thompson.koby
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Cuando vivía de alquiler, mi casero siempre fue alguien muy amable y atento, pero sé, como sabemos todos, que, a veces, los caseros pueden ser personas muy desagradables. Seguramente, el casero más desagradable de la historia fue un tipo que vivió en la Irlanda del siglo XIX. Fue tan odioso que su apellido se convirtió en un verbo cuyo significado es “Impedir o entorpecer la realización de un acto como medio de presión para conseguir algo”.
En 1854, un joven inglés llamado Charles Cunningham se trasladó a la isla de Achill, al oeste de Irlanda. Hijo de familia pudiente, salía de una carrera militar fallida y llegaba a las verdes tierras de Éire dispuesto a ser un hombre rico y de provecho, aunque eso supusiese desafiar una situación peliaguda como la que vivía la Irlanda de esa época: acababa de salir de la Gran Hambruna del 45, que había diezmado a la población, bien llevándola a los camposantos, bien obligándola a emigrar. Era lógico, pues, que las tierras de cultivo se considerasen un bien muy preciado. Tan preciado que nuestro colega Charles decidió que la mejor manera de hacerse rico era comprando unas cuantas de esas tierras.
¿Pero cómo iba a hacerse rico un lechuguino inglés con esos campos? ¿Plantando patatas? Lo cierto es que no; los campos de labranza pertenecían a unos pocos terratenientes y la gente que los trabajaba solo eran arrendatarios que pagaban un alquiler. Este alquiler a veces era tan alto que apenas podía cubrirse con lo que sacaban de vender el grano o los vegetales que producían dichos campos. Parecía una oportunidad de oro para que Charles Cunningham cumpliese su sueño, que era ganar mucha pasta sin doblar el lomo. El problema era que, efectivamente, las tierras eran tan preciadas que se escapaban de su presupuesto, así que decidió trabajar de intermediario: se ofreció al Conde de Erne, quien vivía en el norte de Irlanda, para administrar las 16.000 hectáreas de las que era propietario en Achill.
Según su biógrafo, Charles “creía en el derecho divino de los amos y actuaba según le parecía correcto a él, sin contemplar otros puntos de vista ni los sentimientos de las personas que se viesen afectadas por sus actos”. ¿Qué significaba esto? Pues que Charles era un tipo esencialmente detestable que dedicaba su vida a reprender e incluso a multar a los arrendatarios por prácticamente todo: retrasarse en pagar el alquiler, que una vaca entrase en sus tierras o que las cosechas no fuesen tan abundantes cómo el consideraba. Y entonces llegó 1879.
Se ve que las lluvias no entendían el, ejem, “derecho divino de los amos”, y la cosecha de ese año 1879 fue muy pobre por culpa de una climatología especialmente adversa. En vista del escaso rendimiento que habían obtenido, los labradores le pidieron al Conde de Erne que les rebajase un 25% el alquiler porque no habían sacado lo suficiente como para pagarle, pero el Conde se negó. Aceptó una rebaja del 10% y encargó el cobro a Cunningham, que se se puso manos a la obra y, a base de amenazas de desahucio, consiguió que muchos campesinos terminasen por desembolsar lo que les pedían, aun a costa de empobrecerse todavía más. Sin embargo, hubo tres familias que no pudieron reunir el alquiler y fueron desahuciados. Y entonces todo estalló.
Las noticias de los desahucios llegaron a oídos de la Land League, una organización formada por el activista Michael Davitt y cuyo líder era Charles Stewart Parnell, nacionalista irlandés y miembro del Parlamento Británico. El objetivo de esta “Liga de la Tierra” era rebajar lo máximo posible los precios de los alquileres con la pretensión final de que los labriegos fuesen los propietarios de la tierra que trabajaban, algo revolucionario en ese momento.
En ese ecosistema político, los desahucios supusieron un disparadero para que la Land League declarase una huelga general de agricultores que recorrió Irlanda de punta a punta, con desplantes, reuniones y mítines en casi cada pueblo de la isla. En uno de los mítines que tuvieron lugar en Achill, Parnell dijo: “Cuando un hombre se quede con la tierra de otro hombre que ha sido desahuciado, ¿qué debemos hacer con él?”. A lo que la gente que se había congregado gritó: “¡Dispararle! ¡Apedrearle!”. Como Parnell era diputado, no le convenía azuzar un posible asesinato, así que contestó a la enfervorizada audiencia: “Haremos algo más cristiano y que le haga reflexionar: le rehuiremos. Le rehuiremos en la calle, le rehuiremos en las tiendas, en los mercados y en la iglesia. No haremos tratos con él. No le compraremos lo que venda ni le venderemos nada de lo nuestro. Le aislaremos del resto del mundo hasta que comprenda que detestamos el crimen que ha cometido. ¡Porque lo que ha hecho es un crimen!”.
Al poco, Charles Cunnigham se encontró con que nadie le recogía las cosechas, nadie le compraba el grano que acumulaba, nadie le hablaba, nadie le servía una pinta de cerveza y hasta el cartero dejó de entregarle las cartas. Es decir, que todos le boicoteaban.
El nombre completo de Charles era Charles Cunningham Boycott. Y su apellido se convirtió en un verbo.
No hay registros que indiquen con seguridad quien fue la primera persona que uso el apellido Boycott para referirse a boicotear, pero en 1888 apareció por primera vez en el Oxford English Dictionary con la siguiente definición: “Negarse a comprar, usar o participar en algo como forma de protesta”. Para ese entonces, la palabra ya había dado la vuelta al mundo anglosajón y pronto llegaría a los demás idiomas. Y sí, según la RAE, boicotear significa “Impedir o entorpecer la realización de un acto como medio de presión para conseguir algo”.
¿Y qué paso con Charles Boycott? Pues que, en vista de que le estaban boicoteando, contrató a cincuenta trabajadores de fuera para que le cosecharan las tierras. Como se anticipaba bronca con los autóctonos, el ejército británico mandó a novecientos soldados para proteger la cosecha.
La cosa no salió bien, porque que los soldados montaron sus tiendas en los campos de Boycott, se comieron su ganado y arrasaron con todo. De hecho, los gastos de los soldados superaron las diez mil libras, mientras que la cosecha apenas le proporcionó unas cuatrocientas. Tras la debacle, Boycott abandonó Irlanda y se volvió a Inglaterra a seguir siendo recaudador de terratenientes, pero ya con menos mal rollo porque la fama de su apellido le precedía. Fama que intentó ocultar cuando fue de visita a Estados Unidos y se registró en la aduana con el nombre de Charles Cunningham, aunque, por desgracia para él al asunto no coló y el New York Tribune sacó un breve avisando de su llegada que decía: “La llegada del Capitán Boycott, que involuntariamente ha añadido una nueva palabra a nuestro idioma, es un acontecimiento más o menos de interés internacional”. Y hasta hoy, que cada vez que boicoteamos algo, sin saberlo estamos rememorando el nombre y la historia de un casero especialmente odioso. A su pesar.
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En 1854, un joven inglés llamado Charles Cunningham se trasladó a la isla de Achill, al oeste de Irlanda. Hijo de familia pudiente, salía de una carrera militar fallida y llegaba a las verdes tierras de Éire dispuesto a ser un hombre rico y de provecho, aunque eso supusiese desafiar una situación peliaguda como la que vivía la Irlanda de esa época: acababa de salir de la Gran Hambruna del 45, que había diezmado a la población, bien llevándola a los camposantos, bien obligándola a emigrar. Era lógico, pues, que las tierras de cultivo se considerasen un bien muy preciado. Tan preciado que nuestro colega Charles decidió que la mejor manera de hacerse rico era comprando unas cuantas de esas tierras.
¿Pero cómo iba a hacerse rico un lechuguino inglés con esos campos? ¿Plantando patatas? Lo cierto es que no; los campos de labranza pertenecían a unos pocos terratenientes y la gente que los trabajaba solo eran arrendatarios que pagaban un alquiler. Este alquiler a veces era tan alto que apenas podía cubrirse con lo que sacaban de vender el grano o los vegetales que producían dichos campos. Parecía una oportunidad de oro para que Charles Cunningham cumpliese su sueño, que era ganar mucha pasta sin doblar el lomo. El problema era que, efectivamente, las tierras eran tan preciadas que se escapaban de su presupuesto, así que decidió trabajar de intermediario: se ofreció al Conde de Erne, quien vivía en el norte de Irlanda, para administrar las 16.000 hectáreas de las que era propietario en Achill.
Según su biógrafo, Charles “creía en el derecho divino de los amos y actuaba según le parecía correcto a él, sin contemplar otros puntos de vista ni los sentimientos de las personas que se viesen afectadas por sus actos”. ¿Qué significaba esto? Pues que Charles era un tipo esencialmente detestable que dedicaba su vida a reprender e incluso a multar a los arrendatarios por prácticamente todo: retrasarse en pagar el alquiler, que una vaca entrase en sus tierras o que las cosechas no fuesen tan abundantes cómo el consideraba. Y entonces llegó 1879.
Se ve que las lluvias no entendían el, ejem, “derecho divino de los amos”, y la cosecha de ese año 1879 fue muy pobre por culpa de una climatología especialmente adversa. En vista del escaso rendimiento que habían obtenido, los labradores le pidieron al Conde de Erne que les rebajase un 25% el alquiler porque no habían sacado lo suficiente como para pagarle, pero el Conde se negó. Aceptó una rebaja del 10% y encargó el cobro a Cunningham, que se se puso manos a la obra y, a base de amenazas de desahucio, consiguió que muchos campesinos terminasen por desembolsar lo que les pedían, aun a costa de empobrecerse todavía más. Sin embargo, hubo tres familias que no pudieron reunir el alquiler y fueron desahuciados. Y entonces todo estalló.
Las noticias de los desahucios llegaron a oídos de la Land League, una organización formada por el activista Michael Davitt y cuyo líder era Charles Stewart Parnell, nacionalista irlandés y miembro del Parlamento Británico. El objetivo de esta “Liga de la Tierra” era rebajar lo máximo posible los precios de los alquileres con la pretensión final de que los labriegos fuesen los propietarios de la tierra que trabajaban, algo revolucionario en ese momento.
En ese ecosistema político, los desahucios supusieron un disparadero para que la Land League declarase una huelga general de agricultores que recorrió Irlanda de punta a punta, con desplantes, reuniones y mítines en casi cada pueblo de la isla. En uno de los mítines que tuvieron lugar en Achill, Parnell dijo: “Cuando un hombre se quede con la tierra de otro hombre que ha sido desahuciado, ¿qué debemos hacer con él?”. A lo que la gente que se había congregado gritó: “¡Dispararle! ¡Apedrearle!”. Como Parnell era diputado, no le convenía azuzar un posible asesinato, así que contestó a la enfervorizada audiencia: “Haremos algo más cristiano y que le haga reflexionar: le rehuiremos. Le rehuiremos en la calle, le rehuiremos en las tiendas, en los mercados y en la iglesia. No haremos tratos con él. No le compraremos lo que venda ni le venderemos nada de lo nuestro. Le aislaremos del resto del mundo hasta que comprenda que detestamos el crimen que ha cometido. ¡Porque lo que ha hecho es un crimen!”.
Al poco, Charles Cunnigham se encontró con que nadie le recogía las cosechas, nadie le compraba el grano que acumulaba, nadie le hablaba, nadie le servía una pinta de cerveza y hasta el cartero dejó de entregarle las cartas. Es decir, que todos le boicoteaban.
El nombre completo de Charles era Charles Cunningham Boycott. Y su apellido se convirtió en un verbo.
No hay registros que indiquen con seguridad quien fue la primera persona que uso el apellido Boycott para referirse a boicotear, pero en 1888 apareció por primera vez en el Oxford English Dictionary con la siguiente definición: “Negarse a comprar, usar o participar en algo como forma de protesta”. Para ese entonces, la palabra ya había dado la vuelta al mundo anglosajón y pronto llegaría a los demás idiomas. Y sí, según la RAE, boicotear significa “Impedir o entorpecer la realización de un acto como medio de presión para conseguir algo”.
¿Y qué paso con Charles Boycott? Pues que, en vista de que le estaban boicoteando, contrató a cincuenta trabajadores de fuera para que le cosecharan las tierras. Como se anticipaba bronca con los autóctonos, el ejército británico mandó a novecientos soldados para proteger la cosecha.
La cosa no salió bien, porque que los soldados montaron sus tiendas en los campos de Boycott, se comieron su ganado y arrasaron con todo. De hecho, los gastos de los soldados superaron las diez mil libras, mientras que la cosecha apenas le proporcionó unas cuatrocientas. Tras la debacle, Boycott abandonó Irlanda y se volvió a Inglaterra a seguir siendo recaudador de terratenientes, pero ya con menos mal rollo porque la fama de su apellido le precedía. Fama que intentó ocultar cuando fue de visita a Estados Unidos y se registró en la aduana con el nombre de Charles Cunningham, aunque, por desgracia para él al asunto no coló y el New York Tribune sacó un breve avisando de su llegada que decía: “La llegada del Capitán Boycott, que involuntariamente ha añadido una nueva palabra a nuestro idioma, es un acontecimiento más o menos de interés internacional”. Y hasta hoy, que cada vez que boicoteamos algo, sin saberlo estamos rememorando el nombre y la historia de un casero especialmente odioso. A su pesar.
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Cómo el apellido del casero más odioso de la historia acabó convertido en un popular verbo
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