zieme.amparo
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Las cosas que decimos, las cosas que hacemos nos alegró el difícil verano cinematográfico de 2021. En el amor y en el deseo —que pueden o no ser lo mismo, darse la mano o darse de tortas—, ya sea en las relaciones de pareja o en las adúlteras, con no pocas gamas de grises dependiendo de cuánto de verdad o de impostura haya en ellas, se suele caer en la verborrea. Decimos que hacemos o vamos a hacer muchas cosas, pero luego la indolencia, la fragilidad, el miedo, el recuerdo, la inexperiencia, la timidez y hasta lo inconcebible nos hace caernos del guindo. Se nos va la fuerza por la boca, nos vino a decir Emmanuel Mouret en su a la vez pomposa y grácil película romántica.
Dos años después, Crónica de un amor efímero viene para confirmarnos algunas cuestiones y para completar un panorama de infidelidad en el que el tono y la puesta en escena son tan relevantes como la palabra, que, como suele ser habitual en su cine, no para quieta. Aquí se habla y se habla, con la novedad de que en su nueva obra solo hay dos personajes: una pareja adúltera por la que no pondríamos un euro en una casa de apuestas acerca de su feliz futuro, pero que, con su incomprensible e irresistible poder de seducción basado en la diferencia, o más allá, casi en el antagonismo, se convierte en perfecta gracias a la fuerza de la ligereza.
Porque es el tono el que acaba configurando lo esencial en el trabajo de Mouret. La ligereza de una parte de Las cosas que decimos, las cosas que hacemos ha enterrado por completo sus ambiciones, su gravedad, su afectación. Aquí se llega a la profundidad únicamente a partir de la levedad. “La relación extraconyugal perfecta es la sexual”, se dice en Crónica de un amor efímero. Momentos de placer sin atadura alguna. Él, casado y con hijos, comienza siendo bastante insoportable y al final te lo llevarías a casa. Feo, torpe, indeciso. Una persona normal, como usted y como yo. Ella, separada y también con prole, es decidida, espontánea, libre. Una mujer de hoy, quizás. Y en la película todo lo que no son ellos queda fuera: los hijos, los amigos, las parejas actuales o del pasado. Se habla de estos, pero nunca salen; solo importan como cortejo invisible y sin relevancia de una relación que va a más. Por quedar fuera, hasta el sexo queda siempre en el exterior de la imagen, con elipsis elegantes, preciosas, compuestas junto a transiciones entre secuencias, casi interludios musicales, en los que suenan Haendel, Mozart y Shostakovich, al lado de clásicos franceses como Juliette Gréco, Serge Gainsbourg y Jane Birkin.
A él lo interpreta con gracia, dulzura, tontería y tristeza Vincent Macaigne, que parece recién salido de una película de Woody Allen. De hecho, podría ser Woody. A ella la interpreta con desparpajo, insolencia, ternura y dolor la veterana Sandrine Kiberlain, que también podría ser Diane Keaton en una historia de Allen. Y, sin embargo, pese a las concomitancias con Annie Hall y algún otro título del maestro de la ligereza trascendente, hay un referente que le encaja aún mejor. Y no es Éric Rohmer, por mucho que haya otros críticos que lo nombren, pues por esta vez el autor de las Comedias y proverbios, pese a sus semejanzas, que también las tiene, deja paso al gran nombre a reivindicar con Crónica de un amor efímero: Sacha Guitry, director desgraciadamente olvidado o desconocido por la mayoría de las nuevas generaciones de cinéfilos y especialistas. Esa narración a base de viñetas casi independientes, que se suman a un conjunto libre y desprejuiciado, humorístico e intenso, es la del autor de las maravillosas Désiré (1937), Ils étaient neuf célibataires (1939), La poison (1951) y Asesinos y ladrones (1957), extraordinarias comedias ligeras de relaciones amorosas, en las que se mira Moret para retratar el tantas veces absurdo reducto del amor.
“Me daba miedo trastocarte la vida”, dice ella. “Vamos a disfrutarnos sin pensar en el futuro”, concluyen ambos. Los encuentros furtivos de dos personas vulgares y corrientes que se desean y se cobijan, filmados por Mouret con la inteligencia del que parece estar retratando una menudencia.
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Dos años después, Crónica de un amor efímero viene para confirmarnos algunas cuestiones y para completar un panorama de infidelidad en el que el tono y la puesta en escena son tan relevantes como la palabra, que, como suele ser habitual en su cine, no para quieta. Aquí se habla y se habla, con la novedad de que en su nueva obra solo hay dos personajes: una pareja adúltera por la que no pondríamos un euro en una casa de apuestas acerca de su feliz futuro, pero que, con su incomprensible e irresistible poder de seducción basado en la diferencia, o más allá, casi en el antagonismo, se convierte en perfecta gracias a la fuerza de la ligereza.
Porque es el tono el que acaba configurando lo esencial en el trabajo de Mouret. La ligereza de una parte de Las cosas que decimos, las cosas que hacemos ha enterrado por completo sus ambiciones, su gravedad, su afectación. Aquí se llega a la profundidad únicamente a partir de la levedad. “La relación extraconyugal perfecta es la sexual”, se dice en Crónica de un amor efímero. Momentos de placer sin atadura alguna. Él, casado y con hijos, comienza siendo bastante insoportable y al final te lo llevarías a casa. Feo, torpe, indeciso. Una persona normal, como usted y como yo. Ella, separada y también con prole, es decidida, espontánea, libre. Una mujer de hoy, quizás. Y en la película todo lo que no son ellos queda fuera: los hijos, los amigos, las parejas actuales o del pasado. Se habla de estos, pero nunca salen; solo importan como cortejo invisible y sin relevancia de una relación que va a más. Por quedar fuera, hasta el sexo queda siempre en el exterior de la imagen, con elipsis elegantes, preciosas, compuestas junto a transiciones entre secuencias, casi interludios musicales, en los que suenan Haendel, Mozart y Shostakovich, al lado de clásicos franceses como Juliette Gréco, Serge Gainsbourg y Jane Birkin.
A él lo interpreta con gracia, dulzura, tontería y tristeza Vincent Macaigne, que parece recién salido de una película de Woody Allen. De hecho, podría ser Woody. A ella la interpreta con desparpajo, insolencia, ternura y dolor la veterana Sandrine Kiberlain, que también podría ser Diane Keaton en una historia de Allen. Y, sin embargo, pese a las concomitancias con Annie Hall y algún otro título del maestro de la ligereza trascendente, hay un referente que le encaja aún mejor. Y no es Éric Rohmer, por mucho que haya otros críticos que lo nombren, pues por esta vez el autor de las Comedias y proverbios, pese a sus semejanzas, que también las tiene, deja paso al gran nombre a reivindicar con Crónica de un amor efímero: Sacha Guitry, director desgraciadamente olvidado o desconocido por la mayoría de las nuevas generaciones de cinéfilos y especialistas. Esa narración a base de viñetas casi independientes, que se suman a un conjunto libre y desprejuiciado, humorístico e intenso, es la del autor de las maravillosas Désiré (1937), Ils étaient neuf célibataires (1939), La poison (1951) y Asesinos y ladrones (1957), extraordinarias comedias ligeras de relaciones amorosas, en las que se mira Moret para retratar el tantas veces absurdo reducto del amor.
“Me daba miedo trastocarte la vida”, dice ella. “Vamos a disfrutarnos sin pensar en el futuro”, concluyen ambos. Los encuentros furtivos de dos personas vulgares y corrientes que se desean y se cobijan, filmados por Mouret con la inteligencia del que parece estar retratando una menudencia.
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‘Crónica de un amor efímero’: la ligera profundidad del adulterio con ecos de Woody Allen y Sacha Guitry
El francés Emmanuel Mouret realiza un retrato de la infidelidad en el que el tono y la puesta en escena son tan relevantes como la palabra que, como suele ser habitual en su cine, es numerosa
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