Nawja Nimri interpreta a una pérfida política neoliberal, con trazas de Isabel Díaz Ayuso y Esperanza Aguirre, que está decidida a privatizar la sanidad pública. Borja Luna interpreta a su némesis: uno de los mejores oncólogos del país que, además, es un carismático líder sindical que lucha contra el desmantelamiento de la sanidad. La cosa se complica cuando el segundo tiene que tratar como paciente de un cáncer a la primera. Es el punto de partida de la serie Respira (Netflix), de Carlos Montero. Ha dado que hablar, más allá de otras consideraciones artísticas, por su explícito posicionamiento contra los recortes del Estado de bienestar. Algo que algunos celebran, como una forma de extender el mensaje a través de la cultura popular… y que otros consideran un panfleto.
¿Qué relación deben tener los productos culturales con la política? Todo es política, y en términos políticos se puede interpretar una comedia romántica como Cuando Harry encontró a Sally o una serie de fantasía medieval como Juego de tronos. La escritora superventas Sally Rooney se declara marxista, y algo de marxismo inadvertido hay en su “literatura de las chicas tristes”. Pero lo político-social también se ha abrazado de manera explícita en la historia de la cultura; por ejemplo, en la literatura de Bertolt Brecht, en el cine de Ken Loach, Costa-Gavras o Fernando León de Aranoa, en las canciones del punk, el rap o los cantautores, en la poesía de Allen Ginsberg, Adrienne Rich o Gabriel Celaya, en los murales de Diego Rivera. Y un etcétera muy largo.
Ernest Urtasun, ministro de Cultura, declaró recién llegado al cargo que la cultura es clave para la lucha contra la ultraderecha. Y la ultraderecha, por cierto, ve “marxismo cultural” por todas partes, también en la cultura. ¿Hasta qué punto y de qué modo deben abrazar ciertas causas las películas, las series o las novelas?
Algunas posturas sostienen que el compromiso político no debe ser el motor primordial de la creación, sino que debe haber algo más, o algo antes. El filósofo Javier Gomá, director de la Fundación Juan March, opina que la racionalidad propia de las obras culturales (no confundir con la industria cultural o la política cultural) es la dignidad. Es decir, aunque una obra nazca en un contexto político o tenga consecuencias o interpretaciones políticas, “el auténtico arte nace del enamoramiento que su autor experimenta por la dignidad y perfección intrínseca de la obra que va a crear, anticipada en su mente. El arte goza de autonomía, no es una actividad subalterna, y la ciencia que estudia el arte es la estética, no la política ni la sociología”. Hay quien pretende disolver los productos culturales en la política cultural, lo que Gomá considera una corrupción de las esencias de lo artístico. “Me temo que esa servidumbre es uno de los síntomas de la vulgaridad como estado general de la cultura contemporánea. Esa vulgaridad ha contagiado a no pocos artistas, algunos de ellos famosos, también a críticos, a galeristas y a estudiosos”, sentencia el filósofo.
La idea del “arte por el arte” ya se intuye en la filosofía de Kant, donde la belleza es un fin en sí mismo, y es recogida en el siglo XIX por artistas y escritores románticos, como Théophile Gautier: la creación no debe estar supeditada a fines políticos, morales o utilitarios. El artista es un ser libérrimo e indomable que solo responde a sus impulsos creativos. No es lo mismo que se pensaría posteriormente en las vanguardias históricas del siglo XX, fuertemente politizadas, o en la Unión Soviética, donde el arte se concebía como un instrumento al servicio de la Revolución. Los regímenes totalitarios, también el nazi, tienen una visión instrumental de la cultura: o la censuran o la utilizan para sus propios fines propagandísticos. La cultura, como parte fundamental del soft power (poder blando), fue luego fructíferamente utilizada para construir la hegemonía global estadounidense, y en ese mismo proceso de construcción se encuentra China, la gran potencia emergente, con sus productos culturales, particularmente el cine.
No es bueno, según lo visto hasta aquí, someter lo artístico a lo político. ¿Pero dónde empieza lo considerado panfletario y acaba lo que podríamos llamar el legítimo compromiso? “Eso no existe, no hay un límite”, responde el filósofo Alberto Santamaría, catedrático de Teoría del Arte de la Universidad de Salamanca. En esa zona de sombra cita las pinturas La rendición de Breda, de Velázquez, o el Guernica de Picasso. ¿No podrían considerarse panfletos? “Lo panfletario”, sigue Santamaría, “suele circunscribirse a cuando un mensaje o idea resulta demasiado evidente en la obra, queda sin envoltura o es torpe. Pero esto varía con el tiempo. Lo panfletario no se define de un modo ahistórico: depende de recepciones, modificaciones o formas artísticas”.
El arte político tampoco tiene por qué ser totalmente explícito y darlo todo mascado a la audiencia, lo que genera esa sensación de adoctrinamiento, sino que puede discurrir por senderos menos trillados: “Creo que no es bueno pedirle al arte y a la cultura la literalidad de los mensajes políticos, porque si algo caracteriza a la cultura es que nos permite movernos en la ambigüedad, la ambivalencia y la contradicción. Sentir y pensar cosas opuestas al mismo tiempo. Ese es un gran valor del arte”, dice Jazmín Beirak, directora general de Derechos Culturales del Ministerio de Cultura y autora del ensayo Cultura ingobernable (Ariel).
La coyuntura influye en la recepción de los temas políticos. Antes del estallido de la crisis de 2008, la probabilidad de ser tachado como un activista plasta al pronunciar la palabra capitalismo era bastante más alta que una vez iniciada la debacle financiera, cuando un asombroso porcentaje de obras teatrales, novelas, poemarios o performances pasaron a ser protagonizados por banqueros malvados, familias desahuciadas, crueles antidisturbios y protestas callejeras. Durante años la crisis lo sobrevoló prácticamente todo en el panorama creativo, y de manera muy explícita. La cultura, reflejo de la sociedad, varía con sus vaivenes, así que en épocas de bonanza (si es que todavía existen) el compromiso tiende a amainar.
A veces la defensa de una causa en un producto cultural puede llegar a ser perjudicial para esa causa, según defendía Sergio del Molino en una columna publicada en este periódico, donde desplegaba una dura crítica a la serie Respira. Para el escritor, el panfleto no tiene una necesaria connotación negativa, simplemente denota un fin propagandístico, tan legítimo como cualquier otro. Es incuestionable la calidad de películas con indisimulado mensaje, como El acorazado Potemkin, de Sergei Eisenstein, o Matar a un ruiseñor, de Robert Mulligan (sobre la novela de Harper Lee). “En el arte no hay posturas correctas, tan solo calidades. Hay obras que ennoblecen las causas: es indudable que Matar a un ruiseñor ayudó a la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos y que artistas como Eisenstein dieron aire y prestigio intelectual a los regímenes comunistas. Cuando el arte panfletario es bueno, ayuda a la causa. Cuando es malo, la hace trizas”, dice Del Molino.
“Es ingenuo pensar que hay una dicotomía entre política y estética”, ahonda Camil Ungurearu, profesor de Filosofía Política de la Universidad Pompeu Fabra y autor de Cine y política. Una inmersión rápida (Tibidabo Ediciones), “el arte a menudo tiene una dimensión política explícita o implícita que necesita ser abordada”. Menciona, por ejemplo, la ideología conservadora de los dibujos animados de Walt Disney desde los años 50, el refuerzo patriarcal que provocan ciertas comedias románticas o la ampliación de “la imaginación social y moral-política” del cine de Pedro Almodóvar.
El buen arte político puede, pues, despertar conciencias y crear indignación, aunque la exposición en exceso también puede mermar esa capacidad de movilizar cuerpos o mentes, convirtiéndose en cliché o mensaje vacío, de forma similar al activismo de internet, también conocido como clicktivismo. Nos ofendemos en el sofá ante la pantalla de Netflix, a la salida de la exposición y durante las cañas, en el timeline de las redes sociales; luego ya pasamos a otra cosa y nuestra vida, y el mundo, siguen como siempre. Es difícil medir el potencial transformador. En sociedades donde se da una gran polarización afectiva, como las que habitamos, la cultura encuentra mayores dificultades para convencer pues el escepticismo es generalizado y las posturas políticas son trincheras de las que es raro que alguien se mueva. Al final, el arte político queda para el regocijo y emoción de los ya convencidos.
Otra cuestión derivada es cómo el capitalismo, que es una mezcla entre una apisonadora y una esponja, absorbe e instrumentaliza en el mercado hasta las críticas más furibundas. Cualquier estilo juvenil subversivo acaba colgado en los maniquíes de las multinacionales textiles y los sonidos del underground que vienen a destruirlo todo acaban rentabilizados por discográficas, promotoras y plataformas. Es muy notorio en el campo de las artes plásticas, donde el arte crítico es ya casi un estilo como otro cualquiera, según señala Santamaría en su libro Alta cultura descafeinada. Situacionismo low cost y otras escenas del arte en el cambio de siglo (Siglo XXI). Se ve en los frecuentes escándalos en la feria Arco, como en el caso de la figura de Franco metida en una nevera (Always Franco, de Eugenio Merino) o en la exposición de retratos de los “presos políticos” catalanes (Presos políticos, de Santiago Sierra), que generaron revuelo en los últimos años.
“¿Es posible sacar rentabilidad económica a este tipo de temáticas?”, se pregunta Santamaría sobre el arte que critica el sistema. “Si es así, la paradoja es endiablada: quien es criticado (el mercado) extrae beneficio por ser criticado. Prefiero pensar que, aun así, el mercado no puede controlar todas las formas de recepción. Una obra de este tipo no puede funcionar si no es capaz de albergar cierta esperanza de emancipación, aunque sea un poquito”. A través de la cultura mercantilizada todavía se pueden colar esperanzas y pulsiones transformadoras, sobre en todo en este contexto de crisis política y ecológica que genera una sensación generalizada de futuro abolido. “Son momentos en los que se cuestionan los cimientos de nuestras comunidades y es especialmente crucial contar con nuevas historias que tengan una dimensión política. Necesitamos nuevos imaginarios políticos, historias inspiradoras que agudicen el espíritu crítico, estimulen los sentidos y las emociones, y amplíen la imaginación moral”, dice Ungueraru.
Por último, aunque tendamos a juzgar la politización de la cultura por sus contenidos, no son lo único determinante. Es preciso tener en cuenta otros factores. “La cultura tiene que ver con la construcción de imaginarios, pero también interviene en cómo se configuran los afectos y vínculos materiales”, explica Jazmín Beirak. Para la ensayista es de gran importancia la manera en la que se hace la cultura, cómo su práctica genera comunidad y autoorganización a través de bandas de música, clubes de lectura, grupos de teatro, orquestas o coros. “La cultura tiene una dimensión política fundamental, pero no solo porque transmita o inocule consignas o eslóganes, sino porque contribuye a la articulación del tejido social”, concluye Beirak.
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¿Qué relación deben tener los productos culturales con la política? Todo es política, y en términos políticos se puede interpretar una comedia romántica como Cuando Harry encontró a Sally o una serie de fantasía medieval como Juego de tronos. La escritora superventas Sally Rooney se declara marxista, y algo de marxismo inadvertido hay en su “literatura de las chicas tristes”. Pero lo político-social también se ha abrazado de manera explícita en la historia de la cultura; por ejemplo, en la literatura de Bertolt Brecht, en el cine de Ken Loach, Costa-Gavras o Fernando León de Aranoa, en las canciones del punk, el rap o los cantautores, en la poesía de Allen Ginsberg, Adrienne Rich o Gabriel Celaya, en los murales de Diego Rivera. Y un etcétera muy largo.
Ernest Urtasun, ministro de Cultura, declaró recién llegado al cargo que la cultura es clave para la lucha contra la ultraderecha. Y la ultraderecha, por cierto, ve “marxismo cultural” por todas partes, también en la cultura. ¿Hasta qué punto y de qué modo deben abrazar ciertas causas las películas, las series o las novelas?
Algunas posturas sostienen que el compromiso político no debe ser el motor primordial de la creación, sino que debe haber algo más, o algo antes. El filósofo Javier Gomá, director de la Fundación Juan March, opina que la racionalidad propia de las obras culturales (no confundir con la industria cultural o la política cultural) es la dignidad. Es decir, aunque una obra nazca en un contexto político o tenga consecuencias o interpretaciones políticas, “el auténtico arte nace del enamoramiento que su autor experimenta por la dignidad y perfección intrínseca de la obra que va a crear, anticipada en su mente. El arte goza de autonomía, no es una actividad subalterna, y la ciencia que estudia el arte es la estética, no la política ni la sociología”. Hay quien pretende disolver los productos culturales en la política cultural, lo que Gomá considera una corrupción de las esencias de lo artístico. “Me temo que esa servidumbre es uno de los síntomas de la vulgaridad como estado general de la cultura contemporánea. Esa vulgaridad ha contagiado a no pocos artistas, algunos de ellos famosos, también a críticos, a galeristas y a estudiosos”, sentencia el filósofo.
La idea del “arte por el arte” ya se intuye en la filosofía de Kant, donde la belleza es un fin en sí mismo, y es recogida en el siglo XIX por artistas y escritores románticos, como Théophile Gautier: la creación no debe estar supeditada a fines políticos, morales o utilitarios. El artista es un ser libérrimo e indomable que solo responde a sus impulsos creativos. No es lo mismo que se pensaría posteriormente en las vanguardias históricas del siglo XX, fuertemente politizadas, o en la Unión Soviética, donde el arte se concebía como un instrumento al servicio de la Revolución. Los regímenes totalitarios, también el nazi, tienen una visión instrumental de la cultura: o la censuran o la utilizan para sus propios fines propagandísticos. La cultura, como parte fundamental del soft power (poder blando), fue luego fructíferamente utilizada para construir la hegemonía global estadounidense, y en ese mismo proceso de construcción se encuentra China, la gran potencia emergente, con sus productos culturales, particularmente el cine.
No es bueno, según lo visto hasta aquí, someter lo artístico a lo político. ¿Pero dónde empieza lo considerado panfletario y acaba lo que podríamos llamar el legítimo compromiso? “Eso no existe, no hay un límite”, responde el filósofo Alberto Santamaría, catedrático de Teoría del Arte de la Universidad de Salamanca. En esa zona de sombra cita las pinturas La rendición de Breda, de Velázquez, o el Guernica de Picasso. ¿No podrían considerarse panfletos? “Lo panfletario”, sigue Santamaría, “suele circunscribirse a cuando un mensaje o idea resulta demasiado evidente en la obra, queda sin envoltura o es torpe. Pero esto varía con el tiempo. Lo panfletario no se define de un modo ahistórico: depende de recepciones, modificaciones o formas artísticas”.
El arte político tampoco tiene por qué ser totalmente explícito y darlo todo mascado a la audiencia, lo que genera esa sensación de adoctrinamiento, sino que puede discurrir por senderos menos trillados: “Creo que no es bueno pedirle al arte y a la cultura la literalidad de los mensajes políticos, porque si algo caracteriza a la cultura es que nos permite movernos en la ambigüedad, la ambivalencia y la contradicción. Sentir y pensar cosas opuestas al mismo tiempo. Ese es un gran valor del arte”, dice Jazmín Beirak, directora general de Derechos Culturales del Ministerio de Cultura y autora del ensayo Cultura ingobernable (Ariel).
La coyuntura influye en la recepción de los temas políticos. Antes del estallido de la crisis de 2008, la probabilidad de ser tachado como un activista plasta al pronunciar la palabra capitalismo era bastante más alta que una vez iniciada la debacle financiera, cuando un asombroso porcentaje de obras teatrales, novelas, poemarios o performances pasaron a ser protagonizados por banqueros malvados, familias desahuciadas, crueles antidisturbios y protestas callejeras. Durante años la crisis lo sobrevoló prácticamente todo en el panorama creativo, y de manera muy explícita. La cultura, reflejo de la sociedad, varía con sus vaivenes, así que en épocas de bonanza (si es que todavía existen) el compromiso tiende a amainar.
A veces la defensa de una causa en un producto cultural puede llegar a ser perjudicial para esa causa, según defendía Sergio del Molino en una columna publicada en este periódico, donde desplegaba una dura crítica a la serie Respira. Para el escritor, el panfleto no tiene una necesaria connotación negativa, simplemente denota un fin propagandístico, tan legítimo como cualquier otro. Es incuestionable la calidad de películas con indisimulado mensaje, como El acorazado Potemkin, de Sergei Eisenstein, o Matar a un ruiseñor, de Robert Mulligan (sobre la novela de Harper Lee). “En el arte no hay posturas correctas, tan solo calidades. Hay obras que ennoblecen las causas: es indudable que Matar a un ruiseñor ayudó a la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos y que artistas como Eisenstein dieron aire y prestigio intelectual a los regímenes comunistas. Cuando el arte panfletario es bueno, ayuda a la causa. Cuando es malo, la hace trizas”, dice Del Molino.
“Es ingenuo pensar que hay una dicotomía entre política y estética”, ahonda Camil Ungurearu, profesor de Filosofía Política de la Universidad Pompeu Fabra y autor de Cine y política. Una inmersión rápida (Tibidabo Ediciones), “el arte a menudo tiene una dimensión política explícita o implícita que necesita ser abordada”. Menciona, por ejemplo, la ideología conservadora de los dibujos animados de Walt Disney desde los años 50, el refuerzo patriarcal que provocan ciertas comedias románticas o la ampliación de “la imaginación social y moral-política” del cine de Pedro Almodóvar.
El buen arte político puede, pues, despertar conciencias y crear indignación, aunque la exposición en exceso también puede mermar esa capacidad de movilizar cuerpos o mentes, convirtiéndose en cliché o mensaje vacío, de forma similar al activismo de internet, también conocido como clicktivismo. Nos ofendemos en el sofá ante la pantalla de Netflix, a la salida de la exposición y durante las cañas, en el timeline de las redes sociales; luego ya pasamos a otra cosa y nuestra vida, y el mundo, siguen como siempre. Es difícil medir el potencial transformador. En sociedades donde se da una gran polarización afectiva, como las que habitamos, la cultura encuentra mayores dificultades para convencer pues el escepticismo es generalizado y las posturas políticas son trincheras de las que es raro que alguien se mueva. Al final, el arte político queda para el regocijo y emoción de los ya convencidos.
Otra cuestión derivada es cómo el capitalismo, que es una mezcla entre una apisonadora y una esponja, absorbe e instrumentaliza en el mercado hasta las críticas más furibundas. Cualquier estilo juvenil subversivo acaba colgado en los maniquíes de las multinacionales textiles y los sonidos del underground que vienen a destruirlo todo acaban rentabilizados por discográficas, promotoras y plataformas. Es muy notorio en el campo de las artes plásticas, donde el arte crítico es ya casi un estilo como otro cualquiera, según señala Santamaría en su libro Alta cultura descafeinada. Situacionismo low cost y otras escenas del arte en el cambio de siglo (Siglo XXI). Se ve en los frecuentes escándalos en la feria Arco, como en el caso de la figura de Franco metida en una nevera (Always Franco, de Eugenio Merino) o en la exposición de retratos de los “presos políticos” catalanes (Presos políticos, de Santiago Sierra), que generaron revuelo en los últimos años.
“¿Es posible sacar rentabilidad económica a este tipo de temáticas?”, se pregunta Santamaría sobre el arte que critica el sistema. “Si es así, la paradoja es endiablada: quien es criticado (el mercado) extrae beneficio por ser criticado. Prefiero pensar que, aun así, el mercado no puede controlar todas las formas de recepción. Una obra de este tipo no puede funcionar si no es capaz de albergar cierta esperanza de emancipación, aunque sea un poquito”. A través de la cultura mercantilizada todavía se pueden colar esperanzas y pulsiones transformadoras, sobre en todo en este contexto de crisis política y ecológica que genera una sensación generalizada de futuro abolido. “Son momentos en los que se cuestionan los cimientos de nuestras comunidades y es especialmente crucial contar con nuevas historias que tengan una dimensión política. Necesitamos nuevos imaginarios políticos, historias inspiradoras que agudicen el espíritu crítico, estimulen los sentidos y las emociones, y amplíen la imaginación moral”, dice Ungueraru.
Por último, aunque tendamos a juzgar la politización de la cultura por sus contenidos, no son lo único determinante. Es preciso tener en cuenta otros factores. “La cultura tiene que ver con la construcción de imaginarios, pero también interviene en cómo se configuran los afectos y vínculos materiales”, explica Jazmín Beirak. Para la ensayista es de gran importancia la manera en la que se hace la cultura, cómo su práctica genera comunidad y autoorganización a través de bandas de música, clubes de lectura, grupos de teatro, orquestas o coros. “La cultura tiene una dimensión política fundamental, pero no solo porque transmita o inocule consignas o eslóganes, sino porque contribuye a la articulación del tejido social”, concluye Beirak.
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