Cómo es posible que el creador del ‘Himno a la alegría’ se suicidara

lwisozk

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Se sentó en el madrileño café Gijón a las 20.10. Eligió una de las mesas con ventana a la calle. Se bebió tres copas con la mirada perdida entre los ajetreos de la calzada. Y se marchó a su casa. Allí, a las 22.05 y solo con la compañía de su perro, se pegó un tiro en la cabeza con una escopeta de caza. Dejó intencionadamente sonando en bucle un mensaje enviado a su teléfono. Se escucha una voz masculina: “Hola, Waldo. Ahora no puedo hablar. Espero que estés bien. Te llamo mañana. Un beso. Adiós”. Así, una y otra vez. También esparció unas fotos sobre la cama: él y otro hombre en momentos de felicidad.

Waldo de los Ríos se suicidó el 28 de marzo de 1977 cuando tenía 42 años. Su participación en la música española en los sesenta y los setenta resulta capital. Arreglista, compositor y músico, fue pieza fundamental para internacionalizar y sublimar el pop español. Entre su ingente labor se encuentra la transmutación al pop del cuarto movimiento de la Novena Sinfonía de Beethoven convertida en el Himno a la alegría, canción con la que Miguel Ríos triunfó a nivel mundial. Además, elevó a otro nivel piezas de Raphael, Karina, Marisol, Mari Trini, Juan Pardo, Jeanette… Compuso la sintonía de series como Curro Jiménez; puso música a las filmaciones de Chicho Ibáñez Serrador (como Historias para no dormir); le dio calabazas (”estoy con otra cosa”) a Stanley Kubrick, que le quería para la banda sonora de La naranja mecánica, y se convirtió en millonario realizando versiones pop de repertorios de música clásica (Schubert, Mozart, Brahms...). Sin embargo, nada fue suficiente para un hombre que vivía aterrado.

El documental Waldo, dirigido por Charlie Arnáiz y Alberto Ortega, se presenta en la Seminci este lunes, y en In-Edit Barcelona, festival de cine documental musical, que se celebra del 23 de octubre al 3 de noviembre, y se estrena en salas el 15 de noviembre. Durante una hora y 45 minutos se reconstruye la vida de un hombre que su biógrafo, Miguel Fernández, resume así: “Nunca me pude imaginar que detrás de mis canciones favoritas vivía un hombre con miedo, que detrás de su éxito se escondía como un delincuente”.

Waldo de los Ríos (derecha) sostiene junto a Miguel Ríos el disco de oro logrado por las ventas internacionales del 'Himno a la alegría', en una imagen tomada en Viena.

De los Ríos se formó musicalmente en su Argentina natal, donde había vivido sometido por su madre, Martha de los Ríos, una figura importante del folclore argentino. Era una mujer exigente hasta el extremo: como ningún pianista aguantaba su presión, Martha formó a su hijo a base de mano dura (solía atizarle con un cinturón si fallaba una nota) para que le acompañara al piano ya desde adolescente. En 1962, Waldo decidió emprender la aventura europea: en parte para huir de su manipuladora madre y también para visitar Alemania, un país que le ofrecía poder investigar en su gran pasión, los instrumentos electrónicos y que era la cuna de la música de vanguardia en aquella época. Pero le denegaron una beca en el país germano y se instaló en España. “Me establecí en España porque en el país de los ciegos el tuerto es el rey. Cuando llegué el panorama era triste y desolador en materia musical. Tenían unos estudios y equipos estupendos, pero faltaban ideas. No tenían ni técnicos, ni músicos, ni gente que hiciese nada”, dice De los Ríos en una entrevista que recoge el documental.

Era un tipo alto, imponente, recio. Siempre con sus gafas de pasta gruesa y un marlboro entre los dedos. Otro extranjero en territorio español, el italiano Rafael Trabucchelli, percibió su talento y le fichó para la discográfica más potente española, Hispavox. Entre los dos propulsaron una forma de entender la música, el llamado sonido Torrelaguna (denominado así por el nombre de la calle de Madrid donde se encontraba Hispavox y el ostentoso estudio): eran sastres que vestían a las canciones con orquestaciones, filigranas melódicas, detalles de cuerdas, ornamentos de vientos. “Waldo genera la ilusión al oyente de estar asistiendo a un momento cumbre de la música”, describe a este periódico Miguel Fernández, autor de Desafiando al olvido: Waldo de los Ríos. La biografía, y añade: Si se escucha Cuando me acaricias, de Mari Trini, se comprueba su estilo. Convierte una sencilla canción de amor en una cosa arrebatadísima: los juegos de violines son una fantasía, le dan un acabado que la lleva a lo sublime”.

En 1969, De los Ríos pergeña su gran pelotazo. Miguel Ríos lo cuenta a El PAÍS: “Supongo que Waldo, dada su formación como pianista clásico, tendría la idea de acercar las grandes obras clásicas al pop. Se lo contaría a Trabucchelli, inquieto director artístico de Hispavox, e hicieron la probatura con el Himno a la alegría. Waldo es el padre de la criatura, hizo el arreglo, extractando el cuarto movimiento de la Novena de Beethoven, e introdujo la batería como instrumento de modernidad. Trabucchelli me reclutó para la aventura. Fueron días de aprendizaje y emoción. Nunca había cantado con una sinfónica algo tan sublime”. Himno a la alegría alcanzó el número uno de ventas en Alemania, Canadá, Austria, Australia y en las listas de música contemporánea para adultos (como se llamaba en la época) de Estados Unidos. Miguel Ríos tuvo que lanzarse a la promoción en una extenuante gira por Estados Unidos, algo a lo que solo otros músicos españoles, Los Bravos y su Black Is Black, se había acercado en ese momento.

El documental indaga en la personalidad de Waldo. Expone a alguien emocionalmente débil al amparo de una madre controladora y posesiva. Ya millonario y casado con la actriz uruguaya Isabel Pisano (protagonista, entre otras, de Bilbao, de Bigas Luna), el compositor comienza a vivir su particular tormento. Aprovecha un viaje de trabajo al extranjero de su mujer para desplazarse a Torremolinos (Málaga). Allí descubre un ambiente gay en el que se siente él mismo, sin caretas. “Pero en España todavía vivíamos una dictadura y había una ley que decía que bastaba una sola sospecha de cualquier práctica inmoral, como ellos decían, para que acabases en la cárcel. En ese contexto, nadie se atrevía a decir que era gay”. Menos alguien popular y bien posicionado como Waldo, que podía poner en riesgo su prestigio y su caudal, ya que la sociedad se guiaba por unos principios éticos y morales rígidos.

Waldo de los Ríos, en los años setenta.

De vuelta a la capital, Waldo mantenía la fachada de hombre heterosexual casado, pero se entregó a la noche madrileña. Franco agonizaba, las leyes restrictivas continuaban, pero en determinadas discotecas no podían esperar y abrazaban una nueva libertad. El documental muestra mucho material personal del protagonista. “Waldo era un apasionado de la tecnología, lo grababa todo: su trabajo en el estudio, sus fiestas, sus celebraciones con Isabel Pisano… Se ha rescatado ese material gracias a la labor de Miguel, su biógrafo, y por un rastreo de nuestro equipo de documentación”, cuentan los directores, Charlie Arnáiz y Alberto Ortega. En una de esas salidas nocturnas, Waldo conoce a Juan y se enamora. El músico paga viajes con su amante a París y otras ciudades europeas: se alojan en buenos hoteles, comen bien, son felices. Pero cuando regresan a España vuelve la clandestinidad. El músico alquila para sus citas un piso en la madrileña torre Praga.

“Es la vida de un personaje célebre como Waldo, pero también la de miles de personas que se vieron en la misma situación que él, porque el orden moral y el orden político y la sociedad impedían que un homosexual se manifestara con entera libertad. Y la homofobia sigue existiendo hasta el día de hoy, y con signos de revitalización ciertamente peligrosos”, asume Fernández. Los directores de Waldo añaden: “El documental tiene un anclaje con la actualidad. Es significativo que muchos de los que entrevistamos no quisieran hablar de que Waldo era homosexual. Y estamos en 2024”.

Los últimos años de De los Ríos dibujan un laberinto interior asfixiante. Estaba sobrepasado en varios frentes. En el profesional, la industria le pedía más adaptaciones pop de obras clásicas, pero él deseaba otros retos. Si no aceptaba otra adaptación de Mozart o Beethoven, Hispavox le presionaba con romper un contrato que le permitía llevar un tren de vida elevado: le gustaba comprar coches de alta gama; vivía en una gran casa en Madrid; mantenía un piso en Roma, donde Isabel Pisano trabajaba con asiduidad; enviaba dinero a su madre, que vivía con lujos en Argentina; y agasajaba a su amante con regalos y viajes. Además, lidiaba con el permanente miedo a que su verdadera condición sexual quedase al descubierto, las amenazas y chantajes que recibía de prostitutos y una desesperación permanente por perder a un único asidero, Juan. Fernández, que para realizar la biografía llegó hasta el sumario de la investigación de la muerte del músico, aporta un dato: “Juan, su amante, le dice un día: ‘Eres maravilloso y me das una buena vida, pero yo tengo 22 años y tú puedes ser mi padre [tenía 42 años, de los años setenta]’. Esa frase cae como un mazazo en Waldo y a partir de ahí empieza a perder peso y a vestirse con vaqueros. Lo que quiere es echar el reloj para atrás con el objetivo de gustar a Juan”. Waldo pasó los últimos meses de su vida inmerso en una profunda depresión, mitigada con alcohol y antidepresivos.

El 28 de marzo de 1977 se suicidó, al igual que lo hizo su padre y su padrastro. Hoy, Isabel Pisano, enferma de alzhéimer, vive en una residencia de la Comunidad de Madrid. La pareja no tuvo hijos. Todavía queda un misterio por aclarar: ¿dónde fue a parar todo el dinero que generó Waldo de los Ríos? Responde su biógrafo: “Esa es la gran pregunta, aún sin resolver…”.

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