‘Cuaderno de trabajo I y II’, de Ingmar Bergman: el tumulto de miedo, depresión y angustia del director sueco

Devyn_Borer

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Esa mañana Ingmar Bergman permanecía aislado en su casa. Su pareja, Liv Ulmann, se había ido a un festival de cine, él se mantenía, quieto y mudo, a la espera de las primeras críticas de La vergüenza. “Es un placer no tener que enseñarle la cara a nadie. Es un placer poder tener uno su fiebre, su locura y su histeria totalmente a solas”. Una observación jugosa sobre la soledad que, sin embargo, a partir de la estabilidad de su relación con la baronesa Ingrid von Rosen, en 1971, dejaría de hacer, pues ella le aportó paz a su espíritu y una complicidad que transformó su forma de entender el amor y las relaciones de pareja. En la época de su matrimonio con ella (Ingrid, doce años más joven que Bergman, falleció en 1995) filmó sus películas más luminosas, entre ellas Fanny y Alexander, entre muchas otras del mismo periodo, pues su capacidad de trabajo era brutal. En todo caso, Bergman se hallaba en su casa humillado por el malestar físico, sin tener que disimular la intuición de que las críticas no iban a ser favorables.

¿No sería mejor pasarse a la televisión y ahorrarse aquellas experiencias tan penosas que sufría cada vez que ponía en escena una obra en el cine o en el teatro? Las críticas no fueron buenas y en plena revolución juvenil (1968) se le acusó de escapismo. Como tantas otras veces leemos en sus excepcionales Cuaderno de trabajo (1955-2001), mantenidos prácticamente a lo largo de toda su vida profesional, vemos cómo crece la angustia en su interior con todas las consecuencias físicas que le ocasionaba. Se pregunta qué se le exige, porque su compromiso con el arte es suyo y personal: “Yo no quiero contar historias. Quiero liberar tensiones y sucesos secretos”.

Ahí está, en mi opinión, el eje de su objetivo como creador. Porque luego, pese al insomnio, la taquicardia y la preocupación que le generaban las críticas desfavorables y en especial sentir que perdía el favor del público, unas semanas después del disgusto, Bergman ya estaba pensando en el guion de La carcoma (su peor película, en su opinión). “Ponte a trabajar, Bergman, esta es tu fórmula”. Y, en efecto, su trabajo como guionista es la columna vertebral que se desprende de la lectura de las casi mil páginas imprescindibles para los amantes del director.

El motivo de dichas libretas, concebidas con despreocupación de su calidad (aunque la tienen), era depositar en ellas ideas y esbozos de guion de sus películas, de modo que tenemos la oportunidad de conocer cómo trabaja la complejidad de sus tramas y muy en especial la forma de dibujar a sus personajes. Lo primero que hace al pensar en un guion es darles estructura: identidad, pasado y profundidad psicológica. A partir de aquí va desarrollando las tramas. Pero sus cuadernos de trabajo se muestran abiertos asimismo a su cotidianidad y, sobre todo, al tumulto que Bergman llevaba dentro, y que llegamos a conocer con mucha precisión. La existencia de Bergman estuvo marcada por la ansiedad, la depresión, la angustia y el miedo (formidables las páginas que le dedica, casi al final —”yo siempre he tenido miedo”—). Pese a ello, pese a todos sus miedos y a los estados paralizantes que a veces le ocasionaban, desarrolló una trayectoria artística impresionante y personalísima, sobreponiéndose a ese tumulto interior con el que convivía.

Diría que esto es lo más llamativo: la capacidad que muestra el autor y director por la regeneración emocional que conseguía de sí mismo. Es muy interesante asistir al progreso de la escritura de su autobiografía, Linterna mágica, cuya publicación supuso un punto de inflexión. Escrita con la mayor prevención, le proporcionó un gran reconocimiento como escritor. A partir de allí fue como si se hubiera abierto una espita. Siguió la conocida trilogía sobre sus padres (Las mejores intenciones, Niños de domingo y Encuentros privados) y continuaría con esa apasionante veta hasta Saraband. Bergman se mostraba convencido de que la verdad es una cualidad interna que se ve distorsionada en contacto con la realidad exterior y el deseo de agradar a otros. Él se sabía vulnerable al entorno (¿y quién no?) y hace lo posible en la escritura de los Cuadernos por mantener a raya la artificiosidad y el manierismo. Adoro la sencillez con que aborda cualquier conflicto.

Nórdica, en su recuperación de la obra de Bergman, replica la edición sueca. Una edición de una limpieza admirable al cederse todo el protagonismo al autor. Se mantienen los prólogos originales (uno de ellos escrito por Knausgard, con el que el autor de Mi lucha tiene tanto en común). Mi único reparo es la falta de un índice clarificador que informe de la distribución de los años facilitando la consulta. Porque los dos volúmenes son dos pequeñas joyas (mi preferencia descansa en el segundo, el que da fe conmovedora de sus últimos años) y aunque su autor se defina como “un ser espiritualmente inválido” lo cierto es que toda su escritura conserva la peculiar distinción de quien no sintiéndose superior a nadie consiguió serlo.

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