un papel definitorio: una cocina, un restaurante, una mesa…
En una mesa se sientan, en varias ocasiones, los asiduos al Café Whistle Stop (Alabama), personajes secundarios de la novela Fried Green Tomatoes at the whistle stop cafe (1987), de Fannie Flagg, en español Tomates Verdes Fritos (una de las últimas traducciones que han llegado a las librerías es la de Víctor Pozanco para la editorial Capitán Swing). La historia de Idgie Threadgoode y Ruth Jamison va mucho más allá de lo culinario, como escribe periodista y escritora Pepa Blanes en el espléndido prólogo de esta edición, “además de sororidad y lesbianismo, la novela habla de muchas cosas, de amistad, sabiduría y muerte, pero también de violencia de género, racismos, gerontofobia, feminismo, eutanasia, pobreza y discapacidad”. Por todo ello, esta novela merece una lectura o relectura. Y también porque, desde el punto de vista gastronómico, “tomates verdes fritos tiene que ver con los problemas alimenticios de uno de sus personajes y la comida como elemento de control de las mujeres en la sociedad”, subraya Blanes en el prólogo. La comida y lo gastronómico son elementos aglutinadores y revolucionarios para las protagonistas, que unen lo común y que se muestran como herramientas de escape ante un conflicto o momento de la vida. Es el ejemplo de una de sus protagonistas, Evelyn, quien encuentra en la cocina una liberación de su ansiedad y una manera de evadirse de la realidad. La gastronomía, en Tomates verdes fritos, forma una segunda línea narrativa, subliminal, dejando una base firme por la que deambulan múltiples subtemas, tramas y conflictos. Realmente, la cocina y el acto de comer son las armas que utilizan las protagonistas para empoderarse.
Al final de esta edición, se recogen algunas de las recetas que aparecen en la narración como el Bizcocho de Suero de mantequilla, la ocra frita, los famosos tomates verdes fritos o los guisantes estilo Sipsey, entre otros.
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“Desde que mi madre murió, lloro en H Mart”. Así comienza el libro de Michelle Zauner, Lágrimas en H Mart. Una historia de amor, pérdida y cocina coreana (editado por Neo Person y traducido por Ainhoa Segura Alcalde). La autora, cantante y guitarrista indie pop del grupo Japanese Breakfast, se desgarra con esta, su primera novela, donde narra la pérdida inesperada de una madre y lo que ello supone: un viaje envuelto en la nostalgia y el dolor por el recuerdo. “Mi madre expresaba su amor por medio de la comida. Por muy crítica o cruel que pudiera parecer, siempre sentía que su afecto irradiaba de los platos que me preparaba exactamente como a mí me gustaban”, escribe.
En esta novela late ese penar que produce la pérdida a la par que navega en la necesidad —la de autora— de identificarse en los recuerdos de su infancia; y aquí aparece la gastronomía como guía necesaria para la búsqueda de la identidad. Ella, de padre americano y madre coreana, criada en Estados Unidos y educada, gustativamente, en la cultura gastronómica de Corea, dibuja sus temores, sus amores, sus pasiones y sus olvidos a través de los platos que la vieron nacer. “Es muy probable que me encuentres llorando al lado de las cámaras de banchan, por el recuerdo del sabor de los huevos con salsa de soja y de la sopa fría de rábano de mi madre (…) O sollozando cerca de los productos deshidratados, preguntándome si sigo siendo coreana ahora que no tengo a nadie a quien llamar para que me diga qué marca de algas debo comprar”.
El relato, en primera persona, es sincero y, a ratos, desgarrador. Muestra el conflicto madre e hija desde esa mirada reflexiva de la madurez, del tiempo que ya no volverá; y en ese dolor, uno podría llegar a sentarse a la mesa con la autora y acompañarla degustando un sinfín de platos que forman parte de su árbol de vida: Las tortitas de arroz (ppeongtwigi), los jjamppong (sopa de fideos picantes), los mul-naengmyeon (sopa fría a la que se le añade vinagre y mostaza picante) o los aperitivos coreanos de arroz llamados tteokbokki, entre otros manjares.
El espacio gastronómico, como refugio o escenario en donde sucede la vida, lo hemos encontrado en otras grandes obras como Kitchen, de Banana Yoshimoto, en La Cena, de Herman Koch, o en el recientemente publicado por Salamandra, Mesa para dos, de Amor Towles. Todas ellas narran uno o varios conflictos del ser humano con la familia o la sociedad; en ninguno de ellos la gastronomía es protagonista, pero en todos, el escenario donde se desarrolla la trama juega un papel definitorio: una cocina, un restaurante, una mesa…
En una mesa se sientan, en varias ocasiones, los asiduos al Café Whistle Stop (Alabama), personajes secundarios de la novela Fried Green Tomatoes at the whistle stop cafe (1987), de Fannie Flagg, en español Tomates Verdes Fritos (una de las últimas traducciones que han llegado a las librerías es la de Víctor Pozanco para la editorial Capitán Swing). La historia de Idgie Threadgoode y Ruth Jamison va mucho más allá de lo culinario, como escribe periodista y escritora Pepa Blanes en el espléndido prólogo de esta edición, “además de sororidad y lesbianismo, la novela habla de muchas cosas, de amistad, sabiduría y muerte, pero también de violencia de género, racismos, gerontofobia, feminismo, eutanasia, pobreza y discapacidad”. Por todo ello, esta novela merece una lectura o relectura. Y también porque, desde el punto de vista gastronómico, “tomates verdes fritos tiene que ver con los problemas alimenticios de uno de sus personajes y la comida como elemento de control de las mujeres en la sociedad”, subraya Blanes en el prólogo. La comida y lo gastronómico son elementos aglutinadores y revolucionarios para las protagonistas, que unen lo común y que se muestran como herramientas de escape ante un conflicto o momento de la vida. Es el ejemplo de una de sus protagonistas, Evelyn, quien encuentra en la cocina una liberación de su ansiedad y una manera de evadirse de la realidad. La gastronomía, en Tomates verdes fritos, forma una segunda línea narrativa, subliminal, dejando una base firme por la que deambulan múltiples subtemas, tramas y conflictos. Realmente, la cocina y el acto de comer son las armas que utilizan las protagonistas para empoderarse.
Al final de esta edición, se recogen algunas de las recetas que aparecen en la narración como el Bizcocho de Suero de mantequilla, la ocra frita, los famosos tomates verdes fritos o los guisantes estilo Sipsey, entre otros.
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