Conservadurismo cultural

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27 Sep 2024
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El mundo del arte, de la cultura en general, anda soliviantado en Estados Unidos con la llegada de Trump al poder. Unos se muestran «enojados y angustiados» por el futuro de la cultura allí, y otros, directamente, «sin palabras» y «aturdidos». La gran mayoría apoyó de manera abierta y activa a Kamala Harris durante la campaña y, ahora, sus reacciones y preocupaciones encuentran eco en la prensa especializada: temen por su libertad para seguir expresándose artísticamente pero, por encima de todo, temen la desfinanciación pública. Es este un tema interesantísimo, y un gran melón por abrir, que podemos trasladar perfectamente a España. Porque la gran pregunta que subyace es si es legítimo que las instituciones de arte y de cultura públicas gasten el dinero de todos los contribuyentes en apoyar y financiar proyectos y obras manifiestamente partidistas. ¿No estarían siendo sus medidas, entonces, declaradamente políticas? ¿No sería eso, en esencia, antidemocrático? Y, de parecerle legítimo esto a sectores de la cultura cuando les favorece, ¿lo honesto no sería, ahora que la mayoría ha decidido que el vencedor pertenezca a una opción contraria a la que ellos defienden, aceptar deportivamente si operasen como han venido haciendo hasta ahora los suyos? Eso es, financiando a los que les jalean y apoyan y ninguneando a los que no.¿No parecería que, en lugar de la libertad de creación, lo que les preocupa es que sean otros los que ocupen su lugar? Sirva como ejemplo aquí el Museo Reina Sofía, convertido en proyecto personalísimo de su (involuntariamente) ya exdirector, Manuel Borja-Villel, que se tomó el encargo correspondiente de «promover el conocimiento y el acceso del público al arte moderno y contemporáneo» como si se tratase de una mera sugerencia, renunciando al principio de neutralidad y optando por lo desacomplejadamente ideologizado y propagandista; donde se invertía, por recordar, en cuadros de vulvas pintados por activistas del barrio de Lavapiés al tiempo que se relegaba a Antonio López a un inexplicable ostracismo. ¿Que estaría primando aquí, el interés general o la ideología particular? ¿Lo cultural o lo político? Y, enlazando entonces con la pregunta inicial, ¿sería legítima, pues, la financiación pública? Porque esta no tendría mayor sentido en caso de alejarse de ese interés general y abrazar al particular y personal del momento. Y, si así lo hace, lo que denotaría es cierto impulso totalitario e impositivo que poco tiene de democrático. Aquí sí estaría en peligro esa libertad de creación y de expresión artística que tanto parece inquietar en EE.UU. al mundo de la cultura. Un ‘mundo de la cultura’ que, por cierto y también como aquí, considera hegemónica su opción ideológica y no duda en arrogarse la representación de todos los agentes culturales de la sociedad en sus manifestaciones, expulsando de ‘ese mundo’ a todo el que discrepa y convirtiendo en concepción casi mística la comunión con sus ideas. Curiosamente, llegado el momento en el que, en las urnas, los resultados les llevan la contraria, cuando la mayoría del pueblo evidencia que no piensa como ellos y llegan al poder aquellos a los que desprecian por sus ideas, en lugar de ser interpretado como el síntoma de su desconexión con ese público al que creen representar, optan por elevar el tono de sus críticas y manifestarse consternados: se equivocan, son estúpidos, votan mal. ¿No parecería que, en lugar de la libertad de creación, lo que les preocupa es que sean otros los que ocupen su lugar? ¿Les preocupa la cultura de todos y para todos o les preocupa su lugar en la cultura? ¿Y no sería eso demasiado conservador para ser tan progresistas?

 

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